El académico Marcelino Fontán propone una mirada diferente para el 25 de Mayo: observar cómo la facción de Moreno, Castelli y Monteagudo planteaba la igualdad de criollos e indígenas. Y de qué manera la Generación del 80 borró de la historia oficial ese ideario.
“Sin alterar los discursos americanistas no se podía justificar el genocidio indígena”, plantea como hipótesis el antropólogo Marcelino Fontán. Para este académico, la desaparición ideológica de los revolucionarios de 1810 fue condición para (y potenció) la negación del exterminio indígena delineado y ejecutado por la generación del ochenta. Aunque material historiográfico da cuenta de que Manuel Belgrano o Bernardo Monteagudo promovieron la igualdad entre indígenas y criollos, esta historia no fue aprehendida en el imaginario social argentino. El postulado multicultural de principios del siglo XIX fue despedazado por otro ideario que se cristalizó en la matanza de los pueblos originarios del sur, a finales del mismo siglo. Antes, después y durante, sostiene Fontán, una maquinaria simbólica hizo posible que el grueso de la sociedad asimilara, sin cuestionamientos, el exterminio físico y cultural de los habitantes ancestrales de estas tierras. Ese programa político y económico “llega hasta la actualidad”, bajo nuevas formas de avance sobre territorios indígenas.
El antropólogo, profesor titular en la maestría en Antropología Social de Flacso y docente de la cátedra de Salud y Derechos Humanos (Medicina-UBA), propone reconstruir “un vínculo que fue cortado”, el de las comunidades indígenas y los revolucionarios de Mayo. Y como forma de divulgación de esta historia, sugiere crear en el Espacio de la Memoria un pabellón que dé cuenta del “plan sistemático, que incluyó secuestros, robo de personas, privación de identidad”, que padecieron las comunidades aborígenes.
Fue justamente en la ex ESMA, durante el IV Seminario Internacional de Políticas de la Memoria (Ampliación del campo de los derechos humanos. Memoria y Perspectivas), que Fontán expuso esta hipótesis. “¿Punto final?”, cuestionó acerca del genocidio originario y la desaparición cultural de la generación americanista de la Independencia. Junto a Página/12 amplió estas ideas, ante un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo.
–Matanzas de aborígenes existieron en varios momentos, ¿qué impronta particular tiene la impulsada por Julio Roca?
–El genocidio indígena está a lo largo de toda la historia colonial, pero el Estado argentino, entre los años 1879 y 1880, en la llamada Campaña del Desierto de Roca ejecuta un genocidio físico y cultural con un plan sistemático: negación de identidad, secuestros, apropiación de personas. El exterminio de esas poblaciones como tales era el gran objetivo. En muchos casos, esos pueblos continuaron en estado de sometimiento con intervenciones violentas, vinculadas con la explotación como mano de obra o a la represión ante la resistencia. Lo mismo ocurrió en la Campaña del Chaco, que empezó cuatro años después que la de la Patagonia, a cargo del general Benjamín Victorica. Allí, además de toda la lógica utilizada en el sur, se puso el acento en el sometimiento físico para así garantizar trabajadores para los obrajes e ingenios de las grandes empresas.
–Ese genocidio tuvo como manto discursivo la existencia de un otro que debía ser exterminado porque era “salvaje” o “no educable”, ¿qué ocurrió entonces con los postulados indigenistas de principios de siglo?
–Esos genocidios son resignificados en la historia como una expansión de la civilización frente al mundo salvaje. Lo interesante es que, décadas antes, la fracción de los americanistas de Mayo compuesta por Mariano Moreno, Juan José Castelli, Bernardo Monteagudo, Manuel Belgrano y José de San Martín tenía una posición frente a la cuestión indígena que planteaba la igualdad absoluta de todos ante la ley. Tomaron las ideas de la revolución francesa, las llevaron a la realidad americana y la hicieron extensiva a la población negra, indígena y criolla.
–¿Cómo se tradujo eso en la práctica?
–Monteagudo, Moreno y Castelli eran abogados que estudiaron en la Universidad de Chuquisaca (actual territorio de Sucre, Bolivia) y allí recibieron la memoria oral de la rebelión de Túpac Amaru II (Gabriel Condorcanqui), de 1780. Y como abogados defendían causas indígenas contra la explotación de esos pueblos en las minas.
–¿De qué forma plasmaron en lo institucional esta concepción de igualdad?
–Tenían un proyecto común. Por ejemplo, Monteagudo es una figura dejada de lado, que tiene una trascendencia enorme en este sentido. Entre otras acciones, redacta la proclama de Chuquisaca del 25 de mayo de 1809, donde la reivindicación de la libertad para el indígena es central, y junto a Castelli, en la campaña del Alto Perú, realizaron la proclama de Tiahuanaco, que eliminaba toda forma de servidumbre de los indígenas. Monteagudo tiene un paralelismo bastante fuerte con la figura del Che. Fue un tipo que estuvo en todos los movimientos revolucionarios, con un papel activísimo para concretar este ideario americanista.
–¿Cuándo se empiezan a silenciar estas voces?
–Aunque fue un largo proceso, el recorte de estos discursos, resignificados en términos donde se vuelven inocuos, toma fuerza cuando se comienza a reescribir oficialmente la historia por la Generación del Ochenta. En 1882 es citado el primer Congreso Pedagógico Nacional por el gobierno de Roca. Allí se establecen los planes de estudio que apuntan a una población inmigrante, recién llegada y sin memoria. Reciben un relato histórico que justifica el nuevo modelo de país. Eso se enmarca en un operativo cultural, que también incluye a la literatura, la plástica, la ciencia. Es decir, sin alterar los discursos americanistas no se podía justificar el genocidio indígena.
–¿Cómo se manifestó esa maquinaria?
–Por ejemplo entre 1884 y 1887, Estanislao Zeballos escribe su famosa trilogía donde da una versión de las costumbres de “los salvajes” cargada de valoraciones negativas, que contribuyen a justificar que hayan sido desplazados. En los mismos años, José Hernández escribe el Martín Fierro, que más allá de los méritos literarios, hace circular como ideología un profundo desprecio del indígena e incluso de alguna manera celebra que sea aniquilado. Es interesante la difusión del libro, que según algunos estudios, para fines de los ’80 había vendido 50.000 ejemplares en un país de poco más de dos millones de habitantes. También, Angel Della Valle, pintor de La Vuelta del Malón, presenta desde la plástica una imagen del indígena como un ser feroz y oscuro. Ese tipo de pinturas se incorporan a los libros de texto y trabajan sobre ese nuevo discurso.
–De alguna forma esto desemboca en una Argentina aparentemente moderna, crisol de razas y granero del mundo.
–La generación del ochenta piensa un país, lo delinea y pone en juego todo. Es un modelo de pensamiento estratégico, que claramente estableció una visión hegemónica. Entonces la tarea nuestra es absolutamente contrahegemónica. Hace falta deconstruir todo este proceso que nos llevó hasta aquí, para empezar a entenderlo de nuevo.
–¿Por dónde comenzar?
–Hay que comprender que aquellos revolucionarios de Mayo reconocían en Túpac Amauru II al verdadero referente de la revolución americana, quien además tuvo un programa económico y social. Por eso es que Belgrano propuso en el Congreso de Tucumán una forma de monarquía constitucional que retome la tradición de los incas y que tenga a un descendiente indígena a cargo del gobierno del Río de La Plata. Eso fue desdibujado en nuestra historia, pintado como un arranque de locura de Belgrano. Lo que se perdió entonces fue un proyecto político contrapuesto al que triunfó.
–Belgrano no sufrió el olvido de Monteagudo, pero sí fue despojado de su discurso indigenista.
–Ignorar a Belgrano no era posible. Pero las relaciones de poder que se establecen después de 1880 chocan con su discurso. Eran indigeribles las ideas de libertad, igualdad y fraternidad entre criollos e indígenas al lado de Sarmiento, vocero del positivismo, que consideraba que estos habitantes originarios de América eran animales bípedos. Fue una dura tarea la de recortar, y se llevó a cabo con delicadeza, manteniendo los nombres y citando los hechos, pero deformándolos. Este relato fue entregado a los inmigrantes que poblaron la Argentina. Y mientras éstos recibieron una historia del nuevo lugar, los indígenas ya contaban con una memoria de esta tierra. Esa memoria es la que se buscó silenciar mediante el genocidio.
–¿Por qué cree necesario releer los discursos de Moreno, Monteagudo y Belgrano?
–Desde el debate ideológico, volver a poner en escena a los revolucionarios de Mayo, después de 200 años, no estaría nada mal. Pero sobre todo, sería valioso que los propios pueblos indígenas puedan reconectar su pasado con las luchas de aquella generación, culturalmente desaparecida, que peleaba junto a ellos. Es una relación que fue cortada. Ese ideario americanista es parte de la historia de los pueblos originarios que habitan el actual territorio argentino.
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