Javier López Facal 14 DIC 2011 - 16:30 CET
Les confieso que siempre me ha inquietado un poco la rotundidad con la que Demócrito de Abdera dejó escrito aquello de que “los principios de todo son los átomos y el vacío; lo demás son meras opiniones”. A pesar de las precisiones, contextualizaciones y cautelas con las que interpretemos esa frase, y a pesar de que es una obviedad que en la época de aquel longevo y risueño filósofo (460-370 a. C.) no era ni remotamente posible concebir los tamaños de las partículas subatómicas tal como hoy las conocemos, la analogía con hipótesis como la de Higgs resulta casi irresistible.
Tampoco es fácil, por citar otro ejemplo, dejar de asociar aquello de san Agustín de que non in tempore sed cum tempore incepit creatio (“no en el tiempo, sino con el tiempo comenzó la creación”) con la teoría del big bang que, por cierto, García Márquez proponía traducir al español como “el gran pum”.
Las diferencias entre estas frases antiguas y sus más o menos equivalentes formulaciones modernas no son tanto conceptuales, cuanto empíricas o de verificabilidad: a un filósofo antiguo le bastaba con postular una hipótesis intrínsecamente coherente o verosímil, y no sentía la necesidad de demostrarla experimentalmente; hoy en día, como estamos tan resabiados y somos bastante más incrédulos, dedicamos miles de millones de euros a construir complicadísimos artefactos que nos permitan demostrar empíricamente la validez de una hipótesis como, sin ir más lejos, la del bosón de Higgs.
Ahora bien, el objetivo último que subyace en ambos empeños, es decir, el de los viejos filósofos y el de los nuevos científicos, es aparentemente el mismo y nadie mejor que un poeta, como Virgilio, para formularlo: Felix qui potuit rerum cognoscere causas (“feliz quien pudo conocer las causas de las cosas”).
En efecto, la expectación que produjo hace unos días la presentación en el CERN para informar de cómo iban las cosas en el LHC (ver El País del miércoles 14 de diciembre) tiene más que ver con el ethos que trasmite el verso de Virgilio, que con la utilidad práctica o la rentabilidad económica de la mentada investigación en curso: nada de lo que allí se está haciendo va a servir para nada a corto plazo, si es que se considera que “no es nada” el conocer las causas de las cosas.
Les confieso también que el hecho de que centenares de periodistas de todo el mundo recurriesen cada uno a su físico de cabecera para que les explicase cómo va avanzando la búsqueda de una todavía inencontrada partícula subatómica en términos asequibles a los legos, no ha dejado de emocionarme y aun de reconciliarme un tanto con nuestros congéneres que, al menos a este servidor de ustedes, últimamente no le están dando muchas alegrías.
Además, el hecho de que el contenido de aquella presentación pública urbi et orbi haya merecido titulares de portada y haya sido publicado con mayor o menor precisión o rigor en millares de medios de comunicación de todo el mundo, parece demostrar que la ciencia interesa no sólo porque cure enfermedades, alumbre nuevas formas de energía, contribuya a aumentar la producción de alimentos, o satisfaga nuestra incomprensible manía de movernos de aquí para allá.
Al parecer, además de todo eso, sigue estando viva la capacidad de asombro y curiosidad de esa especie de mamífero que de manera bastante autocomplaciente hemos llamado Homo sapiens.
Tomen nota, por cierto, los que quieren alojar la sede administrativa responsable de la investigación científica española en un a modo de piso patera ministerial.
Javier López Facal es profesor de investigación del CSIC.
viernes, 10 de febrero de 2012
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