Viernes 18 de noviembre de 2011 - 18/11/11 - 17:31
En todas las épocas hubo normas que se consideraron absolutas y eternas para quedar en desuso pocos años después. Recorrer la comida y la bebida en la literatura –del Quijote a los “Comentarios reales”– permite relativizar las cotizaciones del complejo sistema de valores y de símbolos que se ponen en juego al comer y beber.
Por Daniel Molina
Por suerte existe la imaginación gastronómica. Frente a las poco variadas variaciones del erotismo, la comida ofrece todo un universo de posibilidades. En el mundo de las palabras, el sexo apenas si permite algunos desbordes por el costado inexplorado de la ternura, mientras que el delirio culinario casi no tiene límites. Si en la literatura todo fuese sexo sin comida, moriríamos de aburrimiento. En ese aspecto, la comida nunca defrauda: siempre hay un plato nuevo que es posible inventar. El sexo se lleva bien con la imagen: de ahí que en nuestra era web, la pornografía sea ubicua. Las palabras maridan mejor con la comida. Si no me creen lean el menú de un restaurante de moda: las descripciones de los platos pueden llegar a ser un placer culinario extra.
Las relaciones entre literatura y comida son tan antiguas como la civilización; y tan complejas como sólo pueden ser dos de las principales actividades humanas: alimentarse y tratar de inventarle un sentido al absurdo de haber nacido. Desde que los poblaciones neolíticas pudieron tener graneros, acumular reservas y garantizarse una existencia sin la amenaza constante del hambre, la comida se hizo más sofisticada y el discurso sobre lo que se come inundó los muros, los papiros y las tablillas en las se inscribieron las primeras historias. Lo que hoy nos resulta difícil de saber es qué sabor tenían las comidas que preparaban los antiguos egipcios, griegos, etruscos, fenicios o romanos, por no hablar de los chinos o de los mayas.
En los textos que se conservan se habla de distintos productos y bebidas, que creemos identificar; por ejemplo, del vino. Pero cuando los griegos o romanos hablan de sus vinos no sabemos a qué uvas y a qué preparaciones se refieren, salvo en muy contados casos. Tampoco sabemos (con excepción de las pocas veces en que son muy explícitos) cómo tomaban ese vino. A veces diluían el vino con agua de arroyo, pero otras lo hacían con agua de mar: lo cual lo salaba. Muchas veces se lo mezclaba con jugos de frutas exprimidas (no era raro que se usaran naranjas) y hasta se lo fermentaba con miel y especias. O directamente se fermentaba la uva junto a otras frutas o, incluso, cereales, creando un brebaje más parecido a un cóctel con base de vino y cerveza que a nuestros vinos actuales.
El gusto culinario ha variado tanto que es imposible reconstruir sabores o conocer de qué se habla cuando se nombra una comida, hoy desconocida, en un texto griego o latino –que son las fuentes literarias más abundantes en cuando a las primitivas relaciones entre cocina y literatura–. En cada época brillaron normas absolutas que la gente de mundo no podía violar sin caer bajo la censura de los entendidos. Pero esas normas “absolutas” son tan caprichosas, que cada época las cambia. Para el gourmet actual, es “indudable” que la bebida que debe acompañar un plato de pescado o mariscos es un vino blanco seco. Pero a fines del siglo XIX (ayer nomás en la historia de la cultura), en el París del joven Marcel Proust era de buen tono beber vino dulce con las ostras.
Lo primero que se ve al recorrer una historia de las relaciones entre los placeres culinarios y la literatura es que el deseo es absurdo, las pulsiones son delirantes y nuestros gustos, meros caprichos. Somos como niños que jamás maduran. En eso tiene razón Colette, tal como se lo puede ver en el diálogo que se preserva en Plegarias atendidas, de Truman Capote. El personaje que funciona como un álter ego del autor cuando era joven realiza una visita a la anciana escritora, ya en el final de su vida. Ella le pregunta, qué es lo que más desea y él responde: “ser adulto”. Colette se ríe porque “ser adulto es imposible; jamás maduramos; el cuerpo se degrada, envejecemos, nos enfermamos y morimos, pero la mente siempre es caprichosamente infantil”. En el mundo culinario, al menos, las palabras de Colette son una regla sin excepciones.
Es sabido que nada es tan nuevo como una vieja tradición. Por si hacía falta confirmarlo se pueden ver las comidas “tradicionales” tal como aparecen en los relatos y en los libros de cocina. La ratatouille, el plato provenzal por excelencia, aún no figuraba en el texto clásico Cuisinière provençale, de Reboul, que data de los últimos años del siglo XIX (ni siquiera denominada niçoise o bohémienne, que es como se lo conoció en París, años más tarde). Según Jean-François Revel, a pesar de que la papa y el tomate, productos americanos, se conocieron en Europa apenas producida la Conquista, su uso masivo recién se produjo después de la Revolución Francesa. Durante 3 siglos apenas si engalanaban la mesa de algunos nobles sibaritas o de los burgueses que se animaban a experimentar nuevos sabores. La carne vacuna era muy poco apreciada en la Europa de comienzos del siglo XVII: recordemos el comienzo del Quijote, en el que Cervantes, para demostrar que su personaje era muy poco pudiente, dice que en su casa hay “una olla de algo más vaca que carnero”. La receta más antigua que se conserva de la paella valenciana dice que la carne que se le incorpora es exclusivamente la de conejo. En otras recetas antiguas se sabe que se le ponía pollo, pato y hasta caracoles de tierra. Es una moda muy reciente la incorporación de mariscos; hasta tal punto que a esa variedad se la llama paella marinera, para diferenciarla de la “verdadera”.
La gastronomía sofisticada sólo puede surgir en épocas y lugares en los que no se pasa hambre. A pesar de que muchos de los sabores y hasta de los productos que se nombran en los textos grecolatinos nos son desconocidos, vemos en los libros de Petronio, Marcial, Platón o Aristófanes que la sociedad a la que pertenecían no se privaba de los placeres de la mesa. En cambio es muy difícil encontrar menciones gastronómicas en los textos de la Edad Media profunda. Incluso en el Renacimiento todavía perdura la memoria del hambre. En El lazarillo de Tormes (y en toda la saga de las novelas de pícaros) cada vez que se habla de comida, da náusea. Para no morir de hambre, el pobre lazarillo hace vomitar al avaro ciego que lo contrata para rescatar del vómito un trozo de fiambre a medio masticar y pocas legumbres sin digerir.
Las dos grandes fuentes de la cocina (la campesina y la imperial) están presentes en todas las tradiciones, en todos los continentes y en todas las etapas históricas: en estas dos bases se apoya la cocina profesional, que es la que hoy ocupa el centro de la vida contemporánea. La cocina campesina se transmite de generación en generación, sin textos, casi sin innovación (o con innovaciones tan sutiles que pasan inadvertidas). Son los platos que conforman el menú cotidiano de las familias. La cocina imperial es sabia, experimental, rica, sofisticada y, por lo general, está escrita: se apoya en tratados y sus grandes momentos quedan inmortalizados en textos literarios. En El banquete de los sabios, de Ateneo (que vivió en el siglo II de nuestra era), se incluye una gran recopilación de citas sobre comida, entre ellas las recetas del sibarita Arquéstrato, que vivió en la época de Pericles. Fue el gran viajero gourmet de su época.
De las dos grandes cocinas imperiales de la América precolombina (la mexicana y la peruana) no se conservaron tratados ni textos de las poblaciones autóctonas. Todo lo que sabemos de la comida americana antes de la llegada de Colón se lo debemos a los cronistas de indias y a los primeros escritores criollos. En los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega se habla de las muchas formas de preparar el pescado que tenían los incas. También comenta que la costumbre culinaria más difundida en el Tahuantinsuyu es “ponerle ají a todo”. Un par de veces menciona un plato realizado con pescado crudo, macerado en chicha, en el que algunos historiadores quieren ver un antecedente del ceviche.
La cocina mexicana ha sobrevivido por transmisión oral, lo que presupone que los platos más sofisticados han desaparecido o se han transformado tanto que posiblemente quede muy poco de las recetas originales.
En varios momentos de los cuatro tomos de las Mitológicas, Claude Levi-Strauss hace un pormenorizado repaso por las cocinas (y el protocolo gourmet) de las distintas etnias de América. Lo que salta ante los ojos del sorprendido lector es la enorme diversidad culinaria y los distintos tabúes entrecruzados: para unos pueblos es nauseabundo lo que para otros constituye la cima del placer. La cocina etnográfica demuestra que la boutade de Oscar Wilde es una regla de oro: “No trates a los otros como querrías que te traten a ti; los otros pueden tener gustos diferentes”.
El gran innovador de la cocina sabia es Antonin Carême (1783-1833). Fue abandonado por sus padres a los 10 años. El dueño de una taberna se apiadó del niño y le permitió trabajar como ayudante de cocina. Desde entonces, Carême reinó en el mundo de las cacerolas. Fue el cocinero del zar Alejandro I y del futuro rey de Inglaterra, Jorge IV. Los años finales de su carrera los pasó en la mansión de los Rothschild. En 1829 se retiró, para dedicarse exclusivamente a escribir. Murió mientras corregía una receta de albóndigas que había desarrollado un discípulo. Carême llevó la cocina profesional a su cumbre. Poco se ha agregado desde entonces al reino gastronómico. Algunos de sus excesos de decoración han sido atenuados y ahora se usan algunas cocciones más simples que las que él se permitía en sus platos más complejos. Pero lo esencial permanece. En el último siglo y medio, los herederos de Carême han oscilado entre una fase de cocina complicada y pesada (efecto de amontonamiento con presentaciones decorativas) y otra fase de cocina simple y ligera (cantidades menores, presentaciones sobrias). Ese movimiento se da en paralelo con una tendencia hacia una cocina internacional y luego una tendencia a una cocina regional.
La cocina es la moda de nuestra época. Comer ya no se relaciona (o se relaciona poco) con la nutrición. Es un complejo sistema semiótico, cargado de valores y de símbolos. Desde hace unas décadas, sentarse a la mesa ya no significa alimentarse, sino leer.
viernes, 10 de febrero de 2012
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