viernes, 10 de febrero de 2012

Ese contemporáneo llamado Rabelais


ALBERTO MANGUEL 20 DIC 2011
Con motivo del rescate de la obra maestra 'Gargantúa y Pantagruel', en una nueva y revolucionaria traducción, Alberto Manguel evoca desde la región de Rabelais la actualidad de uno de los espíritus más sagaces de todos los tiempos

Cada lugar tiene sus fantasmas. Más o menos eficaces, más o menos prestigiosos, los espíritus que pueblan un lugar influyen, digan lo que digan los escépticos, en nuestro comportamiento y nuestra imaginación. Yo he sentido esa sombra en casi todos los lugares en los que he vivido. Digo casi: Canadá, con su poca historia y demasiada geografía, es quizá el único país embrujado (como dice uno de sus poetas) por su falta de fantasmas. En todos los otros, en España bien se sabe, los fantasmas hablan.

El lugar donde vivo ahora, en Francia, al sur del Loira, entre la Turena y el Poitou-Charentes, yace bajo la contundente y fantasmal presencia de François Rabelais, humanista, médico, monje primero franciscano, luego benedictino, y por fin apóstata perdonado por el Papa en 1536. Fue uno de los espíritus más sagaces, más cómicos y más avanzados de todos los tiempos, y uno de los más grandes artesanos de lengua francesa. Para oponerse al anquilosado escolasticismo de su siglo, tomó dos célebres gigantes del folclore celta, Gargantúa y su hijo Pantagruel, y les inventó extraordinarias aventuras en un estilo deslumbrante y radicalmente nuevo. Entre los numerosos herederos de Rabelais están Joyce, Céline, Lezama Lima, Cortázar.

Me pregunto qué escribiría el autor sobre su pobre patria en estos días
Entre sus numerosos herederos están Joyce, Céline, Cortázar o Lezama Lima
La revolución industrial y la era electrónica han querido dar a los paisajes del Loira una flamante modernidad, pero el terco fantasma de Rabelais se ha opuesto. Un parque de diversiones dedicado a los medios audiovisuales, destellantes autopistas y trenes de alta velocidad, paquidérmicas torres nucleares que vomitan sus vapores hacia el cielo, groseras fábricas de armamentos y de productos químicos hacen alarde de presencia, pero pocos son los que creen en estos implantes, si no es como trágicos cotidianos. Lo cierto, lo arraigado, lo inamovible en esta región son: las piedras color mantequilla (el touffou como las llama Pantagruel); los torcidos árboles de los que se solía colgar a los monjes por las orejas en lugar de por el pelo, porque, como explica Gargantúa, son "tonsurados de cabeza"; las grandes abadías que recuerdan aquella famosa de Telema, fundada por el mismo Gargantúa, y cuyo lema era "Haz lo que quieras"; las tortas "hechas con buena mantequilla, buena yema de huevo, buen azafrán y buenas especias" como las que fueron devueltas por el padre de Gargantúa para ganar la paz (y tal como las vende mi panadera en la aldea vecina de Vellèches); y por supuesto el vino de Chinón, ciudad en la que el padre de Rabelais ejerció como abogado y donde Rabelais mismo nació en 1483 o 1484.

Chinón en Turena, cuenta Rabelais, es la primera ciudad del mundo, bautizada por el mismo Caín con el nombre de Cainon (o Chinón), "como después, siguiendo su ejemplo, todos los demás fundadores e instauradores de villas les han impuesto sus nombres". Es en Chinón que se halla el célebre Oráculo de la Botella, sitio mágico en el que el amigo de Pantagruel, Panurgo, oirá el imperativo "¡Trinch!", o sea, "¡Bebe!", que confirmará su destino. El traductor Gabriel Hormaechea -en la edición recién publicada por Acantilado- anota que trinch es tal vez "una llamada a la acción", un imperativo equivalente a la divisa de Telema que, junto a la orden "¡ama!" completa la de San Agustín, "¡Ama y haz lo que quieras!". Esto resume eficazmente la filosofía rabelesiana, que Hormaechea llama "una revelación dionisíaca" cristiana. Sin duda es así. Y quiero agregar que el nombre de mi aldea -Mondión- es una abreviación de Monte de Dionisio, y que sobre las ruinas de un templo romano dedicado al dios del vino fue eregida la pequeña iglesia que Rabelais pudo ver y cuyos vitrales miran hoy hacia mi jardín, detrás de cuyo muro puede verse la Torre de Marigny, otro de los nombres que Rabelais cita en obra.

He leído a Rabelais (con gran dificultad) en el original francés, en la ingeniosa y libre traducción al inglés que Thomas Urquhart y Pierre Le Motteux publicaron entre 1653 y 1694, en la versión alemana "explicada" por Horst Heintze y Rolf Muller, en la académica traducción al castellano de Eduardo Barriobero de principios del siglo pasado. En ninguna (y dada mi ignorancia del francés renacentista, ni siquiera en el original) he hallado la claridad de expresión, el desopilante humor, la notable invención, la clara inteligencia que acabo de descubrir en la traducción de Gabriel Hormaechea, publicada con un esclarecedor y erudito prefacio de Guy Demerson. La versión de Hormaechea es una pura maravilla y el lector español ya no tiene excusa alguna para desconocer la obra de Rabelais.

Leyendo a Rabelais hoy, gracias a Hormaechea, en su calidad de contemporáneo, me pregunto qué escribiría Rabelais sobre la condición de su pobre patria en estos días. La educación humanista que defendía contra "los asnos de la Sorbona" se está convirtiendo, bajo el gobierno de Nicolas Sarkozy y sus acólitos, en simple adiestramiento para siervos destinados a industriales y banqueros; la medicina higiénica que preconizaba contra los ineficaces e insalubres métodos de su época apenas resiste hoy los cortes financieros y las privatizaciones; sobre todo, la alegre inteligencia con la que batallaba contra la necedad y el obscurantismo es hoy menospreciada como improductiva. "¡Pensad menos, trabajad más!" fue hace dos años la recomendación de la entonces ministra sarkoziana Christine Lagarde. Contra tales abominaciones, ¿qué hubiese podido hacer el autor de Gargantúa?

El cómico inglés John Cleese dijo recientemente que ya le era imposible hacer filmes paródicos porque la realidad se había convertido en parodia de sí misma. Quizá también Rabelais hubiese pensado así. Sin embargo, aquello que escribió para burlarse del insensato siglo XVI pueda servir a los lectores del insensato siglo XXI. Quizá nuestra ceguera, nuestra estupidez, nuestra mezquindad no sean mayores que las de entonces, tan solo diferentes. En ese caso, las aventuras de Gargantúa y Pantagruel nos servirán para juzgar nuestra época no con estéril pesimismo, sino a carcajadas, ya que, como dice el propio Rabelais a sus lectores (de entonces y de ahora): "Más vale de risa que de lágrimas escribir, / porque reír es lo propio del hombre".

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