lunes, 13 de febrero de 2012

Sobre la revista Sur

Surtidos
La revista Sur, comandada por Victoria Ocampo, reunió a lo largo de cuatro décadas a un número notable de escritores y críticos queer, desde José Bianco hasta Sylvia Molloy y Alejandra Pizarnik, pasando por Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Silvina Ocampo y Enrique Pezzoni. A su vez fue agente de traducción de lo que puede llamarse un canon europeo de lo queer. ¿Alcanzan o sobran estos datos para hablar del factor queer en la revista Sur?
Por Gabriel Giorgi y Mariano López Seoane

Silvina Ocampo, Virgilio Piñera, Alejandra Pizarnik, Victoria Ocampo.Se ha dicho hasta el cansancio: Sur fue una de las revistas faro de la modernidad sudamericana en lo que respecta a las artes y a las letras, un actor decisivo del campo intelectual argentino durante buena parte del siglo XX y la editorial responsable de la importación de títulos y nombres que tonificarían la escritura en y desde el sur (Faulkner, Sartre, Camus, para mencionar algunos). Se ha dicho menos, o no se ha dicho, que, comandada por Victoria Ocampo, la publicación reunió a lo largo de cuatro décadas a un número notable de escritores y críticos queer, desde José Bianco hasta Sylvia Molloy y Alejandra Pizarnik, pasando por Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Silvina Ocampo y Enrique Pezzoni, en una demografía de la disidencia sexual que carece de muchos ejemplos comparables en nuestra historia intelectual. Al mismo tiempo, las políticas de traducción e importación que mencionamos arman una suerte de canon europeo queer, en el que se destacan André Gide, Virginia Woolf y Jean Genet. Estos datos vuelven aún más llamativo que hasta el momento ninguna aproximación crítica a Sur haya postulado una mirada de conjunto sobre las políticas y éticas de la sexualidad que atraviesan el proyecto de la revista.

Se impone, entonces, una relectura invertida de Sur. La revisión es urgente no sólo en términos de reparación histórica sino porque además permitiría discutir ciertas cronologías de la historia intelectual que se dan como evidentes. Los relatos que han tomado a Sur como signo de los tiempos modernos coinciden en señalar que hacia principios de los años ’60 la publicación pierde contacto con las discusiones intelectuales y las intervenciones políticas y culturales que empezaban a definir un nuevo paisaje de la modernidad, lo que explicaría una progresiva pérdida de relevancia. Sin embargo, una mirada con foco en las prácticas de la disidencia sexual pone de manifiesto que al interior de Sur se cultivaban relaciones y se gestaban perspectivas con puntos de contacto con las luchas identitarias de los ’70. Algunos detalles dan testimonio de la existencia de continuidades: Juan José Hernández, colaborador de la revista, formó parte del Frente de Liberación Homosexual, y José Bianco, durante años secretario de redacción de Sur, tradujo materiales (como una carta de las Black Panthers sobre las luchas de liberación sexual) que aparecieron en la primeras publicaciones del Frente.

Las políticas del silencio
De manera interesante, esta suerte de represión crítica hace máquina con las políticas del silencio que puso en práctica la propia publicación durante su larga actividad: los maricas, las lesbianas y sus perspectivas encuentran en Sur un hogar, pero al precio de aceptar las reglas de la casa. Esas reglas tienen como principio rector una noción de decoro que revelan a Sur como órgano de su clase. El decoro implica un régimen de visibilidad para la disidencia sexual que en parte puede entenderse desde la perimida imagen del closet. La disidencia es permitida, admitida, incluso invitada y encumbrada, siempre y cuando sepa no nombrarse, reprimirse, decir a medias, retacear. El decoro implica en este punto regulaciones tanto estéticas como morales, un verdadero entrelazamiento de lo estético y lo moral. Este entrelazamiento le confiere impensada hondura a la categórica observación trivial de Diana Vreeland: elegance is refusal. Mostrar de más, exhibir de más, como hablar de más, es poco elegante. Este dictum estético asume dimensiones éticas o morales porque aparece patrullando las fronteras entre lo público y lo privado, porque de hecho define lo que una sociedad, como mínimo una clase social, debe entender por asunto privado, impropio para la discusión pública.

Lo interesante, sin embargo, no es lamentar la evidente instalación de un dispositivo represor sino preguntarse por las trayectorias y redes que esta política del silencio no sofocó (y que acaso alentó). Para ello es necesario dejar de entender la disidencia sexual exclusivamente en términos de identidad individual y empezar a pensarla en términos de sociabilidad. Es la trampa que concibe Douglas Crimp en sus investigaciones sobre la Factory de Warhol: subraya la existencia de una forma de vida queer aun antes de la consolidación de una identidad gay. Del mismo modo, mientras se constata que en efecto era muy complicado que el yo apareciera en Sur ligado a los términos que nombraban la diferencia (homosexual, lesbiana), también se comprueba que era enorme el campo de acción de una sociabilidad disidente que sin necesidad de nombrarse se alejaba de las normas de conducta establecidas. Dicho de manera simple: mientras desde las páginas de la revista Victoria Ocampo censuraba a André Gide por el tono de su Corydon y Héctor Murena asociaba el “homosexualismo” a la crisis de la modernidad occidental, las alianzas y los pactos de colaboración disidentes entre sus miembros permitían que Gide, Virginia Woolf y Genet fueran traducidos y publicados. En este sentido cobran especial valor las cartas que circulaban entre los miembros de la revista, cartas que documentan la vitalidad de una verdadera cofradía queer en la Buenos Aires del siglo XX.

Cosmopolitismo y desvío
Quizá la intervención cultural más evidente de Sur se juegue alrededor de la construcción de una cultura cosmopolita: una idea de cultura que conecte las identidades nacionales con los desarrollos del resto del globo que, para la revista, se concentraban en la modernidad europea. Abrir canales de comunicación y de intercambio con Europa y EE.UU. significaba contrarrestar tendencias nacionalistas y localistas, para lo cual Sur construye toda una estrategia de traducciones y de reflexiones sobre la relación entre cultura y cosmopolitismo y sobre los modos en que la cultura permite reinventar los límites de la identidad nacional para ponerla en sintonía con una modernidad global, universal, humanista. Claro: una porción muy significativa de esas traducciones y de esas puestas al día con la cultura europea incluyen textos de figuras que van desde Virginia Woolf hasta Jean Genet, pasando por Vita Sackwille West, D.H. Lawrence, o por un texto de temática lésbica como Olivia, traducido por la Editorial Sur en 1958; el canon que define la modernidad cultural y estética europea está atravesado por cuerpos y subjetividades queer. La revista acoge estos materiales, desde luego, sin tematizar ni politizar esas inscripciones de sexualidades disidentes; pero al traducirlos y legitimarlos abre una posibilidad de visibilidad y de reflexión que no abundaba en la cultura argentina de esas décadas. Cabe recordar que se trata de décadas que, tanto a nivel nacional como internacional, asisten a la intensificación del control sobre la sexualidad y sobre la subjetividad, donde los nacionalismos se traducen frecuentemente en rígidos mecanismos de normalización social. En ese contexto, el cosmopolitismo de Sur abre una línea de apertura.

Este impulso cosmopolita no está desprovisto de tensiones. Si, por un lado, el “buen gusto” y el decoro que marcan el tono prevalente de la revista difícilmente admitían referencias explícitas a sexualidades disidentes, por otro, muchos de los materiales que circulan por la revista no se dejan de-sexualizar ni higienizar sin más. Un caso significativo es la traducción y publicación de Las criadas, de Jean Genet, cuyos derechos había adquirido José Bianco, y que genera una airada reacción de Victoria Ocampo. En una suerte de respuesta también aparecida en la revista, Ocampo señala que Genet era un autor muy discutido y celebrado en Francia (lo cual hace justificable que Sur se interese en él), pero al mismo tiempo condena lo que ella ve como “el culto del estiércol como estiércol”. Ahí aparece un límite, que es también un desvío y una interferencia, algo que no se deja recuperar por concepciones universalistas de la cultura que se defendían desde Sur, pero que la revista de todos modos acoge y vuelve materia de un debate. Si Genet llega con el halo de una modernidad desafiante –y francesa–, trae una intensidad que no circula fácilmente y que excede y desvía ciertos ideales culturales normativos.

Leer la cuestión queer en Sur (como también en otras zonas culturales que le hicieron lugar a la disidencia sexual, como la del grupo Contorno) es una entrada para pensar esa memoria moderna que quedó fuera de los archivos de la historia, pero que insiste en la imaginación de la cultura (si pensamos, por ejemplo, en la novela de Sylvia Molloy, El común olvido, recientemente reeditada por Eterna Cadencia): circuitos de sociabilidad y de deseo “invisibles”, modos de resistencia subjetiva y de invención de formas de vida, lenguajes para hablar de eso que se nombra siempre de maneras oblicuas, sensibilidades que quieren imaginar alternativas ante sociedades cada vez más normalizadas... Esas relecturas permiten pensar, quizás, otras versiones de la cultura moderna argentina, y al hacerlo activan una memoria que no se conforma con corroborar el presente sino que, al contrario, lo interrumpe, lo desvía, le marca sus puntos ciegos, que son también las líneas de su propia rareza.

Los paradigmas que ya no son

Por Rodolfo Gaeta *

THOMAS S. KUHN Y LA PRIMERA EDICION DE LA ESTRUCTURA DE LAS REVOLUCIONES CIENTIFICAS.Algunas palabras tienen una curiosa historia. En sus cautivantes Lecciones Preliminares de filosofía, Manuel García Morente refiere cómo el término “trascendental” –un complejo concepto filosófico vinculado con la teoría del conocimiento de Kant– llegó a ser sinónimo de “muy importante” en la lengua castellana. Cuenta el autor que en la España de fines del siglo XIX algunos oradores familiarizados con el pensamiento de Kant y partidarios del gobierno republicano empleaban la palabra “trascendental”, entendida en su genuino sentido; pero cuando otros políticos, carentes de formación filosófica, trataban de imitarlos, y dado que esa palabra suena importante, comenzaron a utilizarla, precisamente, como un adjetivo que denotaba importancia. En virtud de ese malentendido, el vocablo adquirió un significado completamente apartado del original. Confieso que nunca pude imaginarme de qué manera una palabra tan técnica como “trascendental” encontró alguna vez lugar apropiado en un discurso político, pero de todos modos, a falta de otra explicación, doy por cierta la narración.

El paradigma
Análogos fenómenos ocurren en nuestra época. Un caso muy destacado, sin duda, es el que ha protagonizado el término “paradigma”. Lo pronuncian los intelectuales, los políticos, los redactores de anuncios publicitarios, los periodistas deportivos, en fin, muchos usuarios de diferentes idiomas. Cualquier cambio que se quiera destacar, aunque se trate del formato de un asiento de bicicleta, se presenta como “un cambio de paradigma”. El tema merece algunas reflexiones, sobre todo porque –en contraste con lo acontecido con la palabra “trascendental”, por ejemplo– las confusiones en torno al concepto de paradigma aparecen por doquier y son frecuentes incluso en el ambiente académico.

La etimología nos remonta a la antigua lengua griega, en cuyo ámbito “paradigma” significaba “ejemplo, modelo”. Adquirió más tarde un sentido técnico en la lingüística, un modo de referirse a expresiones que ilustran el uso de un conjunto de componentes del lenguaje. Así, por caso, el verbo “amar” es el paradigma de la primera conjugación en castellano.

Thomas S. Kuhn, el autor que echó a rodar el término, sugiere que se inspiró en este último sentido cuando eligió la palabra “paradigma” como instrumento para analizar el desarrollo de las ciencias. Aquí la historia del término se entrecruza con los avatares de la vida de Kuhn. Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, mientras estudiaba física, se le pidió que les diera un curso de historia de la ciencia a los estudiantes de humanidades. En esas circunstancias, vivió dos experiencias que encaminaron su concepción acerca de la ciencia. Una de ellas fue la dificultad que encontró en un principio para comprender cómo mentes de la talla de Aristóteles pudieron adoptar creencias que en la actualidad parecen completamente inverosímiles. La otra fue el contraste entre el comportamiento habitual de quienes investigan los fenómenos naturales, por un lado, y los científicos sociales, por el otro. Los primeros comparten, durante períodos a veces muy dilatados que Kuhn denominará “etapas de ciencia normal”, un determinado vocabulario y una serie de creencias, valores y métodos propios de su disciplina, de manera que sólo se ocupan de resolver problemas acotados; en algunas ocasiones, sin embargo esta posibilidad de crecimiento acumulativo parece agotarse y surgen condiciones propicias para que se produzca una revolución, una reacomodación radical del lenguaje y demás ingredientes de esa rama del conocimiento que iniciará un nuevo ciclo de ciencia normal. Los científicos sociales, en cambio, carecen de tales elementos unificadores, sus comunidades se hallan fragmentadas, envueltas en permanentes desacuerdos de todo tipo. Se encuentran aún, diría Kuhn, en una etapa precientífica.

Kuhn se convenció de que había hecho un importante descubrimiento. En su opinión, la tradicional creencia de que el conocimiento científico es el resultado de la aplicación de métodos fundados en el razonamiento y las observaciones no se ajusta a la historia de la ciencia. La continuidad de las hipótesis ptolemaicas o la adopción de la propuesta copernicana, por ejemplo, no podía resolverse apelando solamente a las observaciones o la lógica. Se requería, fundamentalmente, la elección de un punto de vista y la exclusión de otro. Los copernicanos percibían un mundo diferente del que veían los partidarios de Ptolomeo, del mismo modo que en un dibujo ambiguo una persona reconoce inmediatamente la figura de un pato mientras otra percibe la de un conejo. Los ptolemaicos han aprendido a examinar el cielo y resolver las cuestiones astronómicas bajo el supuesto de que la Tierra permanece estática. Y abandonar esa manera de proceder para adoptar la posición contraria exige una conversión mental. Asimismo, a fin de sortear la dificultad que Kuhn debió enfrentar, el historiador de la ciencia debe poder experimentar una especie de conversión retrógrada para poder ver el mundo con ojos aristotélicos. Estos procesos son el resultado de la acción de una constelación de factores que influyen en el surgimiento, la difusión, la persistencia y, tarde o temprano, el reemplazo de un enfoque determinado. Y Kuhn necesitaba darle un nombre que no estuviera asociado a la doctrina de ningún otro filósofo de la ciencia. Se inclinó por otorgar un nuevo significado a la palabra “paradigma”. Así, pues, una disciplina se constituye como ciencia a partir del momento en que una comunidad de expertos comienza a regirse por un paradigma, gracias al común reconocimiento de cierto logro; por ejemplo, una teoría que permite explicar adecuadamente los fenómenos celestes. La nueva acepción del término vio la luz en La estructura de las revoluciones científicas, de cuya aparición se cumplen 50 años. Kuhn sostenía que los paradigmas son incompatibles e inconmensurables entre sí: no hay un lenguaje común que posibilite la completa comunicación entre científicos partidarios de distintos paradigmas, ni posibles experiencias o argumentos que permitan resolver sus diferencias.

Las revoluciones
El destino de aquella obra ha sido, por cierto, bastante singular y en muchos aspectos no menos paradójico. En primer lugar, contra lo que cabría esperar de un libro que supuestamente iba a herir de muerte a la filosofía de la ciencia vigente, mereció consideración inicial porque fue publicado en la colección de la Enciclopedia de la Ciencia Unificada, el órgano de difusión creado por los miembros del Círculo de Viena, y gracias a la recomendación de Rudolf Carnap, uno de los más consecuentes representantes del empirismo lógico. Esta circunstancia revela no solamente la honestidad intelectual y la apertura de los editores sino también una clave para valorar las contribuciones de Kuhn. Creo que, contrariamente a las expectativas del propio autor, algunos destacados empiristas no encontraban en ellas la ruina de su tradicional programa sino, en todo caso, una apreciable complementación de los análisis que habían emprendido. La posterior evolución del pensamiento de Kuhn, así como la reciente revalorización de los aportes de los filósofos prekuhnianos, indican que las diferencias entre Kuhn y sus predecesores es menos espectacular que la apariencia. Baste recordar que las tesis de la carga teórica de la observación, el papel de la teoría en la recolección de datos o los componentes convencionales de la ciencia, presentadas a menudo como la refutación del empirismo, no fueron introducidas ni por Kuhn, ni por Hanson ni por ninguno de los exponentes de la “nueva filosofía de la ciencia”. Aparecen ya en las obras de Bacon, de Comte, y sobre todo en las de Mach, Carnap y Popper, entre otros.

Pero si algunos autores pasaron por alto la falta de rigor de Kuhn y hasta toleraron manifiestas contradicciones –como la de afirmar y después negar que los científicos que trabajan en diferentes paradigmas viven en mundos distintos– otros lo rechazaron. Una de las dificultades surgía a propósito del significado del término “paradigma”. Margaret Masterman encontró en sus páginas al menos veintiún sentidos diferentes de ese vocablo. Otro concepto sumamente problemático era el de la inconmensurabilidad. No se entendía cómo los científicos que han sido formados dentro de un mismo paradigma, los galileanos y sus rivales, por ejemplo, pueden perder de pronto la capacidad de comunicarse entre sí. Menos comprensible y más paradójica aun era la posibilidad de que los historiadores y los filósofos de la ciencia lograran transponer las barreras de la inconmensurabilidad para examinar cualquier paradigma, por lejano que les resultara en un principio.

Las tesis de Kuhn debían enfrentar también otra clase de dificultades. Por un lado, la desvalorización de la razón y de la contrastación empírica, que ceden su lugar a factores históricos, psicológicos o sociales durante los episodios revolucionarios, equivale a defender una concepción extremadamente irracionalista de la ciencia, oscurecer la posibilidad de diferenciarla de otras actividades y abandonar la esperanza de que produzca un verdadero progreso. Por otro lado, si la tarea desarrollada a lo largo de los períodos de ciencia normal, es decir, durante la mayor parte del tiempo, está determinada por el paradigma reinante, la historia de la ciencia parece resumirse en una sucesión de decisiones arbitrarias intercaladas entre dilatadas etapas de profundo dogmatismo. Se entiende, entonces, por qué los que atribuían a la ciencia un esencial y permanente ejercicio de la crítica, como Popper, rechazaran el autoritarismo encarnado en la ciencia normal...

La respuesta de Kuhn consistió en negar que fuera irracionalista o subjetivista y para mostrarlo reelaboró sus argumentos. Esa tarea le insumió el resto de su vida. Pero murió sin llegar a finalizar el libro que prometía una versión definitiva de su doctrina. De todos modos, en las siguientes publicaciones introdujo cambios. Sostuvo que los distintos significados del término “paradigma” podrían reducirse a dos: en un sentido amplio, entendido como una matriz disciplinar compuesta por generalizaciones simbólicas (leyes o definiciones), modelos, valores y presuposiciones metafísicas; en un sentido más acotado, concebido como ejemplares, modelos de problemas y soluciones desprendidos de aquella matriz que guían a una comunidad científica durante los períodos de ciencia normal.

Los seguidores
Pero mientras Kuhn se esforzaba para responder a sus críticos, fue surgiendo una legión de simpatizantes que se entusiasmaron con las interpretaciones menos sensatas de su posición. Lo confirma el comentario de un colega vienés del autor de La estructura...: “Kuhn alienta a personas que no tienen idea de por qué una piedra cae al suelo a hablar con seguridad acerca del método científico”. Si el lector de estas líneas piensa que quien profirió semejante sentencia fue Popper o algún malhumorado y decrépito sobreviviente del Círculo de Viena, está equivocado. Las palabras pertenecen nada menos que a Paul Feyerabend, el enfant terrible de la filosofía de la ciencia.

En efecto, la deliberada informalidad del lenguaje de La estructura..., la amenidad del relato, la vaguedad de sus ideas y su simpática actitud iconoclasta atrajeron a un variado público que experimentaba la sensación de comprender por fin en qué consiste la tarea científica y, en muchos casos, daba rienda suelta a la oportunidad de sortear el incómodo respeto que la ciencia pretendía imponer. Solamente así se explica que un libro encuadrado en una disciplina hasta ese momento reservada para laboriosos eruditos se convirtiera en un best seller, traducido a dieciséis idiomas y con un millón de ejemplares vendidos. En terrenos cercanos a la actividad académica despertó simpatías que originaron dos tendencias.

Por un lado, el menoscabo del papel de la experiencia y el razonamiento en las decisiones científicas y la importancia que se atribuía a otros factores –los psicológicos y los sociales, por ejemplo– extremaron un enfoque que Kuhn parecía haber habilitado pero nunca desarrolló: disolver la filosofía de la ciencia en la sociología –el caso de Barnes y Bloor– o aun en la curiosa etnografía de la ciencia –el caso de Latour–. Pero los que celebran estos ensayos no parecen tener seriamente en cuenta una dificultad que amenaza desde siempre a los relativistas.

Si aceptar una teoría científica no depende de su plausibilidad ni del resultado de experimentos sino de las relaciones de fuerza y los intereses de los miembros de una comunidad científica, la validez de las hipótesis queda fuertemente comprometida. Mas esta conclusión se vuelve contra sí misma: porque la historia, la psicología y la sociología que la avalan serían tan poco confiables (si no menos) que las ciencias naturales y no habría ningún motivo para tomarlas por verdaderas. Peor que una victoria pírrica, esta forma de kuhnianismo desemboca en un colectivo suicidio intelectual.

Otra tendencia fue la creación de un nuevo deporte epistemológico: la caza de paradigmas. Animados por el impiadoso retrato que parecía desalojar las ciencias naturales del pretendido pedestal de la objetividad, quienes no estaban dispuestos a desaprovechar la oportunidad que les brindaba Kuhn dejaron de lado la idea de que las ciencias sociales poseen métodos completamente diferentes de los que usan las ciencias naturales y pasaron a sostener que ambos tipos de ciencia comparten las mismas características: se desenvuelven gracias a los paradigmas. Procuraron entonces identificar los paradigmas correspondientes a las ciencias sociales, a fin de igualarlas con las naturales. Sin embargo, esa empresa chocaba con un grave defecto de nacimiento, pues mientras en las ciencias naturales generalmente se encuentran creencias y métodos ampliamente compartidos por los investigadores de una disciplina, esto no sucede en las ciencias sociales. La solución que encontraron fue candorosamente sencilla. Postularon que en una disciplina social es usual que coexistan varios paradigmas. Así, por ejemplo, los marxistas, los keynesianos y la escuela de Chicago podrían desarrollar paradigmas simultáneos en la ciencia económica. Pero esto contradice irremediablemente las suposiciones de Kuhn y priva de legitimidad al uso del concepto de paradigma. En la situación típica, para que algo pueda funcionar como un paradigma, es necesario que haya derrotado a los demás competidores y monopolice las prácticas de la comunidad científica.

Así, al tiempo que se hacía más popular, Kuhn debía defender su concepción de la ciencia en varios frentes. Por un lado, responder las objeciones de los filósofos que no encontraban coherentes o satisfactorios sus análisis. Por otro lado, se veía obligado a alejarse del intento de convertir la filosofía de la ciencia en una rama de la sociología y de la tergiversación de sus ideas que hacía lugar a pretensiones tan insostenibles como la coexistencia de varios paradigmas en una misma disciplina. Declaró que no compartía en absoluto aquellos intentos porque nunca pretendió poner en duda la autoridad del conocimiento científico. Sus publicaciones evidencian una posición cada vez más moderada. Presentan las revoluciones científicas como el surgimiento de nuevas especialidades más que como episodios dramáticos. La inconmensurabilidad queda restringida a la incompatibilidad de algunos términos y no constituye una barrera infranqueable. Con razón John Horgan ha descripto a Kuhn como un “revolucionario renuente” mientras que Newton Smith lo comparó con los revolucionarios que luego se convierten en socialdemócratas.

A esta altura cabe preguntarse: ¿Y qué sucedió con los paradigmas? Kuhn reconoció que el término, como los personajes de Pirandello, se le había escapado de las manos. Y se había vaciado completamente de sentido. Entonces, renunció explícitamente a seguir utilizándolo. Aunque de vez en cuando cedía y, quizá con la nostalgia del hombre maduro que recuerda un perdido amor juvenil, volvía a recordar “lo que alguna vez llamé un paradigma”.

* Filósofo, profesor titular de Historia y de Filosofía de la ciencia (UBA).