viernes, 10 de febrero de 2012

Aquellos viejos sabios

El autor rescata textos que pensadores romanos de la escuela estoica dedicaron al tema de la vejez: encuentra una sabiduría que, además de su valor para la reflexión personal, contribuye a cuestionar la actitud de esta época respecto del envejecimiento.
Por Enrique Rozitchner *
Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) escribió, ya en su madurez, el diálogo Catón el mayor o sobre la vejez. En él señala que todos los seres humanos quieren llegar a viejos, pero todos se quejan de haber llegado. Cicerón dice que muchos que han alcanzado la vejez le hacen reproches a ésta, se lamentan de haberla alcanzado, y que esto no sería más que una gran necedad. La actitud de reproche a la vejez se basaría en la imposibilidad de comprender las características propias de cada etapa de la vida. Renegar de la vejez significa renegar de la naturaleza y de la vida misma. Cicerón sugiere valorar cada etapa en función de ella misma y no con relación a otro momento vital: cada una de ellas tendría lo suyo y de nada sirve reclamarle lo que no puede ofrecer. Desde el punto de vista psicológico, el pensamiento de Cicerón respecto de la vejez es totalmente compatible con los ciclos vitales que propone Eric Erickson (El ciclo vital completado, ed. Paidós), si bien se define más bien como una ética o una subjetivación. En definitiva, se trata de aceptar el final de la vida, como acto último.

El Catón formula una preparación para la vejez, pero no en tanto resignación ante las pérdidas, sino como un estadio más bien grávido de existencia. La pérdida de placer que se le achaca a la vejez no es propiedad de ésta: si así fuera, todos los mayores se lamentarían, pero muchos no se quejan, no pierden esa capacidad. La responsabilidad no es de la vejez, sino de una vida mal vivida, o de ciertas costumbres que no pueden sostenerse en el envejecimiento. Cicerón introduce en esto el tema de las virtudes: quien ha trabajado suficientemente consigo mismo no cae en esa posición de lamento inconsolable al envejecer. Falsas creencias o prejuicios disimulan una vida vivida sin virtud.

Cicerón relativiza que la edad pueda ser problema, en comparación con el énfasis puesto en la subjetivación ética y el cultivo de las virtudes a lo largo de los distintos momentos de la vida: la conciencia de una vida bien vivida y el recuerdo de buenas acciones realizadas son, para él, elementos de máxima importancia en la vejez. Se desprende de esto que una vida mal vivida posee más riegos de finalizar de forma depresiva.

Cicerón valoriza la experiencia anímica de los que han vivido muchos años, y aquí se marca un contraste entre la cultura del Catón y el mundo actual. Para Cicerón, los mayores también tienen asuntos sociales y políticos que atender y lo hacen de manera diferente que los jóvenes; acciones importantes que no requieren celeridad, sino prudencia y reflexión, funciones que suelen desarrollarse con el envejecimiento. El lugar común de la vejez débil o dulce contrasta con esos hombres cargados de años y poderosos que toman decisiones enérgicas y temibles, como declarar una guerra.

La capacidad intelectual de muchos adultos mayores es superior a la de muchos jóvenes. Cicerón explica que la pérdida de la memoria en el envejecimiento se evita ejercitándola, y el ejemplo al que recurre parece una ironía: conviene leer epitafios, lo cual, además de ejercitar la memoria, renueva el recuerdo de los muertos. El epitafio representa también la rememoración de personalidades y acontecimientos significativos, una memoria social y cultural. En realidad, ni el viejo ni nadie recuerdan cosas que no despierten algún interés. Quizás el cuidado de la memoria responde más a esa práctica selectiva de la historia afectiva de cada uno. Cicerón remarca la diferencia entre simple recuerdo y reminiscencia, entendida ésta como recuerdo cargado de afecto y significación, que hace a la integridad del sujeto. En los adultos mayores la memoria tiene características reminiscentes, antes que la acumulación de información que sería más propia del joven.

Cicerón señala el riesgo que conlleva considerar incapaz al adulto mayor, un problema antiguo y muy vigente. Cicerón relata el caso de Sófocles, quien en su ancianidad fue acusado de incapaz por su hijos porque, descuidando su fortuna, se dedicaba a escribir tragedias; llevado a juicio para que se lo apartara de la administración de sus bienes, recitó ante los jueces Edipo en Colona, preguntó si esa obra parecía escrita por un incompetente y los jueces le dieron la razón. Cicerón dice también que, en otros niveles sociales y económicos, los adultos mayores trabajan con ahínco en cosas que personalmente no los favorecen como donación a las generaciones venideras: el viejo agricultor siembra para los descendientes como un compromiso cultural y social, un cuidado del mundo.

La desculpabilización y la desmitificación de la vejez organizan el Catón. Muchas veces hacemos de la vejez el chivo emisario de una serie innumerable de reproches que, en el fondo, están dirigidos a la vida. La mayoría de los problemas de la senectud, su imagen caricaturesca como indolente y adormecida, no serían más que sus defectos, del mismo modo que la soberbia y la lujuria lo serían de la juventud.

El Catón valoriza la reunión de amigos y las charlas bajo la modalidad romana del banquete, que era la expresión máxima de la voluptuosidad; Cicerón destaca en él el convivium, la comunidad de vida. Es posible disfrutar de banquetes prolongados, no sólo con los coetáneos, sino con las generaciones más jóvenes. El placer está más puesto en la conversación que en la bebida o los manjares, sin que eso signifique que la vejez carezca de sensibilidad a estos placeres u otros lujuriosos. La capacidad sublimatoria de disfrute en el convivium señala los placeres del animus, de la psiquis, como un modo de evitar el aislamiento.

Pero es el prestigio, la auctoritas, como dice Cicerón, la corona de la vejez; especialmente cuando recibe honores, tiene más valor que todos los placeres de la juventud. El prestigio, reconocido por todos, incluso trasciende la muerte. La auctoritas se parece a un narcisismo sostenido a través del reconocimiento comunitario, pero se construye, según el Catón, desde la adolescencia, a lo largo de una trayectoria de vida. No todas las ciudades de la antigüedad honraban la auctoritas de la vejez: Cicerón consigna que Esparta era la mejor residencia, mientras que en Atenas sucedía que, si un viejo entraba al teatro, nadie le cedía el asiento, en un acto adrede de injusticia. La auctoritas se confirma desde la cultura, desde el reconocimiento grupal, desde el lugar que la comunidad le hace a la vejez. En rigor, la noción de este último alimento narcisista revierte la base naturalista del placer, ya que está en el límite de la dependencia del otro, del poder que el otro otorga.

En la actualidad, la demanda de ese placer máximo por parte de los adultos mayores choca con una sociedad que no se refleja históricamente en ellos; se transforman en desechos culturales, dejados a la vera del camino del incremento de la velocidad tecnológica. Como producto de los avances tecnológicos, llegar a viejo se ha convertido en una posibilidad masiva, pero se ha disuelto el sentido que tenía, en la antigüedad, como último acto. La longevidad ha reemplazado a la vejez.

La cercanía de la muerte, por otro lado, figura entre las condiciones que hacen desafortunado el proceso de envejecimiento, pero Cicerón (como todos los estoicos) piensa que la muerte debe ser despreciada o resultar indiferente, tanto si se extingue el animus o no, pues en este último caso debería desearse; para Cicerón, no hay otra posición posible con relación a la muerte aparte del desprecio, la indiferencia o el deseo de ella. En la muerte, según Cicerón, no hay nada que temer, ya que o bien en ella finaliza el ser o bien mora la felicidad. De todas maneras, la inminencia de la muerte comprende a todo ser humano vivo y no sólo a los que han envejecido; la muerte es común a toda edad, con la diferencia de que el joven espera vivir muchos años, mientras que el anciano no. Cicerón afirma que el adulto mayor está en mejor situación que el joven porque ha conseguido lo que aquél espera. En realidad, en tanto el fin existe, nada puede tenerse como demasiado duradero. Uno debe contentarse con el tiempo que le ha sido dado para vivir, pero no como un a priori, sino como aceptación de la finitud de la vida. Este tiempo particular y subjetivo (como el del inconsciente) no tolera la cuantificación cronológica que finaliza con la muerte. El desprecio estoico de ésta se debe a que el valor máximo se pone en la vida. De este modo, la vejez no se transforma en la espera de la muerte; Cicerón no habla de una preparación para morir. Estas posiciones con relación a la muerte, despreciarla o desearla, son sacrílegas en una cultura cristiana como la nuestra, pero el estoicismo pagano convierte a la muerte en una clave de la vida; desear la muerte expresa el máximo de la autonomía del sujeto, la resolución deseada del último acto, ya sin mitología o narrativas infantiles.

* Miembro titular en función didáctica de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Textos extractados del libro inédito Psicoanálisis y envejecimiento.

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