viernes, 10 de febrero de 2012

París.

Eduardo Febbro
Riego/ Pensando aún / Poder vivir. El poema ocupa un afiche rectangular colocado al fondo del Metro. Enfrente, un anuncio de tamaño similar promueve un portal de Internet de venta y alquiler de departamentos. Los dos mundos de París se miden en los subsuelos: realidad y metáfora, poesía y precios inabordables. Dos ciudades en una sola se persiguen y se ahuyentan: la que fue y aún fluye en instantes y lugares secretos, la ciudad de los poetas y bohemios creadores, y la que es cada día más: la ciudad de la exclusión, del fashion, de los precios surrealistas, de la paulatina expulsión de las clases populares. Ciudad deseo, ciudad casi museo. Burguesa, bella, espectacular, histórica y perversamente moderna. París es una experiencia a lo largo de su historia, una ciudad anticipación que desemboca en las crueldades del presente. Ha sido invadida por las marcas mundiales que extendieron su estrategia de dominación y fetichismo en cada rincón de París. Las marcas eligieron bien el campo de batalla. París era el territorio: ocuparlo era apoderarse de un espacio ideal, lleno de sentidos: el del arte, la libertad, los derechos cívicos y humanos, la moda, una idea única del espacio urbano, la buena comida, la cultura, el valor agregado de la historia y de quienes imprimieron sus huellas en ella. Las marcas salieron de cacería detrás de eso que el modisto norteamericano Ralph Lauren llamó “la cultura y el espíritu artístico de París”. Los absorbieron en beneficio de sus marcas y sus productos e hicieron de París una geografía fashion para seres fashions, para hedonistas pudientes robotizados por el consumo.

La guerra comenzó en los años ’90 con las grandes “griffes” de ropa que empezaron a desplazarse a la orilla izquierda del Sena, la Rive Gauche. En 1996 Christian Dior ocupó el local de la célebre librería Le Divan –Rue Bonaparte–.Al año siguiente vino Giorgio Armani. Le siguieron Ralph Lauren, Burberry, Brunello Cucinelli, Hermès, Yves Saint Laurent, Mauboussin, Stefanel, Napapijri, The Kooples, Kenzo, y, desde luego, las marcas internacionales de tecnología. La megaventana cultural que fue el Barrio Latino pasó bajo el reinado de las marcas (hoy se las llama “fashionistas”). La Avenida de los Campos Elíseos se ha vuelto también un emporio de vulgaridad comercial donde las marcas mundiales –ropa, autos, objetos tecnológicos, marcas de café, fast foods– desplegaron sus insignias. “Pensando aún poder vivir”, dice el poema del Metro. ¿Pero dónde?

¿Cómo hacer para escapar al magnetismo vacío de la marca y atravesar al fin el alma de la ciudad? Hay que caminar un rato y perderse en las calles de barrios cada vez menos auténticos para respirar el aire de la ciudad romántica y bohemia y sentir en la piel la visión del mundo que todavía se desprende de ella. Hay que refugiarse lejos de los signos digitales de la modernidad, del censo, de la ciudad megaconsumo, de la repetición de las normas dictadas por muchachos apuestos y mujeres sobrenaturales desde los anuncios publicitarios y las revistas de moda que luego terminan andando por las calles. Muñecos que rondan por la ciudad, ávidos de semejanza con la imagen congelada y decorada de Photoshop. Seres Photoshop. París es una madre indolente volcada en su belleza. La bohemia que la hizo célebre se ha desterrado hace mucho. Ciudad de ensueño convertida en Babilonia discriminadora encubierta en piel de la cultura y las buenas costumbres. La historia está a la intemperie ante la velocidad alucinante de la mercadería y su fetichismo expansivo. La ciudad de Cortázar, de Apollinaire, de Hemingway, de Picasso, ha ido retrocediendo ante el avance implacable de las tropas del marketing mundializado. No hay más bohemios sino inversores. Ya casi no quedan bares populares. Según el color de la piel, los extranjeros que viven en París son un juguetito que las campanas electorales manipulan a su antojo y las agencias inmobiliarias excluyen sin piedad. Encontrar un departamento con acento y piel morena es una gesta heroica.

Y sin embargo, poco sería París sin los extranjeros. Qué contaría la ciudad de sí misma sin James Joyce, Hemingway, Fitzgerald, Cortázar, César Vallejo, Picasso, Paul Auster y tantos miles y miles de artistas que vinieron por instinto y deseo y a quienes París les abrió sus calles y sus universidades con la misma constancia con que hoy se las cierra. Tejiendo líneas entre barrios y calles se podría diseñar el plano intelectual y político de varios siglos de historia estética y humana recorriendo las casas de poetas, novelistas, científicos, músicos, filósofos, escultores, revolucionarios, libertadores –San Marín vivió tres años en París, en la Rue de Provence; Juan Bautista Alberdi murió en la Avénue Carnot– y pintores que, en un momento de sus vidas, pusieron el ancla en París. Pero la ciudad universal y libertina se torna cada día más intransigente. París ya no admite ni el menor desandar por el código. Todos derechos, educados, en orden y en silencio. Ciudad oficial, para seres oficializados, cautos y con tarjeta de crédito. Las marcas no quieren caos ni desorden, sino consumo ordenado. Nada revela mejor su angustia ante cualquier contradicción que esas publicidades gigantes que promueven en el Metro sandías sin semillas. Los rebeldes y soñadores están en tierra hostil. Tienen demasiadas semillas en el alma. Alguna vez ésta fue su casa. Hoy es la morada del fashion y el consumo. Le quedan rendijas, túneles que conducen a su primitiva intimidad, pasajes de repentina reconciliación, instantes de magia donde todavía existe un aliento de autenticidad. Pero la realidad reaparece sin avisar, en la mesa de un restaurante. La comida, iconografía absoluta de la cultura francesa, también se pierde entre la competición de las marcas y las ganancias exorbitantes. El 70 por ciento de la comida que se sirve es precocinada en estructuras industriales, congelada y resucitada en los hornos del restaurante como si fuera auténtica.

La municipalidad hace esfuerzos para recuperar el patrimonio cultural que, desde los años ‘80, se fue diluyendo entre la especulación inmobiliaria y la fashion-invasión. Para ello alienta y financia la reinstalación de librerías y comercios culturales en los barrios. La misma municipalidad votó una directiva para reducir en cerca del 30 por ciento los espacios publicitarios. Los afiches electrónicos rompen las perspectivas urbanas, contaminan la visión de la arquitectura, de las simetrías. Pero el mundo de la marca es demasiado veloz, demasiado monstruoso para detenerse ante un programa oficial o la indefensa modestia de un libro impreso. Batalla perdida donde también fue perdiendo París. Ahora el alma de la ciudad está cautiva entre la bruma digital, la profanación de las marcas, el mal humor del racismo y los especuladores. La lucidez, sin embargo, no empaña el encanto. París vuelve a seducir siempre. Arraiga. Pero entre la capital de la moda y la capital del “fashion shopping” hay un abismo de frivolidad inerte. Estamos en la era de existencias que se consumen consumiendo. La visión de las piedras cargadas de tiempo e historia nos salva por un instante de esa aniquilación consciente. Las marcas lo saben mejor que nadie. Por eso ocupan París y sus emblemas y absorben la sabia depositada en este vasto y mágico territorio urbano. La ambición de posesión universal que está detrás de cada marca rehace la historia a su antojo, como ocurre con las libretas para tomar notas marca Moleskine. Estas libretas de tapas semiduras se venden con un argumento inapelable: en su época fueron utilizadas por Picasso, Matisse, Hemingway o Celine. Pero es mentira. La marca recién existe desde 1998 y es el resultado de una hábil operación de marketing que absorbió el valor agregado de la cultura para vender un objeto que no tiene ninguna relación con los artistas citados. Profanación de la memoria de los autores, o profanación de la memoria de los lugares, la meta es similar: robar el espíritu para pegar la insignia de la marca. París nos dice muchas cosas sobre el estado actual y futuro del mundo. La ocupación del pasado por el presente es una dinámica de la existencia. Su sacrilegio, en cambio, es una exclusividad del marketing de las marcas y de su fetichismo voraz. París ha sido uno de los escenarios del abordaje, la anticipación localizada de lo que le espera al espíritu humano si no abre los ojos, el corazón y la conciencia para defender la intangibilidad de las creaciones humanas. Riego/ Pensando aún / Poder vivir.

efebbro@pagina12.com.ar

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