viernes, 10 de febrero de 2012

La eterna obstinación de las hadas

El estreno reciente de “La chica de la capa roja”, una adaptación del clásico de Perrault, es punta de lanza de un fenómeno en ciernes: el remozado interés de la industria del cine por Los cuentos infantiles tradicionales.
Por Sebastian Martinez Daniell
Borges llegó a postular que la historia de la literatura se reduce a la reiteración de cuatro relatos. El que cuenta los avatares de una ciudad sitiada y defendida por hombres valientes, el que narra el regreso del héroe a su patria, el que sigue el derrotero de una búsqueda y el que mitifica el sacrificio de un dios. “Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas”, concluye el apólogo (“Los cuatro ciclos”) incluido en El oro de los tigres . Al reformular esta idea, puede decirse que los anales de la narrativa son, inversamente, el recuento de los intentos que, con mayor o menor fortuna, ha hecho la Humanidad por escapar de esos cuatro moldes primigenios. La pulsión por encontrar, al fin, un argumento que exceda los límites que imponen, por citar algunos nombres posibles, La Ilíada , La Odisea , el viaje de los argonautas y el Nuevo Testamento.

En esta persecución de relatos originales, la Edad Media europea logró hallar, oculto entre los mitos forestales, un nuevo canon. En las oscuras aldeas medievales, dominadas por el sincretismo entre el Vaticano y los ritos paganos, se alumbró un nuevo relato. Una historia que cuenta cómo los niños se transforman en hombres y mujeres, cómo son tentados por los placeres de la carne, cómo son consecuentemente sancionados y, finalmente, perdonados en su regreso al redil de los límites sociales. Porque lo que hoy llamamos cuentos clásicos infantiles, con leves variaciones y alguna excepción periférica, no son otra cosa que eso: una advertencia destinada a los más pequeños, en la que se los instruye sobre los riesgos del deseo. El cuerpo de las vírgenes sangra en la pubertad, pero su hemoglobina queda sublimada en una caperuza roja o bien la hemorragia sólo afecta al dedo que se pincha con el huso de una rueca. La nínfula que amenaza el privilegio sexual de sus mayores es lanzada a la yerma soledad del bosque o de la inconciencia. El ansia de los cuerpos jóvenes se expone pero no en su aspiración carnal, sino en la gula descargada sobre una casa construida con artificios de repostería.

La salvación del cuerpo anhelante suele llegar con un beso redentor. Es decir: con la consumación física del deseo. Pero sólo bajo ciertas condiciones. Una vez besada, la protagonista contraerá matrimonio con su amor verdadero y, recién entonces, vivirá feliz por siempre. A veces, ni siquiera eso. El alivio se alcanza directamente aniquilando la tentación: se mata al lobo, se quema a la bruja, los cuerpos recuperan su naturaleza pueril y todos contentos.

Se sabe que estas leyendas sufrieron un proceso histórico de pasteurización que las fue despojando de sus elementos más explícitos. Quienes dieron el primer paso son hoy celebérrimos: Charles Perrault, Jacob y Wilhelm Grimm, Hans Christian Andersen. Ninguno de ellos recopiló los mitos medievales pensando en los niños. Más bien, creían ser filólogos que rescataban la tradición oral para brindar fábulas morales que sirvieran a toda la sociedad. Pero debieron aceptar en algún punto de sus carreras, resignados o no, que su trabajo quedaría inmortalizado en las cortezas cerebrales infantiles.

Hacia fines del 1800, los cuentos de hadas ya eran títulos infaltables en las bibliotecas de las familias burguesas que pretendieran enviar a sus hijos a dormir luego de una dosis de influjos moralistas. Luego de triunfar también sobre las tablas, e iniciado ya el siglo XX, previsiblemente, este puñado de relatos llegaría al cine. Y una vez instalados en la pantalla, alcanzarían un estatuto universal que admitiría todo tipo de actualizaciones, reversiones, farsas y alteraciones.

Basta con buscar “Blancanieves” en una base de datos especializada para que Internet nos devuelva más de 60 resultados, que incluyen desde películas animadas hasta productos de la industria del porno. Desde la canónica Blancanieves y los siete enanos , con la que Walt Disney incursionó en 1937 por primera vez en el largometraje animado, hasta Blancanieves y los siete marineros , que sólo se consigue en tiendas de filmes condicionados.

Ese relato pletórico de sacarosa que es Hansel y Gretel ya tenía su primera y cándida versión fílmica en 1923, de la mano de Alfred J. Goulding. Hace sólo cuatro años, el director coreano Pil-Sung Yim aún dividía opiniones con una puesta algo perversa y aburrida de la historia. Entre uno y otro extremo, el mismo cuento llegó, metamorfosis mediante, más de medio centenar de veces a las salas.

Los resultados de cualquier pesquisa relacionada son similares. Ya sea que uno busque La cenicienta , La bella y la bestia , La sirenita o los cuentos de hadas de “segunda generación” como Peter Pan , El Mago de Oz y Pinocho , la conclusión es siempre la misma: el cine, y en particular Hollywood, han tenido en carpeta a los clásicos infantiles desde que existe el celuloide y ese maridaje parece no tener retorno. No obstante, un fenómeno nuevo llama la atención. Los ejecutivos del aparato industrial cinematográfico han vuelto a fijar su mira en estos relatos con inusitada simultaneidad y virulencia, al punto de anunciar al unísono para el próximo trienio, al menos, una decena de nuevas versiones de estos cuentos tradicionales.

La bella durmiente , por ejemplo, es hoy objeto de dos adaptaciones. Una será protagonizada por la adolescente Hailee Steinfeld y contará las desventuras de una joven atrapada en un entorno onírico del cual debe escapar. La otra propuesta llegará desde Australia, será estelarizada por Emily Browning y tendrá un componente erótico más destacado. Y, como postre, se rumorea que Disney tiene avanzado un proyecto llamado Maléfica , centrado en la figura de la bruja, con Angelina Jolie encabezando el elenco.

Idéntico revuelo causa en los escritorios de Hollywood la figura de Blancanieves. Por un lado, llegará una versión con Julia Roberts en el papel de la malvada reina, que esta vez deberá enfrentar una rebelión encabezada por la heroína y sus siete escuderos. El mismo rol cumplirá, en otro filme, Charlize Theron, cuyos enemigos serán encarnados por Kristen Stewart en el papel de la joven exiliada y, tal vez, Viggo Mortensen como el cazador arrepentido. Hay una tercera variante, más estrafalaria, que reuniría a Natalie Portman y a Jet Li: la protagonista será una joven británica del siglo XIX, el bosque será Hong Kong y los enanos, siete monjes shaolin .

La lista no termina ahí. Se prepara Oz , una precuela de El Mago de Oz con James Franco y Mila Kunis; se está filmando Hansel y Gretel: cazadores de brujas , con Gemma Arterton y Jeremy Renner; y está en marcha una adaptación violenta de Peter Pan , con Chaning Tatum en Neverland. Además, habría que sumar a esta nómina las ya estrenadas Alicia en el país de las maravillas , con Johnny Depp, y La chica de la capa roja , con Amanda Seyfried. Y es casi un hecho que este recuento quedará inmediatamente desactualizado.

Entonces, la pregunta deberá girar de modo invariable sobre las causas de este aluvión. ¿Por qué esta repentina desesperación por los cuentos de hadas en los albores del siglo XXI? La respuesta no hay que buscarla en Shrek , el ogro animado que clausuró por algún tiempo la posibilidad de construir cinismo y humor en torno a estos clásicos. Y tampoco en Alicia en el país de las maravillas , porque el cine de Tim Burton resulta, aún en sus peores expresiones, esquivo a la nomenclatura.

En cambio, La chica de la capa roja , que también ha funcionado como cabecera de playa de este movimiento, ofrece pistas esclarecedoras. El primer síntoma es la elección de su directora: Catherine Hardwicke, quien no tiene más pergaminos que haber realizado Crepúsculo , capítulo inicial de la taquillera saga sobre vampiros y licántropos teenagers . Para comprender el segundo indicio hay que ver la película y presenciar cómo aquel relato, nacido de la imaginación feudal y luego esterilizado, ha recobrado vida orientando sus zarpas hacia un nuevo nicho de mercado. Esta Caperucita Roja, ambientada en el medioevo, no tiene grandes méritos, más allá de censurar la política interna de los EE.UU. tras los atentados de 2001.

Pero, al margen de las interpretaciones, deja una cosa en claro: no es para niños ni es para adultos. Con tenues pizcas de oscuridad y sensualidad, los cuentos de hadas se han transformado ahora en un argumento de venta destinado al bolsillo de ese poderoso complejo de consumo que es la adolescencia. Hacia ese blanco, pareciera, estarán destinados todos los misiles que el cine disparará en los próximos años al amparo de los relatos de los Grimm, Perrault, Barrie, Carroll y compañía.

De todos modos, hay una pregunta que sigue sin respuesta. ¿Por qué se cae en esta reiteración obscena de premisas argumentales, por qué ya no surgen en el cine relatos originales que puedan complacer el gusto adolescente? En este punto, habrá que citar parcialmente a Borges y concluir que en las oficinas de los grandes estudios sólo circulan cuatro historias (o seis, o diez, pero no muchas más), que Hollywood nos seguirá narrando durante años, apenas transformadas.

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