Por Daniel Ripesi
A Malena
Iban a mudarse y estaban felices. Habían encontrado una casa más amplia, que hasta tenía un pequeño jardín donde María, de cinco años, podría jugar al aire libre. Sin embargo, la niña estaba triste y bastante enojada con el cambio. Se le explicaban las enormes ventajas del nuevo lugar; se intentó tranquilizarla diciéndole que la compradora de la casa que dejaban estaba muy de acuerdo en que ella volviese cuando quisiera. Pero además ella se iba a llevar todas sus cosas, los juguetes, los adornos de su pieza, en fin, no iba a dejar nada. Pero María, indignada y acongojada, le contestó a su madre: “Es que no me puedo llevar el piso...”.
La niña no podía resignar ese territorio, para ella vastísimo e íntimo: el agujerito en el zócalo por donde entraban y salían miles y miles de hormigas, que a veces ella contrariaba poniendo obstáculos en su camino; los diversos (ínfimos, para una mirada desatenta) desniveles de las baldosas, distribuidas como terrazas escalonadas de un palacio, la mancha oscura en el parquet del living (de la que tanto se lamentaba mamá) que recortaba el espacio reducido de una laguna en la que los viajeros cansados se refrescaban antes de partir nuevamente hacia tierras extrañas (aunque otras veces esa misma mancha en una isla perdida, y entonces todo el piso de parquet era un mar).
En fin, cómo abandonar todo ese territorio existencial: esa mancha del living que se ajustaba a la medida exacta de su pequeño pie (pero que condensaba un millón de mundos posibles), el piso del baño que dibujaba un complicado laberinto que sólo ella podía descifrar, y en ese laberinto que cada vez cambiaba sus trampas y donde sin previo aviso cambiaba de lugar la salida, en ese laberinto mágico siempre había algún insecto desorientado al que ella tenía que ayudar.
Piso rascado, de a ínfimos fragmentos, con tanto esmero y pasión, por el dedito de su mano inquieta, desde cuando todavía había que apuntalarla con almohadones para mantenerla sentadita, piso babeado con generosidad cuando se lanzó, en errático gateo, a la exploración de sus confines, y, más tarde, puesto a temeraria distancia de sus manitos cuando se animó a dar los primeros pasos.
En el principio, ese piso fue para ella pura vastedad sin relieve, sin referencias, casi sin horizonte. Luego, poco a poco, la niña se fue atreviendo a unos pocos gestos mínimos de exploración que empezaron a construir (más que a “reconocer”) relieves y texturas, planicies y elevaciones: “lugares”. Lo que Donald Winnicott llama “gesto espontáneo” es un primer movimiento inmeditado del bebé que se aventura hacia lo extraño y ajeno para inaugurar allí mundos más o menos hospitalarios.
Para empezar, el bebé conquista el mundo escueto y seguro de “unos brazos que sostienen”. Más tarde –dice Winnicott–, el mundo sólo tiene sentido para un sujeto si se ofrece como una prolongación del “patio de atrás”. Los brazos de la madre son la carne de esa dilatada metáfora que llamamos mundo; desde esos brazos se atisba lo que pasa más allá. Y así se dan los primeros pasos, justamente hacia ese más allá que los cuidados maternos (si no son excesivos o inexistentes) trasforman en un territorio de juego. Si se cae de ese espacio de juego –que Winnicott llama “campo de fenómenos transicionales”–, nada y todo, demasiado y demasiado poco: el sinsentido. En ese campo de fenómenos transicionales, el absurdo no lleva al desencanto, la ilusión no lleva a la manía. Es un lugar construido para agasajar, un reparo donde –si fuera necesario– esconderse, donde mostrar sin exponerse excesivamente. Lugar de tránsito, de llegadas y partidas.
Pero a veces, laberinto, hábitat sin techo, campo minado. A menudo refugio infranqueable. Tiene sus sectores blandos, cenagosos, públicos y privados, lugar de estar, de descanso, con alero, con galería en el frente, de mosaicos frescos para recostarse un ratito en verano, y observar atento la marcha ordenada de las hormigas.
J.-B. Pontalis nos dice: “El instante necesita de un lugar para no desvanecerse del todo”. Me gusta esta idea porque, quizá, cada uno de nosotros no sea otra cosa que un inesperado instante o una serie de diversos instantes aislados (que hilvanamos ilusoriamente para darnos la sensación de poseer una historia), fogonazos o estallidos efímeros de pasión y deseo que necesitan de un piso firme donde afirmarse para dar lugar a una vida.
* Psicoanalista.
viernes, 10 de febrero de 2012
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