jueves, 9 de febrero de 2012

París. Eduardo Febbro

1 septiembre 2011, a la(s) 9:21
Desde París
Riego/ Pensando aún / Poder vivir. El poema ocupa un afiche rectangular colocado al fondo del Metro. Enfrente, un anuncio de tamaño similar promueve un portal de Internet de venta y alquiler de departamentos. Los dos mundos de París se miden en los subsuelos: realidad y metáfora, poesía y precios inabordables. Dos ciudades en una sola se persiguen y se ahuyentan: la que fue y aún fluye en instantes y lugares secretos, la ciudad de los poetas y bohemios creadores, y la que es cada día más: la ciudad de la exclusión, del fashion, de los precios surrealistas, de la paulatina expulsión de las clases populares. Ciudad deseo, ciudad casi museo. Burguesa, bella, espectacular, histórica y perversamente moderna. París es una experiencia a lo largo de su historia, una ciudad anticipación que desemboca en las crueldades del presente. Ha sido invadida por las marcas mundiales que extendieron su estrategia de dominación y fetichismo en cada rincón de París. Las marcas eligieron bien el campo de batalla. París era el territorio: ocuparlo era apoderarse de un espacio ideal, lleno de sentidos: el del arte, la libertad, los derechos cívicos y humanos, la moda, una idea única del espacio urbano, la buena comida, la cultura, el valor agregado de la historia y de quienes imprimieron sus huellas en ella. Las marcas salieron de cacería detrás de eso que el modisto norteamericano Ralph Lauren llamó “la cultura y el espíritu artístico de París”. Los absorbieron en beneficio de sus marcas y sus productos e hicieron de París una geografía fashion para seres fashions, para hedonistas pudientes robotizados por el consumo.
La guerra comenzó en los años ’90 con las grandes “griffes” de ropa que empezaron a desplazarse a la orilla izquierda del Sena, la Rive Gauche. En 1996 Christian Dior ocupó el local de la célebre librería Le Divan –Rue Bonaparte–.Al año siguiente vino Giorgio Armani. Le siguieron Ralph Lauren, Burberry, Brunello Cucinelli, Hermès, Yves Saint Laurent, Mauboussin, Stefanel, Napapijri, The Kooples, Kenzo, y, desde luego, las marcas internacionales de tecnología. La megaventana cultural que fue el Barrio Latino pasó bajo el reinado de las marcas (hoy se las llama “fashionistas”). La Avenida de los Campos Elíseos se ha vuelto también un emporio de vulgaridad comercial donde las marcas mundiales –ropa, autos, objetos tecnológicos, marcas de café, fast foods– desplegaron sus insignias. “Pensando aún poder vivir”, dice el poema del Metro. ¿Pero dónde?
¿Cómo hacer para escapar al magnetismo vacío de la marca y atravesar al fin el alma de la ciudad? Hay que caminar un rato y perderse en las calles de barrios cada vez menos auténticos para respirar el aire de la ciudad romántica y bohemia y sentir en la piel la visión del mundo que todavía se desprende de ella. Hay que refugiarse lejos de los signos digitales de la modernidad, del censo, de la ciudad megaconsumo, de la repetición de las normas dictadas por muchachos apuestos y mujeres sobrenaturales desde los anuncios publicitarios y las revistas de moda que luego terminan andando por las calles. Muñecos que rondan por la ciudad, ávidos de semejanza con la imagen congelada y decorada de Photoshop. Seres Photoshop. París es una madre indolente volcada en su belleza. La bohemia que la hizo célebre se ha desterrado hace mucho. Ciudad de ensueño convertida en Babilonia discriminadora encubierta en piel de la cultura y las buenas costumbres. La historia está a la intemperie ante la velocidad alucinante de la mercadería y su fetichismo expansivo. La ciudad de Cortázar, de Apollinaire, de Hemingway, de Picasso, ha ido retrocediendo ante el avance implacable de las tropas del marketing mundializado. No hay más bohemios sino inversores. Ya casi no quedan bares populares. Según el color de la piel, los extranjeros que viven en París son un juguetito que las campanas electorales manipulan a su antojo y las agencias inmobiliarias excluyen sin piedad. Encontrar un departamento con acento y piel morena es una gesta heroica.
Y sin embargo, poco sería París sin los extranjeros. Qué contaría la ciudad de sí misma sin James Joyce, Hemingway, Fitzgerald, Cortázar, César Vallejo, Picasso, Paul Auster y tantos miles y miles de artistas que vinieron por instinto y deseo y a quienes París les abrió sus calles y sus universidades con la misma constancia con que hoy se las cierra. Tejiendo líneas entre barrios y calles se podría diseñar el plano intelectual y político de varios siglos de historia estética y humana recorriendo las casas de poetas, novelistas, científicos, músicos, filósofos, escultores, revolucionarios, libertadores –San Marín vivió tres años en París, en la Rue de Provence; Juan Bautista Alberdi murió en la Avénue Carnot– y pintores que, en un momento de sus vidas, pusieron el ancla en París. Pero la ciudad universal y libertina se torna cada día más intransigente. París ya no admite ni el menor desandar por el código. Todos derechos, educados, en orden y en silencio. Ciudad oficial, para seres oficializados, cautos y con tarjeta de crédito. Las marcas no quieren caos ni desorden, sino consumo ordenado. Nada revela mejor su angustia ante cualquier contradicción que esas publicidades gigantes que promueven en el Metro sandías sin semillas. Los rebeldes y soñadores están en tierra hostil. Tienen demasiadas semillas en el alma. Alguna vez ésta fue su casa. Hoy es la morada del fashion y el consumo. Le quedan rendijas, túneles que conducen a su primitiva intimidad, pasajes de repentina reconciliación, instantes de magia donde todavía existe un aliento de autenticidad. Pero la realidad reaparece sin avisar, en la mesa de un restaurante. La comida, iconografía absoluta de la cultura francesa, también se pierde entre la competición de las marcas y las ganancias exorbitantes. El 70 por ciento de la comida que se sirve es precocinada en estructuras industriales, congelada y resucitada en los hornos del restaurante como si fuera auténtica.
La municipalidad hace esfuerzos para recuperar el patrimonio cultural que, desde los años ‘80, se fue diluyendo entre la especulación inmobiliaria y la fashion-invasión. Para ello alienta y financia la reinstalación de librerías y comercios culturales en los barrios. La misma municipalidad votó una directiva para reducir en cerca del 30 por ciento los espacios publicitarios. Los afiches electrónicos rompen las perspectivas urbanas, contaminan la visión de la arquitectura, de las simetrías. Pero el mundo de la marca es demasiado veloz, demasiado monstruoso para detenerse ante un programa oficial o la indefensa modestia de un libro impreso. Batalla perdida donde también fue perdiendo París. Ahora el alma de la ciudad está cautiva entre la bruma digital, la profanación de las marcas, el mal humor del racismo y los especuladores. La lucidez, sin embargo, no empaña el encanto. París vuelve a seducir siempre. Arraiga. Pero entre la capital de la moda y la capital del “fashion shopping” hay un abismo de frivolidad inerte. Estamos en la era de existencias que se consumen consumiendo. La visión de las piedras cargadas de tiempo e historia nos salva por un instante de esa aniquilación consciente. Las marcas lo saben mejor que nadie. Por eso ocupan París y sus emblemas y absorben la sabia depositada en este vasto y mágico territorio urbano. La ambición de posesión universal que está detrás de cada marca rehace la historia a su antojo, como ocurre con las libretas para tomar notas marca Moleskine. Estas libretas de tapas semiduras se venden con un argumento inapelable: en su época fueron utilizadas por Picasso, Matisse, Hemingway o Celine. Pero es mentira. La marca recién existe desde 1998 y es el resultado de una hábil operación de marketing que absorbió el valor agregado de la cultura para vender un objeto que no tiene ninguna relación con los artistas citados. Profanación de la memoria de los autores, o profanación de la memoria de los lugares, la meta es similar: robar el espíritu para pegar la insignia de la marca. París nos dice muchas cosas sobre el estado actual y futuro del mundo. La ocupación del pasado por el presente es una dinámica de la existencia. Su sacrilegio, en cambio, es una exclusividad del marketing de las marcas y de su fetichismo voraz. París ha sido uno de los escenarios del abordaje, la anticipación localizada de lo que le espera al espíritu humano si no abre los ojos, el corazón y la conciencia para defender la intangibilidad de las creaciones humanas. Riego/ Pensando aún / Poder vivir.
efebbro@pagina12.com.ar

Adriana Tedeschi"le quedan rendijas, túneles que conducen a su primitiva intimidad, pasajes de repentina reconciliación, instantes de magia donde todavía existe un aliento de autenticidad"...
1 septiembre 2011, a la(s) 9:23

El meditador socrático

4 septiembre 2011, a la(s) 9:35
Por Tomas Abraham

Cuenta la historia que en la ribera del río Rohini, al pie del sur de la cadena de los Himalayas, vivía el clan de los Sakya. Su rey era Suddhodana Gautama y la reina se llamaba Maya. Tuvieron un hijo al que llamaron Siddartha, que significa “todo deseo es satisfecho”.
El joven príncipe vivía en medio de riquezas, placeres, música, danzas, en las residencias en las que se alojaba de acuerdo a las cuatro estaciones del año. Sin embargo, y a pesar de una vida despreocupada, al privilegiado vástago lo inquietaba el problema del sufrimiento cuando se preguntaba por el sentido de la vida humana.
Luego de tener su primer hijo, Siddartha, a los 29 años, decide dejar el palacio, con un único sirviente, Channa, y su caballo favorito, Kanthaka, blanco como la nieve, para recorrer los caminos del mundo con el fin de hallar una respuesta a la verdadera naturaleza de la enfermedad, la vejez, y la muerte.
Vivió en la selva durante seis años, aprendió las prácticas ascéticas, y a los 35 años, un 8 de diciembre, el príncipe se convirtió en Buda. Había comprendido el misterio del ser.
Desde ese momento, hasta el día de su muerte, su enseñanza se basa en la transmisión de técnicas de control mental para no estar sometido a la rueda infinita del deseo, y para albergar en el corazón el sentimiento de compasión respecto del sufrimiento de los hombres.
En nuestras ciudades modernas del Occidente capitalista, dos mil quinientos años después, millones de personas orientan sus vidas por los principios básicos de la misma meditación que practicaba Buda, pero lo hacen ahora, en nuestro tiempo, en la era de la ciencia. A partir de diferentes tradiciones, miles de maestros, gurúes e instructores forman adeptos y discípulos en instituciones que se distribuyen por todo el mundo.
Hace más de tres años que soy lo que llaman un meditador. La técnica que aprendí es la de un gurú de la India cuyo nombre –Maharishi, seguro, pero algo más también– olvido cada vez que lo rememoro. Es el mismo maestro que tuvieron los Beatles y el que sigue David Lynch. Gurú Dev es el maestro del maestro. La práctica de la meditación que llevo a cabo se hace todos los días dos veces al día, treinta minutos cada vez.
Se cierran los ojos, se respira con calma, y se repite un mantra. El aprendizaje se completa con el recitado silencioso de sidis o sutras, imágenes-palabras, sobre las que la meditación continúa.
No se trata de tener la mente en blanco sino, por el contrario, dejar que la mente trabaje con la intensidad que lo hace siempre, hasta que se calme. Lo único que hay que evitar en lo posible es que surja una idea obsesiva que ocupe todo el espacio mental e impida la corriente de imágenes. Con el tiempo, el flujo mental deja de ser caótico, y las terminales neuronales de enorme voracidad, disminuyen su actividad. Se permite así pensar en pocas cosas, y en ciertos momentos no pensar en nada, y dejar que la respiración acompañe el mantra.
Esta media hora puede ser una eternidad. Pero no lo es. Es sólo media hora. No se hace nada, se cierran los ojos, se interrumpe la actividad cotidiana y si suena el celular se puede interrumpir la meditación, y el que quiere lo atiende, y el que no, no. Cuando la meditación termina, se estiran brazos y piernas y volvemos a las actividades acostumbradas.
Esta meditación se la hace sentado en una silla o en un sillón o en el piso, nunca acostado, y en ayunas. No es necesario practicar posiciones de yoga ni la flor de loto ni tocar los deditos índice y pulgar recitando el ohmm. Tranquilo y cómodo. Ni siquiera aislado, puede ser en un subte o en una plaza.
Por supuesto que esta tradición es una entre innumerables que han nacido en la India milenaria, y cada una tiene su propio prospecto de disciplinas espirituales. Yo mismo, hace décadas, tuve mi iniciación con otro gurú, Maharaji, luego de un accidentado viaje por Oriente.
La razón por la que busqué esta vez un profesor de meditación tenía que ver con mi sensación del tiempo. Nunca tenía tiempo. El tiempo se me va. Vivo apurado sin salir de un mismo lugar. Un estado de ansiedad y de inquietud ya es parte de mi normalidad. Vivo mi estancia terrestre con un tiempo compartido con la muerte. Es como si un posible Creador me pagara por hora. En lugar de hacer mi trabajo, pareciera que me lo quiero sacar de encima, para comenzar otro para sacármelo de encima.
Cada vez que me pica el brazo pienso que me lo van a amputar. Una hipocondría heredada no me hace la vida más fácil. Así y todo soy un tipo feliz.
No sé quién me corre. Sí, ya sé, el tiempo, el mismo que la mitología griega ilustraba como un devorador de sus propios hijos. Las explicaciones psicológicas abundan. Sacar de la galera del inconsciente las palabras reprimidas y los deseos disfrazados está muy bien. Pero mi último psicoanalista se cayó de la cama por querer atrapar un mosquito, se golpeó la cabeza contra la mesa de luz, y entró en coma. Murió.
No sé si será por la desdichada mesa de luz o no, pero no es la iluminación lo que busco. No creo en la inmortalidad. Ni en la sabiduría. Ni en el control mental. Ni en que se llegue a ser mejor persona por meditar. Se puede ser una bestia meditadora y un neonazi embebido en prana (hálito) dulzón. No soy un optimista cósmico.
Por deformación profesional, soy un hombre de palabras. Mi tradición indudablemente no es la budista sino la socrática por un lado, y la judía por el otro. Por la primera, me enseñaron que el pensamiento tiene que ver con la libertad, y el ser libre con el discutir lo que se me quiere imponer sin mi consentimiento. Por la judía, una exigencia dura conmigo mismo por estar siempre en falta por incumplimiento del deber ante quien nos ha elegido. Por algo los judíos hemos inventado la noción de “culpa”, y el Día del Perdón.
La meditación llamada por los azares de la traducción, “trascendental”, alisa en parte las aristas de mi doble cuna. Las hace más amables. En realidad, toda práctica que disminuye la tensión mental nos vuelve más pacientes, hasta podemos llegar a esperar un turno, de lo que fuere, sin desesperarnos.
Sin duda que existen las pequeñas molestias para quien dedica su vida a la dialéctica filosófica cuando debe escuchar las reflexiones de los instructores de meditación, y también en las lecturas de los textos sacros del Oriente.
Tuve la suerte de tener un instructor uruguayo, futbolero y que le gusta hablar de política, lo que me evitó esa suavidad exasperante de quienes vuelan alto y son vegetarianos. De todos modos, me recitan un cuento chino, otro hindú, una fábula en la que un discípulo camina por un sendero de rubíes hasta la cabaña de un maestro; me descubren una vez más, cuatro décadas después de la primera moda, las enseñanzas de Don Juan que es como volver a Woodstock en silla de ruedas, contemplo el fondo milagrero que embelesa a otros discípulos en estado de ensoñación entre fetal y senil, y soy testigo, al fin, de la buena nueva que me anuncia que la paz mundial, la felicidad, el éxito y la iluminación están garantizados si meditamos. Pero lo que puede estar garantizado, en todo caso, con la meditación, es mi paciencia benevolente con el marketing oriental que no impide que el tiempo no me corra como antes y que camine a mi lado sin apurarme tanto.
La meditación acompaña el trabajo y los días de nuestra existencia. Puede convertirse en una compañía y ser parte diaria como el cepillado de los dientes. Hasta sentir, en ciertos momentos, que somos como animales que dos veces por día, durante media hora, deben meterse en su madriguera, para no hacer nada. Es como volver un rato a casa y al cerrar los ojos, en realidad, apagamos la luz para viajar por nuestra mente. Pero no es un estuche, eso es lo extraño, la mente es un sobre abierto, conectado con el mundo, sin necesidad de verlo.
4 septiembre 2011, a la(s) 9:35
Por Tomas Abraham

Cuenta la historia que en la ribera del río Rohini, al pie del sur de la cadena de los Himalayas, vivía el clan de los Sakya. Su rey era Suddhodana Gautama y la reina se llamaba Maya. Tuvieron un hijo al que llamaron Siddartha, que significa “todo deseo es satisfecho”.
El joven príncipe vivía en medio de riquezas, placeres, música, danzas, en las residencias en las que se alojaba de acuerdo a las cuatro estaciones del año. Sin embargo, y a pesar de una vida despreocupada, al privilegiado vástago lo inquietaba el problema del sufrimiento cuando se preguntaba por el sentido de la vida humana.
Luego de tener su primer hijo, Siddartha, a los 29 años, decide dejar el palacio, con un único sirviente, Channa, y su caballo favorito, Kanthaka, blanco como la nieve, para recorrer los caminos del mundo con el fin de hallar una respuesta a la verdadera naturaleza de la enfermedad, la vejez, y la muerte.
Vivió en la selva durante seis años, aprendió las prácticas ascéticas, y a los 35 años, un 8 de diciembre, el príncipe se convirtió en Buda. Había comprendido el misterio del ser.
Desde ese momento, hasta el día de su muerte, su enseñanza se basa en la transmisión de técnicas de control mental para no estar sometido a la rueda infinita del deseo, y para albergar en el corazón el sentimiento de compasión respecto del sufrimiento de los hombres.
En nuestras ciudades modernas del Occidente capitalista, dos mil quinientos años después, millones de personas orientan sus vidas por los principios básicos de la misma meditación que practicaba Buda, pero lo hacen ahora, en nuestro tiempo, en la era de la ciencia. A partir de diferentes tradiciones, miles de maestros, gurúes e instructores forman adeptos y discípulos en instituciones que se distribuyen por todo el mundo.
Hace más de tres años que soy lo que llaman un meditador. La técnica que aprendí es la de un gurú de la India cuyo nombre –Maharishi, seguro, pero algo más también– olvido cada vez que lo rememoro. Es el mismo maestro que tuvieron los Beatles y el que sigue David Lynch. Gurú Dev es el maestro del maestro. La práctica de la meditación que llevo a cabo se hace todos los días dos veces al día, treinta minutos cada vez.
Se cierran los ojos, se respira con calma, y se repite un mantra. El aprendizaje se completa con el recitado silencioso de sidis o sutras, imágenes-palabras, sobre las que la meditación continúa.
No se trata de tener la mente en blanco sino, por el contrario, dejar que la mente trabaje con la intensidad que lo hace siempre, hasta que se calme. Lo único que hay que evitar en lo posible es que surja una idea obsesiva que ocupe todo el espacio mental e impida la corriente de imágenes. Con el tiempo, el flujo mental deja de ser caótico, y las terminales neuronales de enorme voracidad, disminuyen su actividad. Se permite así pensar en pocas cosas, y en ciertos momentos no pensar en nada, y dejar que la respiración acompañe el mantra.
Esta media hora puede ser una eternidad. Pero no lo es. Es sólo media hora. No se hace nada, se cierran los ojos, se interrumpe la actividad cotidiana y si suena el celular se puede interrumpir la meditación, y el que quiere lo atiende, y el que no, no. Cuando la meditación termina, se estiran brazos y piernas y volvemos a las actividades acostumbradas.
Esta meditación se la hace sentado en una silla o en un sillón o en el piso, nunca acostado, y en ayunas. No es necesario practicar posiciones de yoga ni la flor de loto ni tocar los deditos índice y pulgar recitando el ohmm. Tranquilo y cómodo. Ni siquiera aislado, puede ser en un subte o en una plaza.
Por supuesto que esta tradición es una entre innumerables que han nacido en la India milenaria, y cada una tiene su propio prospecto de disciplinas espirituales. Yo mismo, hace décadas, tuve mi iniciación con otro gurú, Maharaji, luego de un accidentado viaje por Oriente.
La razón por la que busqué esta vez un profesor de meditación tenía que ver con mi sensación del tiempo. Nunca tenía tiempo. El tiempo se me va. Vivo apurado sin salir de un mismo lugar. Un estado de ansiedad y de inquietud ya es parte de mi normalidad. Vivo mi estancia terrestre con un tiempo compartido con la muerte. Es como si un posible Creador me pagara por hora. En lugar de hacer mi trabajo, pareciera que me lo quiero sacar de encima, para comenzar otro para sacármelo de encima.
Cada vez que me pica el brazo pienso que me lo van a amputar. Una hipocondría heredada no me hace la vida más fácil. Así y todo soy un tipo feliz.
No sé quién me corre. Sí, ya sé, el tiempo, el mismo que la mitología griega ilustraba como un devorador de sus propios hijos. Las explicaciones psicológicas abundan. Sacar de la galera del inconsciente las palabras reprimidas y los deseos disfrazados está muy bien. Pero mi último psicoanalista se cayó de la cama por querer atrapar un mosquito, se golpeó la cabeza contra la mesa de luz, y entró en coma. Murió.
No sé si será por la desdichada mesa de luz o no, pero no es la iluminación lo que busco. No creo en la inmortalidad. Ni en la sabiduría. Ni en el control mental. Ni en que se llegue a ser mejor persona por meditar. Se puede ser una bestia meditadora y un neonazi embebido en prana (hálito) dulzón. No soy un optimista cósmico.
Por deformación profesional, soy un hombre de palabras. Mi tradición indudablemente no es la budista sino la socrática por un lado, y la judía por el otro. Por la primera, me enseñaron que el pensamiento tiene que ver con la libertad, y el ser libre con el discutir lo que se me quiere imponer sin mi consentimiento. Por la judía, una exigencia dura conmigo mismo por estar siempre en falta por incumplimiento del deber ante quien nos ha elegido. Por algo los judíos hemos inventado la noción de “culpa”, y el Día del Perdón.
La meditación llamada por los azares de la traducción, “trascendental”, alisa en parte las aristas de mi doble cuna. Las hace más amables. En realidad, toda práctica que disminuye la tensión mental nos vuelve más pacientes, hasta podemos llegar a esperar un turno, de lo que fuere, sin desesperarnos.
Sin duda que existen las pequeñas molestias para quien dedica su vida a la dialéctica filosófica cuando debe escuchar las reflexiones de los instructores de meditación, y también en las lecturas de los textos sacros del Oriente.
Tuve la suerte de tener un instructor uruguayo, futbolero y que le gusta hablar de política, lo que me evitó esa suavidad exasperante de quienes vuelan alto y son vegetarianos. De todos modos, me recitan un cuento chino, otro hindú, una fábula en la que un discípulo camina por un sendero de rubíes hasta la cabaña de un maestro; me descubren una vez más, cuatro décadas después de la primera moda, las enseñanzas de Don Juan que es como volver a Woodstock en silla de ruedas, contemplo el fondo milagrero que embelesa a otros discípulos en estado de ensoñación entre fetal y senil, y soy testigo, al fin, de la buena nueva que me anuncia que la paz mundial, la felicidad, el éxito y la iluminación están garantizados si meditamos. Pero lo que puede estar garantizado, en todo caso, con la meditación, es mi paciencia benevolente con el marketing oriental que no impide que el tiempo no me corra como antes y que camine a mi lado sin apurarme tanto.
La meditación acompaña el trabajo y los días de nuestra existencia. Puede convertirse en una compañía y ser parte diaria como el cepillado de los dientes. Hasta sentir, en ciertos momentos, que somos como animales que dos veces por día, durante media hora, deben meterse en su madriguera, para no hacer nada. Es como volver un rato a casa y al cerrar los ojos, en realidad, apagamos la luz para viajar por nuestra mente. Pero no es un estuche, eso es lo extraño, la mente es un sobre abierto, conectado con el mundo, sin necesidad de verlo.

El antihéroe y la casualidad

21 septiembre 2011, a la(s) 21:14
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-177204-2011-09-21.html
Por Daniel Goldman *
“No creo que seamos un naufragio tan radical de Dios; simplemente, uno de sus malos humores, un mal día.” Así se expresaba Kafka, en una conversación mantenida con Max Brod, la tarde gris del 28 de noviembre de 1920. Kafka, el más emblemático de todos los antihéroes, quien abrazaba a veces un pensamiento cuasi-nihilista, resultó ser el escritor que con mayor convencimiento pudo relatar a través de sus cuentos y novelas el devenir histórico de una humanidad que, a la deriva, todavía no recobró la sensatez desde que fue expulsada de un simbólico paraíso, por allá en la antigua Biblia. Fueron él y Agnón los dos profetas malditos quienes previeron la oscuridad que sobrevenía sobre Europa, no la de ahora sino la de antes. Interesantemente, si uno recorre la historia de Praga y los regímenes de los últimos 60 años, va a descubrir que dependiendo de los humores o las relaciones de la realpolitik, este personaje flaco y desgarbado podía por momentos llegar a ser héroe nacional, siendo, como parte del protocolo, su casa-museo un lugar de visita obligado para los invitados oficiales del extranjero, o podía ser absolutamente ignorado y hasta prohibido. Un verdadero antihéroe, si es que la verdad no miente. Y la verdad no miente. Mienten las interpretaciones coyunturales de los regímenes. En cuanto a la humanidad, si hubiese comprendido mejor qué noble enseñanza le había sido brindada a través de los antihéroes como Kafka, hubiese entendido con mayor eficacia su esencia. Sólo se trataba de leer sus cuentos, y tal vez se hubiese evitado alguna que otra guerra. De esas que dejaron millones de muertos.
Me gustan los antihéroes. Me someten a mí mismo a las pruebas más intensas. Me agotan. ¡Vivan los antihéroes!, gritaré a viva voz durante el próximo Mayo Francés, si París me albergase en el devenir de mi existencia. Porque al del pasado, como a muchos otros, ya llegué tarde. Por edad y geografía sólo pasé cerca del Cordobazo. Y antihéroes por estas latitudes no faltaron.
Transitando por las letras, acabo de descubrir a otro antihéroe. Como el checo, también critica a Dios y tiene con qué. Es uno de los grandes. Inclusive mayor que Kafka. Se llama Marek Edelman. Fue el segundo comandante del levantamiento del Gueto de Varsovia. Breve historia: los nazis, con el fin de aniquilar finalmente a los judíos de Varsovia, crearon el gueto en 1940, cercando seis kilómetros y medio mediante un alto muro protegido por alambradas de púas. El comandante de la SS relató que sus tropas estuvieron envueltas en batallas campales contra la resistencia judía durante días y noches con grupos de entre 20 y 30 personas. Un puñado de jóvenes contra todo un ejército. La última batalla se libró el 8 de mayo del ’43, cuando unos 80 combatientes liderados por Mordejai Anielewicz lucharon, prefiriendo algunos la propia inmolación antes de caer en manos de los nazis. La autodefensa en el gueto fue un hecho. “Esa fue –ésa es– la victoria”, dijo Mordejai en una carta a Marek, su lugarteniente.
Después de la guerra, todos los años se realizan actos conmemorativos en Polonia. Pero este lugarteniente-sobreviviente fue tan antihéroe que evitó participar de dichos eventos, propios de la agenda varsoviana. Porque el antihéroe reconoce que luchó como luchó y se salvó gracias a una ecuación laberínticamente sofisticada llamada “casualidad” y por eso no le agradan los reconocimientos. “Hagan un homenaje a la casualidad, no a mí”, imagino que diría un personaje como Edelman. Fue médico en Varsovia, y aprendió el arte de la medicina después de la guerra desarrollando una gran carrera profesional. Muy pocos fueron mejores que él, cuentan algunos y otros. Porque en la guerra se instruyó del arte de hacer sobrevivir, que resulta diferente a hacerse sobrevivir a sí mismo. Este hombre, como cada sobreviviente, sin duda alguna vio más cadáveres que cualquier practicante y que muchos sepultureros. Lo digo yo que me crié entre ellos.
Edelman abusa del silencio, que resulta ser una de las mayores marcas que puede dejar impregnada la inteligencia. Abusar del silencio significa decir demasiado, porque implica hacerse cargo de su vida. Para ser no hay que contar tanto, ni que te feliciten o te tengan lástima. Sólo habla en demasía el héroe prefabricado. Y por lo general habla desde la nostalgia –que es la forma extrema de nuestra incapacidad para enfrentarnos con la memoria–, como dice Manuel Cruz –porque la nostalgia con su justificada mala fama glorifica un momento imaginario, aceptando que lo más significativo de la propia existencia ya ha sucedido–. En cambio el antihéroe tiene en claro que no hay actos épicos. O que tal vez, y de manera mucho más profunda, la épica consiste simplemente en salvarse y no en disparar con un rifle. Y de nostalgia eso no tiene ni una bala.
En Ganarle a Dios –título del libro en el que la reconocida periodista polaca Hanna Krall entrevista al antihéroe–, Edelman relata la conversación que tuvo con uno de esos “héroes” estadounidenses que desembarcaron en Normandía, esos que como en las películas de Spielberg corren bajo las ráfagas del fuego unos quinientos metros. Esas ráfagas que los hacen de manera soberbia transformarse en los propietarios de lecciones de aquello que se debe hacer y de lo que no. “Uno debe correr” o “uno debe disparar”. Y la arrogancia que produce la heroicidad hasta le permite vituperar un “ustedes iban como corderos al matadero”. No existe mayor modo despectivo que demuestre insolvencia emocional que la capacidad de decir “ustedes iban como corderos al matadero”. Frase demoledora que demuestra que los efectos de la irresponsabilidad verbal resultan ilimitados y que corroboran que la vida da oportunidades para quedarse callado y parecer inteligente. Es ahí donde el antihéroe interviene como contrapunto, cuando le responde al héroe (que tiene alguna que otra cicatriz, y una condecoración abrochada en su pecho), que la muerte en una cámara de gas no es peor que la muerte en combate y que una muerte sólo es indigna si uno trató de sobrevivir a costa de alguien. Sólo esa frase suena como un cachetazo proferido por un padre curtido de historias inenarrables a flor de piel. Como la historia que cuenta Edelman, sobre la madre que tapa la boca de su hijo recién nacido que lloraba, hasta darse cuenta de que el llanto cesó por el ahogo del niño. Todo esto para que no delate al grupo que ella integra, y que estaba escondido debajo de alguna alcantarilla de la calle Mila, ahí en la Varsovia hecha escombros. Esta misma historia la había escuchado de pibe una noche de la Pascua Judía de boca de mi viejo, partisano, sobreviviente de la guerra. Sólo que no la creí. Ahora la corroboro. Disculpá, viejo. Porque para mí sólo existían los héroes y no los anti. Y disculpá también porque poco importa que las cosas ocurrieran como se las cuentan. Si fueron parecidas, ya son lo suficientemente terribles.
Bajo el sol del mediodía, hace pocas semanas visité la tumba de Edelman en el cementerio judío de Varsovia. Pronto se cumplen dos años de su fallecimiento. El cementerio es del único lugar de donde nadie se escapa. Fue en ese descuido, en el de la muerte, que los que lo admiramos lo agarramos de improviso y aprovechamos para homenajearlo.
* Rabino de la Comunidad Bet El.

Julia Kristeva: "Psicoanálisis y literatura son la misma cosa"

12 noviembre 2011,
POR Mauro Libertella, revista eñe
Lacan en la pampa
Una de las razones más nítidas por las que la obra de Kristeva tuvo semejante trascendencia en nuestras costas es, desde luego, el modo tan propio con el que reelabora y metaboliza las líneas centrales del psicoanálisis, una disciplina que encontró en nuestro país una devoción inaudita. Inclinada siempre a cruzar imaginarios, pensó el psicoanálisis a través de la literatura y la literatura a través del psicoanálisis, en un juego de espejos invertidos, ampliación del campo de batalla para una y otra disciplina. Así, en Sol negro. Depresión y melancolía , por ejemplo, lee la obra de Marguerite Duras para rastrear, en un gesto crítico quirúrgico, lo que llama “figuras melancólicas”. Pero, ¿cómo pensar simultáneamente la literatura y el psicoanálisis sin caer en la trampa del ‘psicoanálisis aplicado’?, le preguntamos. “El psicoanálisis y la literatura son la misma cosa –dice, y traza una conciliadora pausa antes de seguir–. Salvo que una publica, y la otra guarda su descubrimiento para vivir mejor. Pero es la misma dinámica psíquica, que consiste en barrer todo lo que es palabras cansadas y modos de vida aburridos, contar un nuevo aliento, cambiar el modo de hablarse a sí mismo y de nombrar las cosas y ligarse a los otros. Algunos logran darle un lugar a esa experiencia del lenguaje e inscribir esa recreación de la intimidad y de lo personal en una tradición cultural como la literatura. Hacer una obra que se sitúa después de Balzac, o Dostoievsky o Cervantes, formar parte de una memoria cultural... para eso toman la fuerza de pulir su lenguaje, buscar un editor, ir a la televisión a publicitar su libro. Otros no dan ese paso, y se contentan con volver a casarse, o cambiar de profesión, o dejar de beber, o simplemente estar enamorados habiendo pensado que eran incapaces de amar. El laboratorio donde sucede ese click es el mismo”. En su propia práctica profesional como analista, Kristeva dice profesar la sesión prolongada, de base más bien freudiana, que busca el punto ciego para destrabar la inhibición y el síntoma. Sin embargo, la idea lacaniana del inconsciente estructurado como un lenguaje le sirvió para pensar ese proceso terapéutico desde el prisma de la lengua, y conjugar así sus campos de especialidad. Una preocupación por el lenguaje en el interior del discurso y la práctica psicoanalítica que a su modo ya estaba en el primer Freud pero que Lacan, según Kristeva, amplificó y llevó a un estadio altísimo.
Recrear nuevos ideales
El concepto de revuelta es, desde luego, otro de los pilares centrales de la arquitectura kristeviana, y es uno de los tópicos de mayor longevidad en su derrotero pero que, al mismo tiempo, encuentra hoy una pertinente actualidad. Su último trabajo en esa línea tuvo edición española en 2000 y se tituló El porvenir de una revuelta .
Escuchémosla: “Dediqué muchos años a estudiar lo que llamo la revuelta. Como soy de formación lingüística, me dediqué primero a entender el significado de la palabra, que tiene origen sánscrito, y quiere decir pasar hacia atrás y volver hacia el futuro. Una memoria fuerte de la transformación, pero que no es nunca una negación del tipo ‘estoy en contra y mato eso’. El sentido profundo de la revuelta tiene que ver con revalorizar los antiguos valores para que surjan otros, nuevos. La palabra ‘volumen’, por ejemplo el volumen de un libro, cuyas páginas doy vuelta para aprender, viene de la misma raíz. Esa fuerza que mira hacia el futuro aprendiendo algo del pasado es la que me interesa. Otra significación que es muy querida es la que desarrollé en La revuelta íntima . Acá va a hablar la psicoanalista. Contrariamente a lo que se dice, el psicoanálisis no es algo viejo o rígido. Es una técnica que consiste en reapropiarse del pasado propio, de los padres y de generaciones anteriores, para construirse una secularidad: ¿quién soy, cuál es mi singularidad, como la puedo compartir con los otros? Estamos en la civilización de Internet, de los mensajes de textos, de Facebook. Es algo maravilloso, que incita a revueltas en el mundo árabe, por ejemplo, pero como otras cosas también tiene trampas. La trampa que me interesa puntualizar es que nos mantenemos a un nivel horizantal, no acelera la comunicación pero no se cuestiona aquello que se comunica. Uno no se pregunta por los sistemas de comunicación. Y en Francia se llega a decir incluso que la gente comunica por ‘elementos de lenguaje’. Lo que se pierde en este proceso es el lugar de interrogación de la persona, y es allí donde se ubica la especificidad de nuestra civilización, la de las luces, en la que cada ser humano es capaz de poner en problematización a sí mismo y a los otros. Y es esa capacidad de problematización que crea la experiencia humana lo que hace de cada uno de ustedes un maestro. Hannah Arendt, cuando se le preguntó cuál es la manera de combatir contra la banalidad del mal, dice que hay que restituir la capacidad de pensar libremente, plantearse preguntas, que es lo contrario de calcular mensajes. La mayoría de ustedes acá son universitarios: la universidad tiene como finalidad evitar que las personas se vuelvan calculadores de mensajes. Y para eso hay que apropiarse del pasado, pensarlo, y hacer algo nuevo. Esa es la revuelta contemporánea”.