sábado, 19 de mayo de 2012

existencial, filósofico, político, y sobre todo genial grabado de goya

¿Es posible que todos seamos filósofos?

@ Roberto Weigand
Si es por pensar y juzgar, todos somos filósofos, decía Antonio Gramsci. Vemos y nombramos, damos sentido a las cosas y evaluamos. Ahora bien, con frecuencia eso lo hacemos con mucha prisa: y como es apresurado frecuentemente lo hacemos con creencias o ideologías que se nos imponen. ¿Qué es lo preferible? ¿Hablar de prestado, pasivamente? No, responde Gramsci. Hay que pensar y juzgar con autonomía y con crítica: cada persona debe interrogarse sobre lo que hay, sobre lo que ocurre y sobre sí misma, participando activamente en la historia del mundo. Si no lo hacemos nos impondrán opiniones e ideas ajenas: nos someteremos con docilidad.

Todos somos intelectuales. Discurrimos y creamos, nos expresamos e intervenimos en la sociedad. Son intelectuales quienes cumplen esa función y quienes se comprometen públicamente, analizando y exponiendo sus resultados. En principio, no todas las personas desempeñan dichas tareas.

En realidad, cada una puede hacerlo: si de lo que se trata es de pensar y juzgar, la convocatoria es común. Hacen falta voluntades y razones, gentes decididas a pensar por sí mismas, decididas a intervenir y a comunicarse. Eso nos pone en un compromiso: es decir, nos compromete.

Antonio Gramsci fue un filósofo italiano, un intelectual antifascista. Pero fue también un hombre corriente. Murió en 1937, tras años y años de cárcel. En la celda no dejó de pensar y juzgar el mundo terrible que le tocó vivir: razonó, escribió y anotó sin acobardarse.

Sus cavilaciones siguen siendo actuales y nos ayudan a evaluar nuestro propio mundo. ¿Quién piensa por nosotros? ¿Quién nos impone la visión y la versión de las cosas? Gramsci vuelve para proclamar la autonomía del pensamiento y el compromiso de la razón. Necesitamos observadores críticos: necesitamos observar críticamente.
uno cree conocer París, pero no hay tal; hay rincones, calles que uno podría explorar el día entero, y más aún de noche ...es una ciudad fascinante ... 
cortázar

Osvaldo Bayer

“En democracia, la autocrítica significa dar un paso adelante”

Una larga entrevista publicada por la Editorial Continente y una serie de TV en el Canal Encuentro repasan la vida del escritor argentino, que nos visitó en la Feria del libro.
La tapa de Osvaldo Bayer íntimo. Conversaciones con el eterno libertario, el libro de Julio Ferrer (Ed. Continente) que ambos presentaron en la Feria muestra a un joven Bayer saliendo de Alemania, con el fondo de una casa agujereada por las balas de la Segunda guerra. El está parado, posando, valija en mano. Es su regreso del exilio, el viaje de vuelta a su Argentina. Es el principio de otra historia, para él y para la Argentina. 

“Estoy muy agradecido y feliz. De ser perseguido por mis libros, de tal manera que tuve que irme, ahora llega este reconocimiento”, dice Bayer. Se refiere al libro de Ferrer, claro, una gran entrevista que vuelve al texto casi una autobiografía autorizada, y también a una serie de cuatro capítulos titulados Mundo Bayer, que se ve los viernes en el canal Encuentro. Pero hace una pausa Bayer, y dice que también siente pena. “Por Rodolfo Walsh, Paco Urondo y Haroldo Conti, que como otros, no puedan disfrutar de los homenajes que también les hacen a ellos”. 

Hay tiempo para hablar del pasado con Bayer, que esta bien presente. Entre esos temas, aparece la controversia por el libro de Ceferino Reato montado sobre una entrevista al genocida Jorge Rafael Videla. “No tomó mal el hecho de que Reato haya hecho un libro sobre Videla y se publiquen sus declaraciones. Se ve lo mezquino que es su pensamiento...su inhumanidad”, dice sobre el dictador. Y luego agrega que hay sólo un punto en el que le da la razón a Videla, en que fue una equivocación que los militares dieran el golpe, que hubiese sido mejor apoyar al gobierno peronista que estaba haciendo la misma represión pero con otras reglas. “Cuando uno piensa lo de la Triple A parece increíble que haya pasado eso en una democracia”, advierte Bayer, como lo advierten otros tantos. 

Y vuelve sobre la necesidad de una autocrítica en los dos partidos mayoritarios de este país. “En el peronismo falta esa autocrítica sobre el gobierno de Isabel, sobre López Rega, ese personaje, y también falta preguntarse cómo Perón nombró como ministro a un ser así”, repite el autor de La Patagonia trágica. Falta esa autocrítica y muchas otras, como la que debieran hacer los radicales sobre algo que siempre han callado, las tres más grandes masacres obreras, que no fueron hechas por una dictadura si no por el gobierno de Irigoyen. “La Semana Trágica de enero del 19, la patagonia rebelde y el fusilamiento de los peones rurales y, luego, los hacheros de La Forestal”, enumera Bayer, tres temas a los que les ha dedicado buena parte de su obra, de su historia. “En democracia, la autocrítica no significa dar un paso atrás sino uno adelante”, avisa este hombre que como el alemán Günter Grass, Rodolfo Walsh y David Viñas, nació en 1927. 


Un descendiente de alemanes que vio como en su barrio de Belgrano, en el terreno que ocupaba la juventud hitleriana, que era masiva en Buenos Aires, ahora hay una sinagoga. “Me da ganas de tocarles el timbre y contarles esa historia”, dice Bayer. Menos ganas tiene de hablar sobre el juicio millonario que los nietos de Martínez de Hoz le iniciaron por su película Awka Liwen (Bayer escribió el guión). Los Martínez de Hoz dicen que lesiona su “buen nombre”. Y Bayer contesta que fundamenta sus trabajos en documentos y fuentes fidedignas. “Tengo certeza de que voy a ganar ese juicio, pero como todavía hay un 30 por ciento de jueces que vienen de la dictadura, puede ocurrir cualquier cosa”, advierte.  

Como también señala las deudas de la democracia actual, un reclamo que repite cada vez que puede. ¿Qué pide? Que ahondemos la democracia, que salgamos de los personalismos, y que empecemos a resolver problemas como el de las villas miseria. “Siempre sostengo, como eslogan, que mientras haya miseria no hay democracia”, dispara. Pero no todas son pálidas. Bayer celebra el presente: “Me pregunto que está pasando en la Argentina, que de perseguido por la Triple A, ahora me publican libros”. 

Carne que ha visto el tiempo

Del cine clásico, preocupado por mostrar actrices lozanas, al de hoy, de juventudes plásticas, parece no haber diferencia. Pero, ¿qué sucede detrás de la tensión entre mostrar o no una piel con arrugas?

Una de las imágenes inolvidables de 2011 va a ser el plano en el que Juliette Binoche se maquilla y arregla frente a la cámara como si fuera un espejo en Copia certificada . Como pasa siempre con las películas de Abbas Kiarostami, la simplicidad es perfecta y engañosa. Parece una idea sencilla, pero hace estallar el cine. Más allá de lo que significa esta escena dentro de la secuencia de la película, más allá de lo que vemos desde el espejo y escuchamos fuera de campo, de todo lo que está pasando al mismo tiempo, si hay algo que hace que esa imagen sea tan fuerte, es Binoche. Ese plano se puede mirar una y otra vez. Es claro que se trata de una mujer hermosa. Pero hay algo más. La piel, los aros, el maquillaje, la luz, la fiesta de casamiento que se escucha desde el jardín trasero, la sonrisa, todo es luminoso. Pero no es eso lo que hace que queramos volver a verla. Es algo mucho más chico, sólo de un detalle: los ojos. Hay algo profundamente conmovedor en los ojos de Juliette Binoche en ese plano. La cámara/espejo de Kiarostami nos permite ver a su personaje y a la vez ir más allá, o más acá. Puestos cara a cara frente a esta mujer, el personaje de Copia certificada se volatiliza una vez más. Lo que vemos en esos ojos no es su actuación, son unas ligeras arrugas que asoman en su piel perfecta. Esas arrugas son las que completan el plano, las que le dan peso, las que cierran el sentido de la escena. Esas arrugas son de Juliette Binoche.
Hay algo fascinante en ver en la pantalla (cuanto más grande, mejor) arrugas en las caras de los actores. No se trata de que las arrugas expresen personalidad o experiencia/sabiduría. Mentira. Una cara tersa puede tener más personalidad que cualquier otra y si se deja una ciruela bajo una campana de vidrio también se hace pasa. El espectador no puede saber si una frente arrugada es el resultado de los años sin cirugía, de una vida de preocupaciones o de malos genes, pero cualquier arruga significa por lo menos algo: la derrota de la carne. La piel, eso de la carne que nosotros vemos, la superficie de los que nos rodean, está vencida, dejó de cumplir un poco su función protectora, pierde esa soberbia de bebé recién nacido que cree que el mundo es rozagante y fresco. Una arruga es la victoria del tiempo, la victoria que va a ocurrir necesariamente. El ser del hombre es ser en el tiempo, dijo Heidegger. El ser del hombre está en la arruga.

La cámara despiadada
El crítico francés André Bazin, uno de los padres fundadores de la revista Cahiers du Cinéma, decía en su fundamental “Ontología de la imagen fotográfica” (en ¿Qué es el cine? ): “El cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. El filme no se limita a conservarnos el objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos de una era remota […] Por primera vez, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio”.
Es una idea que supo dividir aguas: la fotografía (y, por extensión, el cine) captura de forma objetiva la luz que atraviesa la lente. Entre lo que es frente al artista, aquello que existe en el mundo, y lo que queda en la obra terminada no media la mano del pintor, su pincel, sino un mecanismo que captura haces de luz por reacciones químicas. Así, lo real queda atrapado casi de forma directa, a veces incluso contra la voluntad creadora.
El tiempo y las diferentes teorías se han encargado de desmentir o relativizar las ideas de Bazin, pero hay un núcleo de verdad en esta nueva realidad que Bazin supo describir que sobrevive a todas las discusiones. El cine roba la duración para nosotros.Y la arruga es la garante del cine como arte realista. Bazin se esconde en una arruga: la película puede ser mala, la estilización puede ser flagrante, la actuación puede ser espantosa, pero un doblez en la superficie de la cara de un actor es evidencia irrefutable de por lo menos algo: esa carne ha visto el tiempo. Los ojos son la fuente del oficio del actor, pero la arruga simplemente es.
Una arruga presta realidad y, por eso, hay pocas cosas más falsas en cine que el mal maquillaje: un actor que intenta hacerse pasar por viejo con capas de látex sobre la piel y arrugas pintadas con delineador pierde credibilidad. Era lo que pasaba, por ejemplo, con los actores en J. Edgar (2011), de Clint Eastwood. Una gran película con muy buenas actuaciones puede verse en apuros por una cuestión tan mínima como el maquillaje. ¿Por qué? Porque el maquillaje hacía la arruga. Como decía Bazin, la cámara (despiadada) captura lo que se pone frente a ella: en este caso (como en todo el cine de ficción) un actor que interpreta un papel. Pero si en vez de ver al personaje, el espectador en su butaca mira lo extraña que se ve la superficie de la piel de un actor, la ilusión se rompe y la ficción no cuaja. El mayor peligro para la película de Eastwood era interno: quedar ahogada por una falsa arruga.

Todos los cielos, el Cielo

¿Cómo han imaginado el más allá y la vida después de la vida las diferentes culturas a lo largo de la humanidad? ¿Cuántos paraísos hubo y habrá en la historia del hombre? En Imaginarios del Paraíso, el antropólogo y escritor Adolfo Colombres buscó las respuestas en documentos, imágenes, paisajes y bibliotecas. Apoyado en la literatura y lejos de un tono académico, ofrece una visita guiada por todos los cielos que hay más allá del cielo cristiano, del Hades griego al trasmundo bélico escandinavo, de los exuberantes edenes orientales al sexual paraíso guaraní, y también las ciudades utópicas que el hombre todavía sigue buscando en esta vida.
 Por Fernando Bogado
Morir es un privilegio de la humanidad. Al menos, así lo han entendido diversos teólogos o filósofos a lo largo de su historia (y no sólo pensamos aquí en el afamado ser-para-la-muerte de Heidegger). Sobre esta idea de la muerte, de su conciencia a lo largo de la vida, los antropólogos e historiadores también ubican la presencia de un fuerte imaginario que va a permitir distinguir los antecedentes evolutivos previos al hombre del hombre propiamente dicho: la idea humana, demasiado humana, de que con una vida no alcanza, de que hay algo más, un trasmundo, una sobrevida, una existencia, como mínimo, un poco menos cruel que la experimentada de este lado de la tumba. Junto al homenaje a los muertos, entonces, aparece la idea del Paraíso, lugar que tiene diferentes nombres para cada una de las culturas, que ofrece diversos placeres –o, incluso, males–, pero que puede considerarse como otra característica privativa de la humanidad (y, al menos, un poco más simpática que la anterior). Adolfo Colombres, escritor y antropólogo argentino, autor tanto de novelas como de diversas obras concentradas en investigaciones lingüísticas, literarias y, en rasgos generales, simbólicas, acaba de publicar Imaginarios del Paraíso: ensayos de interpretación, texto que se ocupa de revisar las diferentes construcciones paradisíacas de varias comunidades –desde los cristianos a los bantúes, de los incas a los guaraníes– en un libro accesible a lectores tanto especializados como no (digamos: sin farragosas notas al pie ni multitud de nombres propios como referencia).
En Imaginarios del Paraíso, la primera gran oposición que se señala es la que se hace entre lo sagrado y lo humano. ¿Cómo relaciona este primer gran corte con la construcción de los diversos imaginarios escatológicos?
–Para mí el sentido de lo sagrado pasa por la afirmación y significación plena de la vida terrenal, no por su negación, y algunas religiones –sobre todo, la cristiana– se han comportado como depredadoras de esta dimensión, al separar lo humano de lo sagrado. Veo a lo sagrado como la mayor creación de lo humano, una zona donde se concentran los significados más profundos de las culturas y las personas. Una zona antropológica y filosófica, saturada de ser, creada por los hombres y no por los dioses. Lo que las culturas sueñan para después de la muerte refleja su grandeza y miseria, como una prueba de fuego.
El libro tiene una forma que se aleja del análisis duro para aprovecharse de la plasticidad del ensayo y ofrecer una prosa onírica y literaria. ¿Por qué recurrir a este estilo nada academicista?
–Como en esencia me siento sólo un escritor, o más en concreto un narrador, quise hacer un libro no académico, que se pudiera leer como un texto literario, o como ensayos de interpretación de las múltiples concepciones del paraíso que abordo. Quiero decir con ello que alguien puede dar otra interpretación, desde un lado diferente. Diría que desde la adolescencia empezaron a fascinarme los temas del tiempo, la eternidad, y el paraíso, y que sigo con ellos, pues estoy escribiendo una novela que se llama justamente La eternidad y empezando a trabajar en un ensayo que titularé La poética de lo sagrado, entendiendo que se trata de algo fundamental para recuperar y potenciar los sentidos del mundo en esta era del vacío. En cuanto a la investigación y escritura, debió consumirme más de tres años, aunque siempre trabajo los ensayos en forma paralela a una novela. Esta representa para mí el placer de la escritura, y el ensayo el deber de la escritura. Aunque confieso que este libro, por tener bastante de literario, me entusiasmó. No hubiera podido escribirlo sin haberme sumergido en la Biblioteca Nacional de Francia y otras importantes bibliotecas de París, donde abundan materiales sobre Africa y Asia, aquí escasos.
¿Qué entiende por “imaginario”?
Imaginarios del Paraíso. Adolfo Colombres Colihue 227 páginas
–Aquí, como en otros de mis libros, trato de no enredarme con las escuelas antropológicas ni filosóficas europeas, sino de tomar de ellas sólo aspectos que me interesan, y a menudo para invertirlos o resemantizarlos, como parte de una tarea de descolonizar el saber. La experiencia europea tiene poco de universal, pero universalizó sus gestas, valores y puntos de vista mediante el colonialismo, sin molestarse en confrontar sus teorías con las de otras culturas. Lo que me interesa es la línea de la antropología simbólica, desarrollada en Francia primero por Marcel Griaule, Michel Leiris y Genéviève Calame-Griaule, la hija de Marcel. También por Gaston Bachelard, en quien se apoya Gilbert Durand para fundar la Escuela del Imaginario. Si bien ésta reivindica por un lado el pensamiento simbólico, menospreciado por Parménides, Platón y casi toda la filosofía griega, en su empeño de defenderlo ante el frío racionalismo de la Sorbona apela a estructuras y mecanismos racionales que contradicen su intención. Por lo tanto, no me inscribo tampoco en esa escuela. Para mí el imaginario es todo lo que alberga la mente humana y que se pone diariamente en escena. Algo que arranca de los mitos y alcanza en sus vasos capilares las pequeñas costumbres que repetimos sin cesar. Este magma está formado por imágenes y relatos con cierta coherencia, pues no se privilegia el elemento aislado, sino el que se integra en un sistema complejo y está tocado por el aura de lo maravilloso o de lo mágico. No olvidemos que el mito, al igual que la religión y el arte, nos enseñan a maravillarnos del mundo, hasta el punto de que podríamos definir a la cultura como el arte de complicar la vida, de dificultar lo que la naturaleza presenta como fácil.
¿Cómo trabajó la oposición entre el cielo ascético del cristianismo y la idea de un trasmundo repleto de criaturas y actividades de los pueblos indígenas americanos?
–Grecia tuvo una concepción sensual de la vida en el más allá, como lo demuestran las pinturas de las tumbas, al igual que los etruscos. Los romanos heredaron de los griegos el gusto por los jardines y los placeres, pero su arte se puso al servicio del poder, y luego del Concilio de Efeso, en el año 431, el cristianismo lo irá despojando de toda huella de paganismo para aceitar la maquinara guerrera que precisaba su proceso de asimilación forzosa. En el V Congreso Mundial de Cultura, que se hizo en La Habana, acusé a lo que llamo el Imperio Romano-Cristiano de haber sido el mayor destructor de la diversidad cultural que hubo en la historia humana, al establecer un modelo que aun hoy sigue depredando los universos simbólicos diferentes, con un salvacionismo patético que se siente el único poseedor de la Verdad, y que sólo habla de renuncias, de ascetismo. El pensamiento europeo, e incluso el marxismo, están teñidos por esta ascesis redentorista. Los mitos americanos, por otro lado, dejan bien en claro que en el cielo no hay nada que valga la pena. Son mitologías que se basan en la horizontalidad fraternal, no en la valoración de la dimensión vertical del espacio. Los dioses viven por lo general en el monte y en los cerros, y las coreografías de sus danzas no muestran deseo alguno de elevación, sino la pose de quien pisa la tierra con firmeza.
En el libro aparecen varios nombres de escritores: Dante, Melville, Conrad, Stevenson, Darcy Ribeiro... ¿Qué relación establece entre la literatura y el Paraíso, entre el arte y lo escatológico?
–La literatura y el arte, en cuanto fundadores de sentido, navegan en la zona sagrada, donde se concentran los significados, y no pueden dejar allí de encontrarse con esta dimensión escatológica, donde reside el último sentido, el deseo de eternizar algo de nosotros o ciertos valores. Es decir, alguna forma de inmortalidad. Desde un punto de vista más universal, lo verdaderamente trágico no es la muerte de un héroe, sino el final del mundo que lo hizo y por el que luchó, y que dio sentido a su existencia y formato a su heroísmo. Quizás el solo hecho de escribir, de pintar, de componer música, no sea más que una apelación a la inmortalidad, no tanto para que nos recuerden cuando ya seamos ceniza, sino para dejar las huellas de lo que amamos y defendemos hoy a quienes vendrán después. Lo que importa a la postre son las imágenes con que nos vamos, las que dejamos. Pero un imaginario no se hace con cualquier imagen, como las que abundan en la televisión, sino con esas que pueden resumir toda una vida, dar cuenta de un mundo particular. Y que bastan para evocarlo. Parado a orillas del Paraná, frente a una pequeña isla, Rafael Alberti decía que la eternidad bien pudiera ser tan sólo un río (ese río), un caballo solitario (el que pastaba en esa isla) y el zureo de una paloma perdida (que escuchaba en ese momento). No hace falta mucho para entrever las luces del Paraíso. La luz, por suerte, aún no ha sido depredada, aunque no sea de todos o para todos.

Las líneas de la mano, Cortázar

De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván, y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor, y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor, y en una cabina donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo, y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.
(Historias de cronopios y de famas)
Der traum ein leben -el sueño sigue vivo-
El diálogo ocurrió en Adrogué. Mi sobrino Miguel que tendría cinco o seis años estaba sentado en el suelo jugando con la gata. 
Como todas las mañanas le pregunté -¿qué soñaste anoche?- 
Me contestó –soñé que me había perdido en un bosque y que al fin encontré una casita de madera. Se abrió la puerta y saliste vos. Con súbita curiosidad me preguntó -Decime ¿qué estabas haciendo en esa casita?

F. Acevedo, “Memorias de un Bibliotecario”, en Borges, “El libro de los sueños”

Madre de la filosofía

El célebre filósofo Alain Badiou reseña su propia vida: la revelación de la pasión secreta de su madre, el arte de seducir chicas piadosas, la lucha contra la guerra de Argelia, los palos policiales, Mayo del ’68; el maestro Sartre, el maestro Lacan. Todo para mostrar que “la filosofía debe estar al servicio de lo que surge, de eso que es siempre frágil y paradójico: nunca para consolidar lo que domina”.
 Por Alain Badiou
Mi madre era muy anciana. Iba con ella a comer a un restaurante las noches que mi padre –cuando se es hombre, hay que saber dejar un poco a su mujer, cualquiera sea la edad– partía de caza. Iba entonces a verla, porque ella no se acostumbraba jamás a que mi padre la dejara para ir a matar bichos, y mi presencia endulzaba las consecuencias de esa femenina falta de aceptación. Me contaba en ese momento todo lo que jamás me había contado. Era la ternura final, tan conmovedora como la que se tiene con los padres muy viejos. Una noche, me cuenta que antes de haber conocido a mi padre, cuando era profesora en Argelia, había tenido una pasión, una gigantesca pasión, una pasión voraz, por un profesor de filosofía. Esta historia es absolutamente auténtica. La escuché evidentemente en la posición que imaginan, y me dije: y bien, he aquí, no hace nada más que cumplir el deseo de mi madre, al cual el filósofo de Orán se había sustraído. Había partido con otra y ese terrible dolor de mi madre –en el fondo subsistía todavía a los ochenta y un años– yo había hecho lo que podía para consolarlo.
La consecuencia que extraje para la filosofía es que, contrariamente a la afirmación corriente según la cual ella se acaba, ustedes saben, el “fin de la metafísica”, y todo eso, la filosofía precisamente no podría tener fin, porque está atormentada, en su interior, por la necesidad de dar un paso más en un problema que ya existe. Y creo que esa es su naturaleza. La naturaleza de la filosofía es que algo le es eternamente legado. Está a cargo de ese legado. Ustedes están siempre tratando el legado mismo, siempre dando un paso suplementario en la determinación de lo que así les es legado. Como yo mismo, de la manera más inconsciente que puede haber, nunca hice más que, siendo filósofo, responder a un llamado que ni siquiera había escuchado.
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Antes de venir a París, estoy en la provincia, soy un provinciano que llega a París tardíamente. Y uno de los rasgos que caracteriza mi juventud provincial es que las jóvenes reciben todavía mayormente una educación religiosa, al menos las juiciosas jóvenes educadas, aquellas del liceo para muchachas, absolutamente separado del liceo para varones; las jóvenes todavía conservadas o reservadas para un destino interesante. De ahí una figura importante del cortejo masculino: las diferentes maneras de brillar delante de esas muchachas todavía medio piadosas, de las cuales la principal era refutar la existencia de Dios. Es un ejercicio de seducción importante, a la vez porque es transgresivo y retóricamente brillante cuando se tienen los medios para hacerlo. No será ineficaz sobre quien se convirtió un poco más tarde en Françoise Badiou.
Antes de despojarse de las virtudes, hay que arrancar las almas de la Iglesia. Cuál de las dos tareas es la peor, son los curas los que lo deciden. Pero de ahí viene la idea, que tuve muy temprano, de que siempre la filosofía más argumentativa, la más abstracta, es también una seducción. Una seducción de la cual el fondo es sexual, no seamos mojigatos. Por supuesto, la filosofía habla contra la seducción de las imágenes, y permanezco platónico en este punto. Pero ella habla también para seducir. Comprendemos de esta manera la función socrática de la corrupción de la juventud. Corromper a la juventud, eso quiere decir estar en una hostilidad seductora con el régimen normal de seducción. Hay que combatir, a través de una seducción inesperada, aquello que la sociedad misma constituye como la figura ordinaria de la seducción. En este sentido, sostengo y repito que es parte del destino de la filosofía corromper a la juventud, enseñarle a la vez que las seducciones inmediatas son poca cosa, pero también que existen seducciones superiores. Como finalmente el que sabía refutar la existencia de Dios triunfaba sobre el que no sabía proponer más que jugar al tenis.
De esa difícil juventud, saqué dos enseñanzas.
La primera es que la filosofía no termina nunca de luchar contra la religión; uno cree siempre que ese combate terminó, que es obsoleto, arcaico. Pero en un sentido, más sordo y más esencial, la lucha contra la tentación religiosa, que es una figura subjetiva extremadamente ramificada, ligera y persistente, sigue siendo siempre una de las tareas del concepto. Sigue siendo necesario oponer el plural lagunoso de las verdades a la unidad del sentido. Se trata siempre de oponer la axiomática a la hermenéutica, y lo aprendí en la dificultad que hay para afirmarse delante de las muchachas de provincia.
La segunda es que la filosofía debe siempre reapropiarse de su propio destinatario. Se dirige a todos, pero debe siempre pensar qué es exactamente, no solamente el “todos” de ese destinatario, sino también su potencia. Es lo que devino el lugar de la pregunta del amor, como una pregunta clave de la filosofía misma, exactamente en el sentido que lo era ya para Platón en el Banquete. La pregunta del amor está necesariamente en el corazón de la filosofía porque gobierna la pregunta de su potencia, la pregunta de su dirección y de su público. Creo haber seguido bien en este punto la directiva muy difícil de Sócrates: “Es necesario que aquel que siga el camino de la revelación total comience desde su juventud a dejarse atrapar por la belleza de los cuerpos”.
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Naturalmente, la tradición familiar era de izquierda. Mi padre me había legado sobre este punto dos imágenes: la imagen de la resistencia antinazi durante la guerra, y después la imagen del militante socialista en el poder, porque él fue alcalde de Toulouse durante trece años. Es la ruptura con esta segunda imagen, sin duda en nombre de la primera, la que va a regir mi propia forma de ligar y de separar la filosofía y la política.
Hay dos momentos en la historia de esta ruptura con la izquierda oficial: el último, muy conocido, Mayo del ’68 y sus continuidades; el otro, menos conocido, más secreto y por eso mismo más activo aún. En 1960 hay una huelga general en Bélgica. No voy a entrar en detalles. Fui enviado a esa huelga como periodista: he sido con frecuencia periodista, creo que escribí centenares de artículos. Conocí a los obreros mineros en huelga, que reorganizaron toda la vida social del país, que construyeron como una especie de nueva legitimidad y que incluso acuñaron una nueva moneda. Asistí a sus asambleas, hablé con ellos. Y me convencí a partir de ese momento y hasta el día de hoy que la filosofía está de ese lado. “De ese lado” no es una determinación social. Eso quiere decir: del lado de lo que está ahí hablado o enunciado.
La máxima abstracta de la filosofía es necesariamente la igualdad absoluta. Todo lo que se resigna, en nombre de la realidad, a la tendencia inversa permanece para mí extranjero a toda verdad. Diría, incluso, que uno de mis propósitos ha sido transformar la noción de verdad de manera que ella obedezca a ese mandato. Las cosas marchan también en ese sentido: transformar la noción de verdad de manera que ella obedezca a la máxima igualitaria. Es por eso que le di tres atributos a la verdad:
1. Ella depende de un surgimiento, pero no de una estructura. Toda verdad es nueva: ésta será la doctrina del acontecimiento.
2. Toda verdad es universal, en un sentido radical; el para-todos igualitario anónimo, el para-todos puro, la constituye en su ser: ésta será su genericidad.
3. Una verdad constituye su sujeto, y no a la inversa: ésta será su dimensión militante.
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Después del ’68, en lo que podemos llamar los años rojos, los años donde hacemos toda clase de trayectos improbables, donde inventamos cosas inéditas, donde nos unimos a personas que no conocíamos, donde teníamos la convicción de que todo otro mundo que aquel del destino académico nos esperaba, nos lanzamos a una empresa política con mucha gente. Pero lo que me golpeó mucho, la experiencia de la cual quiero hablar acá, es la experiencia de aquellos que, a partir de la mitad de los años ’70, renunciaron a esa empresa. No sólo eso, sino que se lanzaron a una negación sistemática de toda empresa. Volvieron el propósito contra sí mismo. Denunciaron sus propias ilusiones, se presentaron ellos mismos como los renegados de una operación terrorífica, negación que, a partir de los nuevos filósofos, a partir del final de los años ’70, poco a poco se instala, se propaga y domina. Y esto se clavó en la filosofía como una flecha. Es una pregunta en sí, a saber: ¿cómo es posible que se cese de ser el sujeto de una verdad? ¿Cómo es posible que alcancemos el tren del mundo, en su opacidad necesaria y que volvamos esa opacidad –o esa resignación– contra el levantamiento inaugural del cual éramos el testigo o el actor? Es una pregunta que me acosa desde hace años y, en ciertos aspectos, no hago, filosóficamente, más que intentar responder a ella.
Responder a ella en el aspecto negativo de la pregunta, pero también en su aspecto positivo, que se formula de esta manera: ¿cuáles son las condiciones para que existan todos aquellos que continúan inventando la política de emancipación, que son fieles, porque continuar una cosa es reinventarla y transformarla de arriba a abajo, pero guardando el principio o la luz? ¿De dónde viene que unos, en cierto modo, regresen a la propaganda de la sombra y que los otros, sean cuales fueren las dificultades, intenten renovar el propósito creador? Esa meditación nutre mi convicción de que es constitutivo de la filosofía permanecer no sólo en el resplandor del acontecimiento, sino también en su devenir, es decir, en el tratamiento de sus consecuencias. Nunca regresar a la pasividad estructural. Eso es lo que llamé simplemente fidelidad. Y la fidelidad hace nudo, es un concepto que reúne al sujeto, al acontecimiento y a la verdad, es lo que atraviesa al sujeto respecto de un acontecimiento capaz de constituir una verdad.
Todavía ahí pienso en Platón. Al final del libro IX de la República, Sócrates responde a la objeción de que la ciudad ideal de la cual él ha trazado el plan es poco probable que exista alguna vez. Es una objeción masiva que les hacen los jóvenes: “¡Es magnífico todo eso, pero nunca lo vimos!”, objeción que se nos hace a menudo, y de la cual se ha extraído el motivo particularmente mediocre de “el fin de las utopías”. Sócrates responde, en resumen, esto: que esa ciudad exista o pueda un día existir, eso no tiene ninguna importancia, ya que es a sus leyes que deben conformar su conducta. Eso es el principio de consecuencia. Y no es una cuestión que se infiere de un problema de existencia o de inexistencia.
En el fondo, los renegados de después del ’68 han constantemente argüido la realidad contra la ilusión. Han presentado su devenir como una conversión realista contra una ilusión mortífera. Ellos han argüido, al fin de cuentas, el ser contra el no ser. Pero la fidelidad –aquello que yo llamo fidelidad– es una consecuencia de lo pensable y de lo verdadero, y eso no es nada que se consagre a la restauración oprimente de la realidad. Ahí también el platonismo nos ayuda a pensar la fidelidad como consecuencia de lo que quizá tuvo lugar, de lo que sin duda tuvo lugar pero que, sin embargo, no es lo que constituye la masividad de lo real.
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Lo que Sartre me enseñó diría que es, simplemente, casi en un sentido ingenuo, el existencialismo. ¿Pero qué quiere decir existencialismo? Quiere decir el mantenimiento de una conexión, de un lazo siempre restituible, entre el concepto de un lado, y del otro la instancia existencial de la elección, la instancia de la decisión vital. La convicción de que el concepto filosófico no vale la pena si, aunque fuese a través de meditaciones de una gran complejidad, no reenvía, esclarece y ordena la instancia de la elección, de la decisión vital. Y que en ese sentido el concepto debe ser, también y siempre, un asunto de existencia. Esto es lo que Sartre me enseñó.
Lacan me enseñó la conexión, el lazo necesario entre una teoría de los sujetos y una teoría de las formas. Me enseñó cómo y por qué el pensamiento sobre el sujeto, que había sido opuesto a menudo a la teoría de las formas, no era en realidad inteligible más que en el marco de esa teoría. Me enseñó que el sujeto es una pregunta que no es en absoluto de carácter psicológico ni fenomenológico, sino que es una pregunta axiomática y formal. ¡Más que toda otra pregunta!
Sartre era una devoradora pasión adolescente, la pasión del libro, la pasión de la existencia. No era una persona visible. Me lo encontré pocas veces. Era la omnipotencia de un mandato de los libros, la forma en que el libro puede ser devorado, no solamente como un libro, sino como más que un libro, como algo que es un esclarecimiento y un imperativo. Lacan era para mí una prosa; seguí poco los seminarios. Era una prosa teórica, un estilo que combinaba, justamente en la prosa misma, los recursos del formalismo y los recursos de mi único y verdadero maestro en materia de poemas, que era Mallarmé. Esta conjunción en la prosa, esta posibilidad de la conjunción del formalismo de un lado (el materma) y del otro la sinuosidad mallarmeana me convenció de que se podía, en materia de teoría del sujeto, circular entre el poema y la formalización.
Y sostendré hoy que en filosofía hacen falta los maestros; sostendré una hostilidad constitutiva hacia la tendencia a la profesionalización democrática de la filosofía y hacia el doble imperativo que hace estragos en nuestros días y humilla a la juventud: “Sean pequeños y trabajen en equipo”. Diría también que a los maestros hay que combinarlos y superarlos pero, finalmente, siempre es nefasto negarlos.
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Llego a París en 1956, es la guerra de Argelia; los horrores que, con esfuerzo, hoy salen a la luz –torturas, rastrillajes, violaciones sistemáticas– eran perfectamente conocidos por todos. Es una lección: cuando se es contemporáneo del horror, nunca es verdad que se lo ignora. Somos pocos, en 1955, muy pocos los que queremos que todo eso termine, los que estamos en contra de la guerra de Argelia, en una confusión todavía demasiado grande, y nos manifestamos de vez en cuando, en el boulevard Saint-Michel, convocados por la Unión Nacional de Estudiantes de Francia. Bajamos el boulevard gritando “¡Paz en Argelia!”, la policía nos espera y somos alegremente molidos a palos. Lo extraño es que no podemos decirnos otra cosa que esto: habrá que volver a empezar. No son particularmente alegres los golpes. Pero habrá que volver a empezar, porque es eso, el puro presente: querer el fin de esta guerra, por pocos que seamos en compartir este querer. De ahí saqué la convicción de que la filosofía existe si se hace cargo de la médula de lo contemporáneo. No es simplemente una cuestión de compromiso o una cuestión de exterioridad política, es que algo de lo contemporáneo está siempre en carne viva y es necesario que la filosofía dé testimonio de eso o se instale allí, por sofisticada que sea su producción intelectual.
Casi en la misma época, un poco más tarde, se interpreta Los secuestrados de Altona de Sartre, y en uno de sus últimos pasajes el héroe dice: “Cargué el siglo sobre mis hombros y dije: responderé por él”. Mi interpretación de esta frase es que, en tanto filósofo, responderé por la médula de lo contemporáneo; no puedo no responder por eso. Y sé también, desde esa época, que debemos responder por la médula de lo contemporáneo absolutamente a contracorriente, absolutamente contra lo que está establecido. Platón tenía una suerte de indiferencia a la opinión, que ni siquiera es valentía, que es más bien una persistencia trenzada, anudada, lentamente. Sí, sobre ese punto se enraizó mi platonismo esencial. En el libro VI de la República, Sócrates aprueba a Glauco que dice: “Las mejores opiniones son ciegas”. En suma, la cuestión de la opinión es una cuestión de visibilidad, a partir de una ceguera inicial. Ver, simplemente ver, es bastante difícil.
Si la filosofía quiere ayudar a ver, debe estar al servicio de lo que surge, de eso que surge en lo visible, de eso que es siempre paradójico y frágil. Nunca está para consolidar lo que está ahí y domina. Hice la experiencia de eso, sin duda a contracorriente de las opiniones, bajo los golpes de la policía.

Aplastamiento de las gotas, J. Cortázar

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós. 

Diez razones para que Goya pinte de nuevo

Me gustaría ver a Goya en nuestro tiempo. Como a Cervantes o a Buñuel. Goya se sentiría particularmente a gusto, o a disgusto, y tras ser informado de los cambios acaecidos los dos últimos siglos, podría ponerse a pintar de inmediato, sin encontrar demasiadas discontinuidades con lo que ya había pintado, y que ahora nosotros contemplamos en los museos. Es evidente que ha habido muchos cambios entre la vida histórica de Goya y la resurrección ficticia que ahora le deseo; pero tras las apariencias, hay muchas cosas que permanecen inalterables. Un hilo invisible mantiene unida aquella época que Goya detestó y pintó con tanta intensidad y la nuestra que 
en mi ficción, debería pintar. Son innumerables las razones por las que Goya se sentiría, por así decirlo, cómodo en su repulsión a lo que le rodea, algo bien familiar y en nada ajeno. Recurramos, sin embargo, al decálogo: diez razones que Goya convertiría con facilidad en diez escenarios para sus pinturas y grabados.
1) Como pintor de la Corte que acabó siendo extremadamente crítico con los cortesanos, no creo que Goya se asombrara lo más mínimo al constatar la corrupción de nuestros días. Quizá la encontraría más sofisticada y dispersa que en los suyos, aunque, en lo substancial, similar. Lo peor de la corrupción es el efecto de contagio: el poder busca la complicidad de la entera sociedad y, cuando la consigue —o al menos de buena parte de ella—, la contaminación estalla en todas direcciones. La lucidez de Goya, en su momento, radica en su capacidad para mostrar la extensión de este estallido: la fealdad, la máscara grotesca, se encaja en el rostro del poderoso pero también cubre la fachada de la multitud. La picaresca cimentada en corrupción aprisiona a la entera sociedad. Antes, en esa dirección, escribió Cervantes en El Quijote o en algunas Novelas ejemplares; y después, sin apartarse de ese mismo rumbo, lo filmó Buñuel en Viridiana. No cuesta imaginar una prolífica extensión de los Caprichos y disparates de Goya en la atmósfera nuestra, en la que ahora escandalizan ciertos procesos puestos en marcha, pero que hasta hace bien poco contemplaba electorados que premiaban a los más corruptos con las más rotundas mayorías absolutas.
2) Goya pintaría muy bien el aquelarre de la nueva corrupción económica aunque aún hilaría más fino al enfrentarse a la espiritual. Al pintor aragonés le repugnaba el desdén de su país hacia la cultura, y esta percepción se le llegó a hacer tan agobiante que, en parte, determinó su exilio final. A los pocos ilustrados españoles de finales del siglo XVIII y principios del XIX les chocaba la belicosidad colectiva contra la cultura. Reconocían que otros países europeos tenían el mismo retraso que España pero lamentaban que, sólo en ésta, se desarrollara una auténtica animadversión. Curiosamente, los pocos ilustrados actuales pueden transmitirse el mismo lamento que sus predecesores. Época viajera la nuestra, tan distinta en eso a la de Goya, los españoles que viajan difícilmente hallarán un destino en el que se tenga tan poco aprecio por la cultura. Goya, hoy, retrataría a individuos bien distintos entre sí, desde el primitivo energúmeno hasta el amanerado ministro, que tienen un común grito de guerra: ¿para qué sirve la cultura? Quizá se le ocurriría representar una nueva procesión del Santo Oficio, en la que desfilara una muchedumbre de ignorantes autosatisfechos.
3) La entronización de la ignorancia no tiene, siquiera, la justificación que la miseria otorgaba a la época de Goya. A éste, recién llegado, todo el mundo le hablaría de crisis y vacas flacas. Sin embargo, en los años de las vacas gordas, que ahora parecen lejanísimos pero que son bien recientes, no hubo incremento alguno de las bibliotecas particulares de los españoles mientras sí se incrementaban, y mucho, las propiedades y los automóviles de lujo. Décadas de prosperidad no alteraron suficientemente lo que Machado calificaba de “alma quieta” de sus conciudadanos. Goya, pese al actual deterioro económico, pintaría a tipos bastante menos miserables que entonces pero igualmente apáticos, incapacitados para el pensamiento crítico, con escaso sentido de la libertad de conciencia individual.
Pintaría muy bien el aquelarre de la nueva corrupción económica
4) “Con espíritu burlón y alma quieta”: para completar el verso, o diagnóstico, de Machado, la capacidad de burla se mantiene inalterable. Goya podría volver a captar lo que ya captó magistralmente, cuando pintó y grabó esas máscaras en las que el fanatismo y la intolerancia iban acompañados del sarcasmo y la burla dañina. Nunca de la ironía, pues ésta es un patrimonio de la mente ilustrada, capaz de revelar a través de lo velado, sin intención destructiva. Frente a la ironía, el “espíritu burlón” va acompañado necesariamente del esperpento y el grito. Goya, en sus inicios como pintor, aprendió mucho de las rudas controversias callejeras. Ahora también aprendería lecciones sobre el lado grotesco de la condición humana. No obstante, aún aprendería más si asistiera a debates en tertulias y parlamentos (que son tertulias ampliadas). Allí, entre gritos, burlas y metáforas misérrimas, podría hacer múltiples esbozos para sus nuevos Disparates: le faltarían orejas de asno para tantas cabezas.
5) También, por cierto, obtendría un aprendizaje añadido para plasmar algo que le obsesionaba tanto como la calumnia y la injuria. ¿Cuántas veces no llegó a pintar Goya el sumarísimo juicio con el que los calumniadores condenan a los demás? La ausencia de espíritu y creatividad propios conducen necesariamente a husmear en la vida de los otros. Sin embargo, lo que en sus tiempos, era pura artesanía malévola, en la actualidad, Goya lo encontraría erigido en monstruoso engranaje que llega a todos los rincones. A su tragicómica perspicacia el pintor aragonés debería añadir el “ojo de Orwell” para capturar los nuevos tribunales inquisitoriales y el reguero de víctimas a los que dan lugar.
6) Tal vez a Goya, a quien la vieja Inquisición siempre importó mucho, quedara extrañado de la diversificación actual del Santo Oficio. No es que la Iglesia Católica haya quedado al margen pero, por lo general, los templos están vacíos y, aunque los rasgos del cardenal Rouco cuadran admirablemente bien con el ideal del Gran Inquisidor, las inquisiciones de nuestros días siguen otros derroteros. Los grandes acusadores de nuestro tiempo constituyen una cohorte de comunicadores, demagogos, publicistas, políticos y jueces. Ellos dictaminan, desde sus intereses, lo que es moral y lo que es herético. No hay duda de que Goya podría pintar con ellos una gigantesca romería.
7) En la que no faltarían, claro está, los usureros. Sería interesante ver la reacción de Goya ante el refinamiento social de los usureros que presiden nuestros días desde las instituciones financieras. Con el paso de su vida Goya se fue desesperando al ver que el mantenimiento de los privilegios se armonizaba a la perfección con la ceguera de una multitud, a veces patéticamente fanática, a veces grotescamente festiva. Goya fue el primer pintor europeo en el que fueron perceptibles los movimientos de una masa que acaba aboliendo la libertad individual y el sentido crítico.
8) Podemos presuponer, a este respecto, cuál hubiese sido la posición de Goya ante las grandes catástrofes del siglo XX. Pero él, primer pintor de la multitud convertida en masa, ¿con qué criterios pintaría los grandes movimientos irracionales que ocupan el actual escenario? ¿Cómo juzgaría la crecientemente angustiosa necesidad de entretenimiento y diversión que, noche a noche, llena nuestras calles con el mismo entusiasmo con el que en sus días muchedumbres enfervorizadas acudían a los autos sacramentales? ¿Cómo afrontaría el, para su inmensa fantasía, inaudito fenómeno de una religión universal, la del fútbol, que moviliza pasiones, voluntades, creencias y sueños alrededor de un juego de pies? No sería improbable que reuniera a esa humanidad en redondel para adorar al Gran Cabrón.
9) Goya encontraría técnicamente muchas cosas cambiadas ya lo sabemos. No hace falta enumerarlas. Evidentemente esto modificaría su percepción. Incluso es posible que sustituyera el pincel por una cámara, no lo sé. Imposible saberlo. Pese a todo, creo, reconocería con facilidad nuestra naturaleza espiritual y moral, no tan alejada de la de su tiempo. El paisaje le sería familiar.
10) Tan familiar que si quisiera iniciar su vida profesional en nuestro presente del mismo modo en que la inició en su pasado se encontraría, como pintor de la Corte, a la misma dinastía de reyes. Y entonces podría pintar tranquilizadores retratos familiares, del tipo de La familia de Carlos IV, o, dadas las últimas circunstancias, una nueva versión del inquietante Retrato de Fernando VII, el rey nefasto en el que tantas esperanzas se habían depositado.
Rafael Argullol es escritor.

Gilgamesh y Lear: viajes sabios

Por Ferran Requejo, catedrático de ciencia política en la UPF y coautor de Political liberalism and plurinational democracies, Routledge, 2010 (LA VANGUARDIA, 26/07/10):
La literatura suele ofrecer reflexiones sobre los vacíos teóricos y los desasosiegos prácticos asociados a la condición humana y a las relaciones de poder. La epopeya clásica Gilgamesh y El rey Lear de Shakespeare son dos de las obras que mejor muestran las consecuencias de la falta de sabiduría práctica del gobernante y del difícil camino para alcanzarla. Se trata de dos personajes al principio poderosos: ambos son reyes, pero se encuentran desconcertados tras las consecuencias de sus propias acciones. Una situación de la que les será muy difícil alejarse. Para ello necesitarán emprender un viaje hacia terrenos que hasta ese momento les eran desconocidos y que, al final, les harán ser, a la vez, más sabios, más tolerantes y más infelices. Pero ello permitirá volver a civilizar el gobierno de la ciudad y redundará en beneficio de los gobernados.
Gilgamesh constituye el relato literario más antiguo del que tenemos noticia. El personaje alude a un rey histórico de la ciudad de Uruk. en la antigua Mesopotamia (hacia 2750 a. C.). Los cinco textos más antiguos que se conservan datan de alrededor del 2100 a. C. Están escritos en sumerio, la lengua culta de la época, no emparentada con ninguna otra lengua hoy conocida (la narración que hoy se considera estándar de la epopeya se basa en una versión posterior escrita en acadio).
La fascinación moderna que sigue ejerciendo el personaje se basa en la atemporalidad de sus temas: la ciudad, los excesos del poder, el amor, la vulnerabilidad sobrevenida y la necesidad de acceder a una sabiduría perdida a través de un difícil y trágico viaje alejado de la arrogancia y de las seguridades previas. Gilgamesh es al principio un gobernante indiscutido, pero despótico para sus súbditos. Para poner remedio, los dioses envían a Enkidu, un héroe que vive primero fuera de la ciudad en estado salvaje,pero que se civiliza a través del erotismo de una sacerdotisa enviada por el mismo rey. Así pasará a vivir en la ciudad, estableciendo una íntima relación con Gilgamesh después de combatir con él. El afán de Gilgamesh de adquirir fama inmortal (algo parecido a la actitud de Aquiles en la muy posterior Ilíada)lleva a los dos amigos a un combate con el monstruo Humbaba – que de hecho no amenazaba la ciudad-.Los dos amigos casi mueren, pero son ayudados por los dioses y, al final, Gilgamesh sigue de manera reacia el consejo de Enkidu y mata a Humbaba. Posteriormente Enkidu paga la afrenta: cae enfermo y muere. El dolor de Gilgamesh le hace descubrir su vulnerabilidad, su temor a enfrentarse con la muerte.
La sabiduría necesaria para ello no puede enseñarse con palabras, sino que uno mismo debe aprenderla. El héroe abandona la ciudad y emprende un viaje en pos de una inmortalidad imposible. Tras superar todas las pruebas y encontrar a Utnapishtim, el único hombre que ha alcanzado la inmortalidad (narración del diluvio universal en el que se inspira la posterior de la Biblia), Gilgamesh asume la fragilidad humana, cosa que le permitirá gobernar de forma tolerante, equilibrada y justa la ciudad de Uruk, a la que regresa. Ingredientes: la conciencia de los propios límites, el escepticismo frente a las seguridades morales, y la inevitable imprevisibilidad de las consecuencias de nuestras acciones. En definitiva, el poema habla de los olvidos de esa sabiduría profunda ignorada desde el poder.
El rey Lear de Shakespeare ofrece una de las más brillantes versiones del sentido trágico que envuelve todo lo humano. Es una obra sin concesiones hacia las bellas palabras morales o religiosas del autoengaño. El rey, cuando deja de serlo, emprende un viaje que le hace comprender, desde el dolor y la degradación personal, que estamos solos en un vacío anímico y cosmológico, en una soledad de dudas, deseos y pensamientos contradictorios. Y fuera no hay nada más. “Somos como moscas para los dioses. Nos matan solo por diversión”. Es difícil asumir que Cordelia muera y las ratas no. Alcanzar la sabiduría es un camino trágico que sólo se logra individualmente (como hace Gilgamesh). Incluso requiere la locura de Lear y la ceguera de Gloucester para alcanzar una verdad que antes no veían. “Es la plaga de nuestro tiempo que los locos guíen a los ciegos”. Al final saben que saben poco, pero lo que saben es más profundo que todas las cosas que antes creían saber. La política debe construirse a partir de la idea de que la humanidad pertenece a la naturaleza y de que es epistemológica y moralmente pequeña. Sólo con la sabiduría crítica que proporciona una débil y trágica desnudez se puede actuar justamente. Somos una realidad frágil. Nuestra única protección ante nosotros mismos es una sociedad política que evite la arbitrariedad arrogante de los comportamientos. Detrás de Shakespeare siempre resuenan el naturalismo escéptico de Montaigne y el cercano pensamiento revolucionario de Hobbes.
En las sociedades humanas se aprende poca historia y se aprende poco de la historia. Hay cosas que siempre las estamos aprendiendo. La historia de la humanidad tiene algo de renacimiento ignorante. Y todo ello tiene repercusiones políticas. Las democracias liberales y los estados de bienestar han sido conquistas históricas inimaginables hace poco más de un siglo, pero siguen mostrando deficiencias en el reconocimiento y la acomodación de las minorías y en la regulación de derechos sociales. Son democracias aún con demasiados olvidos.

Eric Laurent

Eric Laurent: “El efecto crisis produce una incertidumbre masiva”

Para el psicoanalista francés hoy la adicción al juego, al sexo, al trabajo, las toxicomanías… son síntomas de la desagregación de los lazos sociales devenidos de la crisis de las representaciones de la autoridad, entre otras. Allí Laurent revindica el papel del psicoanálisis, aunque “no produzca buenas noticias”

POR PABLO E. CHACÓN

Contra las certezas universales, el psicoanalista francés Eric Laurent reivindica el lugar desacoplado de su práctica en el régimen de discurso dominante en la época, el de la ciencia. Y cuestiona los resultados de las “soluciones” globales al dolor de vivir, aplastado por un optimismo mercantilista que no hace más que generar nuevos inconvenientes y una angustia que a falta de brújulas singulares, se oscurece por medio de fármacos, drogas, soluciones inmediatas, compulsión y placebos como el consumo sin freno y la felicidad obligatoria. Esta es la conversación que sostuvo con Ñ digital en un aparte de su participación en el VIII Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) que sesionó la semana pasada en Buenos Aires.
La crisis financiera global, ¿cómo encuentra a los analizantes, sometidos cada vez a efectos más nocivos que se venden como soluciones?
Los encuentra de manera más grave, más angustiados, perdidos. Diría que en los analizantes, el “efecto crisis” provoca una incertidumbre masiva. Esa angustia puede escucharse. Las cosas aparecen ensombrecidas. Existen más depresiones, una notable ausencia de deseo, según cada sujeto. Pero hasta los que están más animados, incluso los hipomaníacos, los que desafían al fetichismo del contexto, también están marcados.
Los síntomas ¿cambian, han cambiado en este año y medio?
Los síntomas son los que aparecen, los que ya aparecen: toxicomanías en general; todo (o casi todo) puede transformarse en algo adictivo; el juego, el sexo, el trabajo, etcétera; y como respuesta, al interior del discurso del amo, una mayor voluntad de vigilar, castigar, prohibir, que provoca en el sujeto, lógicamente, una creciente voluntad de destrucción. ¿Quieren prohibir? Entonces quiero más. Esto es muy común entre los jóvenes. Pero no sólo entre los jóvenes. Pero los jóvenes, de esa manera, demuestran la impotencia del otro, su megalomanía, sus maneras de sobrevivir a la punición. Porque también es evidente la transformación del ideal de juventud: ahora se trata de conseguir una juventud “eterna”.
¿Eso es lo que se llama la “infantilización generalizada”?
Digamos que la desagregación del lazo social es contigua a la caída de las representaciones de la autoridad y a las prohibiciones que implica. A pesar de que Freud dijo que en la cultura existe algo que no anda, un malestar, ahora hay un plus, un “más” que se intenta civilizar sin éxito, y que provoca el retorno de una voluntad de goce nueva, imparable. Y que por esa razón, de estructura, se produce un llamado de más vigilancia y más prohibición.
El sujeto del tardocapitalismo, inerme, desamparado, ¿cómo enfrenta la angustia?
El recurso más difundido hoy día es el uso de alcohol y drogas. Existen antecedentes: la prohibición del alcohol en los Estados Unidos durante un tiempo el siglo pasado. Esa política multiplicó los mercados negros y el consumo. Y lo mismo pasó con las drogas: prohibición, “permisividad”. Después, guerra contra las drogas. Y el efecto resultó el contrario al buscado. ¿Es una política? No lo descartaría. Ahora mismo, el consumo de drogas está globalizado. Y aparecen nuevas sustancias todo el tiempo. Además de mafias y armas a un nivel nunca visto. Y Estados de Derecho en peligro. México, por ejemplo, que está al borde de la catástrofe.
Legalizar el consumo, ¿no sería un principio de solución?
Es relativo. Pero sí cambiar de perspectiva. En la reciente cumbre de Colombia, el presidente de Guatemala dijo sobre este tema que habría que empezar a pensar en otro sistema. Y después lo hizo el presidente colombiano. Porque de atender a la dialéctica estadounidense sobre alcohol y drogas, el efecto es tanto un llamado al goce como a una mayor vigilancia. Pero liberalizar sin control es tan absurdo como soñar que se terminará la producción de sustancias. A mi juicio, no se trata de liberalización o prohibición total sino de adaptación: cómo puede ser regulada cada sustancia, para reducir el daño a los estados, a la gestión policial y a los sujetos. Eso implica un cálculo político. Entre el empuje al goce y la prohibición, el problema no se resolverá por una dialéctica que ya mostró sus resultados. Es necesario inventar instrumentos de orientación, incluso instrumentos legales nuevos para salir de esa falsa oposición, que es la doble cara de la pulsión de muerte.
¿Y qué está sucediendo con los llamados trastornos alimenticios, la anorexia, la bulimia, la obesidad?
Están en la misma serie anterior. Pero aclarando que esos males son propios de países que han “resuelto” el problema de la alimentación. Porque no es lo mismo en las zonas donde la comida casi no existe y lo que está en juego es la supervivencia. Pero en el caso de estar “resuelto”, puede verse que la pulsión oral es imposible de domesticar. Y tenemos también las dos caras: restricción o producción. Del lado femenino, existe una industria de la “belleza” anoréxica. Y del otro, la bulimia: en los Estados Unidos, en el lapso de una generación, se ha multiplicado el número de personas obesas. Y los factores son similares y distintos, y múltiples las determinaciones, como en el caso de las toxicomanías: destrucción del lazo social, ansiedad, demasiada azúcar, demasiada sal, producción de alimentos artificiales, etcétera. Y un dato nuevo: la voluntad de hacer desaparecer el tabaco… está muy bien: limitó el número de los cánceres de pulmón, pero sorpresa, aumentó la cantidad de casos de diabetes. Porque el tabaco era una manera de controlar el peso. Y el peso es un factor central en la diabetes.
Pero ¿no se hicieron estudios previos?
Existen médicos que reconocen que esos efectos -colaterales- no se calcularon. La  diabetes, ahora, es la causa de muerte más común en los países centrales. Esto no se puede resolver con una prohibición: prohibir el azúcar, el tabaco, la sal, las grasas. Esos son sueños… sueños de la razón que producen monstruos. Entre el empuje al goce y la prohibición, se producen impasses…
¿Cómo resolver esos impasses?
Creo que con soluciones “a medida”, para cada uno. Pensar soluciones globales, leyes universales que resuelvan esta situación, normas de salud impuestas por burocracias sanitarias, es otro sueño. Pero encontrar, cada uno, un camino entre estos impasses, eso es posible, de acuerdo a la relación particular que se tenga con el goce. Aclarando que el psicoanálisis no está en todos lados. Y que su dignidad como práctica implica cierto desajuste respecto a las normas de la civilización. El psicoanálisis no produce buenas noticias. No promete la felicidad inmediata. Pero lo más importante es que no es una ciencia. Y el régimen de discurso dominante es la ciencia. El psicoanálisis es una disciplina crítica, que constata los efectos de la ciencia. Es el discurso que comenta los efectos de la ciencia sobre la civilización. Y sobre los sujetos, uno por uno. Pero el modo de certeza del psicoanálisis también es criticado, es odiado, rechazado, porque no puede ser alcanzado fuera de la cura analítica.
¿Criticado, odiado, rechazado?
Efectivamente. Porque para obtener una certeza (singular), hay que pasar por la experiencia analítica. Eso es lo que se rechaza. La ciencia, en cambio, no supone ninguna experiencia singular. Supone la razón, el cálculo y el trabajo. El psicoanálisis ocupa un lugar extraño, como el de un inmigrante. Porque el orden simbólico, tal como se lo conocía, no existe más. Existen sólo las leyes de la ciencia. Pero la ciencia no puede dar cuenta de todo. La teoría de todo no existe. La difusión de la ciencia en este nuevo orden, hace que el sujeto sea enviado a sus angustias fundantes, sin saber cómo orientarse. Y la salida, en esta visible oscuridad, no parece pasar por las buenas intenciones, las religiones privadas o las variaciones new age.-