JUAN JOSÉ MILLÁS 18 NOV 2011
0 Fíjate en ese señor, quizá tu propio padre, tu hermano o el vecino de abajo. Son gente ya madura, de mediana edad, que lleva una existencia homologada, como la de cualquiera de nosotros. Gente que sale a trabajar y que vuelve de trabajar y que los sábados va al supermercado y los domingos al fútbol y que educa como buenamente puede a sus hijos, etcétera. Gente también con sus manías, claro: el que guarda los chasis de los rollos de papel higiénico, por ejemplo, o el que cada vez que escucha la palabra cáncer cruza los dedos a escondidas, o el que mete barcos en botellas de cristal. Todo eso forma parte de la normalidad, ahí el volcán no ha actuado todavía, ni siquiera sabes si hay volcán. Pero un día estás tomándote una cerveza en casa con una de estas personas y resulta que tienes la televisión encendida, con el telediario. Entonces tu padre, o tu hermano, o el vecino de abajo, quien quiera que sea aquel al que que has invitado, se vuelve y te dice: ¿por qué el locutor me acusa de haber huido? Tras recuperarte del estupor consecuente y antes de que te dé tiempo a hablar, el otro, confuso, como advirtiendo que se le ha escapado algo que no debía, cambia de conversación. He ahí una primera emisión de lava del volcán que ese hombre lleva dentro. ¿Por qué el locutor me acusa de haber huido? Quizá no se produzca en años otra manifestación de esa naturaleza. O sí, no lo sabemos. A veces el volcán de locura sobre el que permanecemos en pie estalla y no deja títere con cabeza. Tú mismo habrás notado en alguna ocasión el ascenso de materias intrusivas, al rojo vivo, en dirección a tu cerebro. Quizá hayas escuchado voces que abrasan. Vienen de las profundidades que nos constituyen. Somos de origen volcánico y estamos llenos de cráteres invisibles. Que permanezcan en reposo o no depende de variables que apenas controlamos.
viernes, 10 de febrero de 2012
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