martes, 14 de febrero de 2012

El león se extingue


Apenas quedan 20.000 leones en libertad, solo 4.000 de ellos machos
Los naturalistas Dereck y Beverly Joubert lanzan una campaña para salvarlos
JACINTO ANTÓN 11 FEB 2012 - 14:46

Pocas experiencias hay tan impresionantes como oír el rugido de un león en la inmensa noche africana. Ese sonido que parece brotar de las entrañas mismas de la naturaleza y llenarlo todo es la quintaesencia de África. Como lo es la melena del gran depredador. Símbolo regio por excelencia, encarnación del poder, imagen de la fuerza, el león parece inmortal y eterno. Y sin embargo se encuentra en una situación de peligrosa vulnerabilidad, en el límite incluso de la extinción. "Aunque muchos lo consideren imposible, tenemos que empezar a pensar en un África sin leones muy pronto", advierte Dereck Joubert, una de las personas del mundo que mejor conoce a esos felinos. "Si no ponemos remedio inmediatamente, van a desaparecer, y rápido, en 10 o 15 años".

¿Qué amenaza al rey de la selva? "Cinco cosas: el hombre, el hombre, el hombre, el hombre y el hombre", recalca con ferocidad el naturalista. En su opinión, bastaría con 50 millones de dólares - "un precio barato"- para salvar al gran icono de África, del que apenas quedan 20.000 ejemplares, tras ver reducida su población en las últimas dos décadas en un 50 %. Hace medio siglo había 400.000. Pueden parecer muchos esos 20.000, sobre todo si piensas en los devoradores de hombres del Tsavo o de Wangingombe, o si has visto alguno muy cerca. Pero, señala Joubert, solo unos 4.000 son machos. Y, sin contar con los que masacran los furtivos, se cazan con licencia 600 de ellos al año, para trofeos, lo que provoca un declive imparable en las manadas, organizadas segun un esquema familiar.

Dereck y su mujer, Beverly Joubert, sudafricanos, llevan casi treinta años filmando leones e investigando su comportamiento en los grandes parajes del continente, sobre todo en Botsuana y Kenia. Exploradores en residencia de National Geographic, son autores de 22 filmes y diez libros, además de diversos artículos científicos y numerosos reportajes. Saben de leones. Quien firma este reportaje los ha visto desde su mismo todoterreno rastreando a los felinos en la sabana en emocionantes jornadas de garra y colmillo. Una vez, Dereck filmaba tan cerca de una cacería que se manchó de sangre; nunca ha sabido, dice, si quien pasó rozándolo mientras miraba por el objetivo ensimismado fue el búfalo o, ¡Dios santo!, el propio depredador.

Hoy no estamos en los predios del león, ni se recortan en el inacabable horizonte las manadas infinitas de sus presas. Esto es París, no hay más leones que los de bronce que adornan algunas plazas o los de los relieves asirios del Louvre. Los Joubert han dejado sus escenarios salvajes para encender desde aquí la luz roja de advertencia sobre el terrible destino de las fieras.

Beverly viste chic aunque conserva su sombrero. A Dereck se le nota más incómodo, a lo Cocodrilo Dundee en la ciudad. A su paso por el boulevard Saint Germain la gente se gira sin saber bien si se han cruzado con una versión asilvestrada de Karl Lagerfeld o con Buffalo Bill, regresado a la capital francesa con su Wild West Show más de un siglo después. La otra noche se proyectó en primicia en la Biblioteca Nacional de Francia el extraordinario filme de los Joubert Los últimos leones, acerca de una hembra, bautizada Ma di Tau ("madre de leones", en tsuana) que lucha por la supervivencia en Duba, una isla en los pantanos del Okavango, en Botsuana, como una metáfora de su especie. Es una película de enorme dramatismo, con imágenes de los leones cazando en el agua y narrada en tono épico por Jeremy Irons -paradójicamente la voz de Scar, el león malo en El rey león-. La emite mañana lunes a las 18.00 Nat Geo Wild (dial 130 de Canal +) y la siguen cada día hasta el domingo otras producciones sobre leopardos, pumas, jaguares, tigres, guepardos y la pantera nebulosa: una semana de fieras. El filme, acompañado por un libro, sirve de reclamo de la iniciativa Big Cats lanzada por los Joubert para tratar de salvar a los leones y a otros grandes felinos en peligro de extinción (incluye una campaña en Internet).

Enviar vídeoUna secuencia de 'Los últimos leones' / NAT GEO WILD

Sentados en un café, les señalo a los Jou-bert si no les parecen muy crueles algunas escenas de su película -como la del cachorro de león arrastrándose con la espalda rota o la del búfalo con el befo colgando tras un mordisco-. "La naturaleza es indiferente, no cruel", salta Beverly. "No hay maldad en la naturaleza, solo en el hombre". Para amansar a los dos naturalistas les pregunto de qué le sirve la melena al león. Apunto que el gran George B. Schaller, autor del estudio definitivo sobre los leones (The Serengeti lion, 1972, un voluminoso tomo que llevo conmigo para impresionarlos), considera que puede ser un elemento de protección. "Hay muchas teorías, defensa, temperatura", responde Dereck mesándose su propia melena. "Mi opinión es que la usan como bandera, para que los reconozcan los demás". El especialista en leones alaba a Schaller (del que Altaïr ha publicado unos relatos memorialísticos maravillosos en Un naturalista y otras bestias) y su trabajo: "Nos conocemos y nos carteamos, es un gran zoólogo, inteligente y humilde, le consultamos muchas cosas; coincide con nosotros en el declive del león, como todos los expertos". La lectura de The Serengeti lion confirma muchas de las cosas que aparecen en el filme: abundan los leones tuertos, como Silver Eye, la infanticida y acerba rival de Ma di tau. Y la mortandad de cachorros es verdaderamente espeluznante (más del 67 %).

El proyecto Big Cat exige que se prohíba ya cazar leones, igual que ha sido prohibido cazar tigres
Los Joubert subrayan que hoy existe un consenso absoluto entre los científicos sobre que los leones están cerca de la extinción. Sin embargo, recuerdan, se los puede seguir cazando legalmente en Tanzania, Zambia, Namibia, Zimbabwe y Sudáfrica. Otros países permiten la caza con restricciones y en otros no hay protección legal alguna. Son muy pocos los que han prohibido completamente cazarlos. La presión de los cazadores occidentales que pagan -y mucho- por su trofeo es tan grave, según los naturalistas, como la de los furtivos. "El león es el único felino realmente social y cuando matas a uno toda la manada se resiente", indican. "Hemos calculado que por un león cazado puedes perder veinte. Llevarte un león para colgarlo en la pared supone una tragedia colectiva. Pero no hay forma de que lo comprendan los cazadores, especialmente en los EE UU. Muchos se creen Hemingway". Hay que ver el daño que ha hecho Verdes colinas de África, apunto. "No se dan cuenta de que los tiempos han cambiado. Cazar un león cuando se están extinguiendo ya no es un deporte cool".

Dereck no entiende como muchos cazadores que afirman amar la naturaleza son capaces de matar a un león. "Es inconcebible, dicen 'qué hermoso', y le disparan, así, sin ningún remordimiento. Con una mirada que es difícil sostener si no eres un león, me reprocha como si yo esgrimiera un rifle .375 H&H y no un boli: "Hay muchos españoles en la caza mayor".

¿No está peor el tigre? "Quedan menos, efectivamente. Unos tres mil en estado salvaje. Pero desde el punto de vista de la conservación no es lo mismo perder un tigre que un león. El tigre no es social, viven de manera solitaria en territorios enormes y la muerte de uno no afecta de manera tan grave a la especie. Con muchos menos tigres puedes asegurar su pervivencia". El tigre, además, se encuentra mejor protegido legalmente. De hecho una de las iniciativas del proyecto Big Cats es lograr la equiparación de ambos. Poner al león africano en el Apéndice I de la Convencion de Comercio Internacional de Especies Amenazadas (CITES) y no en el II como está ahora . "Que se prohíba ya cazar leones, como se ha prohibido cazar tigres".

Una de las ideas iniciales de los Joubert era comprar licencias, es decir, pagar para salvar a leones condenados, pero ahora creen que la medida es insuficiente. Además de detener la caza legal, hay otros frentes. "Hay que preservar las áreas protegidas. Hace falta dinero para pagar compensaciones a las tribus que pierden su ganado en las garras de los leones y los matan por ello, pagarles la vaca muerta a precio de mercado. Y para educar a los masais y a los demás en la idea de que los leones no son una amenaza a sus intereses sino una fuente de riqueza". Otro gasto es en la protección de ganado. Dereck señala la posibilidad de colocar algún tipo de dispositivo electrónico en los leones que advierta de su presencia a las vacas. Salvar al león significa, destacan los Joubert, salvar a muchas otras especies, el ecosistema africano e incluso los parques naturales y a los propios africanos. "No olvidemos que el gran reclamo de los safaris fotográficos es los leones. Si dejara de haberlos, el turismo desaparecería. Nadie quiere ir a una reserva en África en la que no haya leones".

Siempre quedarán los leones en cautividad. "No es lo mismo. A pesar de experiencias como la de la Elsa de Nacida libre, los leones no pueden ser reintroducidos con éxito en la naturaleza". Los Joubert están contra los zoos. "Hoy hay otras formas de observar animales, como las películas, incluso en 3D". En cuanto a los circos, "son una absurda extravagancia que ridiculiza y humilla a los animales". Estos, recalcan, "no están en el mundo para entretenernos", y se los debe ver en su medio en un ambiente de "celebración y respeto".

En cambio, consideran que los gatos domésticos, tener uno, son una buena forma de aprender lo fascinantes que resultan los felinos. "Aprendes más de los leones observando a un gato que yendo al circo o al zoo. Entendiendo al gato, entiendes al león".
Lomadee, una nueva especie en la web. La mayor Plataforma de Afiliados de Latinoamérica.

lunes, 13 de febrero de 2012

Sobre la revista Sur

Surtidos
La revista Sur, comandada por Victoria Ocampo, reunió a lo largo de cuatro décadas a un número notable de escritores y críticos queer, desde José Bianco hasta Sylvia Molloy y Alejandra Pizarnik, pasando por Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Silvina Ocampo y Enrique Pezzoni. A su vez fue agente de traducción de lo que puede llamarse un canon europeo de lo queer. ¿Alcanzan o sobran estos datos para hablar del factor queer en la revista Sur?
Por Gabriel Giorgi y Mariano López Seoane

Silvina Ocampo, Virgilio Piñera, Alejandra Pizarnik, Victoria Ocampo.Se ha dicho hasta el cansancio: Sur fue una de las revistas faro de la modernidad sudamericana en lo que respecta a las artes y a las letras, un actor decisivo del campo intelectual argentino durante buena parte del siglo XX y la editorial responsable de la importación de títulos y nombres que tonificarían la escritura en y desde el sur (Faulkner, Sartre, Camus, para mencionar algunos). Se ha dicho menos, o no se ha dicho, que, comandada por Victoria Ocampo, la publicación reunió a lo largo de cuatro décadas a un número notable de escritores y críticos queer, desde José Bianco hasta Sylvia Molloy y Alejandra Pizarnik, pasando por Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Silvina Ocampo y Enrique Pezzoni, en una demografía de la disidencia sexual que carece de muchos ejemplos comparables en nuestra historia intelectual. Al mismo tiempo, las políticas de traducción e importación que mencionamos arman una suerte de canon europeo queer, en el que se destacan André Gide, Virginia Woolf y Jean Genet. Estos datos vuelven aún más llamativo que hasta el momento ninguna aproximación crítica a Sur haya postulado una mirada de conjunto sobre las políticas y éticas de la sexualidad que atraviesan el proyecto de la revista.

Se impone, entonces, una relectura invertida de Sur. La revisión es urgente no sólo en términos de reparación histórica sino porque además permitiría discutir ciertas cronologías de la historia intelectual que se dan como evidentes. Los relatos que han tomado a Sur como signo de los tiempos modernos coinciden en señalar que hacia principios de los años ’60 la publicación pierde contacto con las discusiones intelectuales y las intervenciones políticas y culturales que empezaban a definir un nuevo paisaje de la modernidad, lo que explicaría una progresiva pérdida de relevancia. Sin embargo, una mirada con foco en las prácticas de la disidencia sexual pone de manifiesto que al interior de Sur se cultivaban relaciones y se gestaban perspectivas con puntos de contacto con las luchas identitarias de los ’70. Algunos detalles dan testimonio de la existencia de continuidades: Juan José Hernández, colaborador de la revista, formó parte del Frente de Liberación Homosexual, y José Bianco, durante años secretario de redacción de Sur, tradujo materiales (como una carta de las Black Panthers sobre las luchas de liberación sexual) que aparecieron en la primeras publicaciones del Frente.

Las políticas del silencio
De manera interesante, esta suerte de represión crítica hace máquina con las políticas del silencio que puso en práctica la propia publicación durante su larga actividad: los maricas, las lesbianas y sus perspectivas encuentran en Sur un hogar, pero al precio de aceptar las reglas de la casa. Esas reglas tienen como principio rector una noción de decoro que revelan a Sur como órgano de su clase. El decoro implica un régimen de visibilidad para la disidencia sexual que en parte puede entenderse desde la perimida imagen del closet. La disidencia es permitida, admitida, incluso invitada y encumbrada, siempre y cuando sepa no nombrarse, reprimirse, decir a medias, retacear. El decoro implica en este punto regulaciones tanto estéticas como morales, un verdadero entrelazamiento de lo estético y lo moral. Este entrelazamiento le confiere impensada hondura a la categórica observación trivial de Diana Vreeland: elegance is refusal. Mostrar de más, exhibir de más, como hablar de más, es poco elegante. Este dictum estético asume dimensiones éticas o morales porque aparece patrullando las fronteras entre lo público y lo privado, porque de hecho define lo que una sociedad, como mínimo una clase social, debe entender por asunto privado, impropio para la discusión pública.

Lo interesante, sin embargo, no es lamentar la evidente instalación de un dispositivo represor sino preguntarse por las trayectorias y redes que esta política del silencio no sofocó (y que acaso alentó). Para ello es necesario dejar de entender la disidencia sexual exclusivamente en términos de identidad individual y empezar a pensarla en términos de sociabilidad. Es la trampa que concibe Douglas Crimp en sus investigaciones sobre la Factory de Warhol: subraya la existencia de una forma de vida queer aun antes de la consolidación de una identidad gay. Del mismo modo, mientras se constata que en efecto era muy complicado que el yo apareciera en Sur ligado a los términos que nombraban la diferencia (homosexual, lesbiana), también se comprueba que era enorme el campo de acción de una sociabilidad disidente que sin necesidad de nombrarse se alejaba de las normas de conducta establecidas. Dicho de manera simple: mientras desde las páginas de la revista Victoria Ocampo censuraba a André Gide por el tono de su Corydon y Héctor Murena asociaba el “homosexualismo” a la crisis de la modernidad occidental, las alianzas y los pactos de colaboración disidentes entre sus miembros permitían que Gide, Virginia Woolf y Genet fueran traducidos y publicados. En este sentido cobran especial valor las cartas que circulaban entre los miembros de la revista, cartas que documentan la vitalidad de una verdadera cofradía queer en la Buenos Aires del siglo XX.

Cosmopolitismo y desvío
Quizá la intervención cultural más evidente de Sur se juegue alrededor de la construcción de una cultura cosmopolita: una idea de cultura que conecte las identidades nacionales con los desarrollos del resto del globo que, para la revista, se concentraban en la modernidad europea. Abrir canales de comunicación y de intercambio con Europa y EE.UU. significaba contrarrestar tendencias nacionalistas y localistas, para lo cual Sur construye toda una estrategia de traducciones y de reflexiones sobre la relación entre cultura y cosmopolitismo y sobre los modos en que la cultura permite reinventar los límites de la identidad nacional para ponerla en sintonía con una modernidad global, universal, humanista. Claro: una porción muy significativa de esas traducciones y de esas puestas al día con la cultura europea incluyen textos de figuras que van desde Virginia Woolf hasta Jean Genet, pasando por Vita Sackwille West, D.H. Lawrence, o por un texto de temática lésbica como Olivia, traducido por la Editorial Sur en 1958; el canon que define la modernidad cultural y estética europea está atravesado por cuerpos y subjetividades queer. La revista acoge estos materiales, desde luego, sin tematizar ni politizar esas inscripciones de sexualidades disidentes; pero al traducirlos y legitimarlos abre una posibilidad de visibilidad y de reflexión que no abundaba en la cultura argentina de esas décadas. Cabe recordar que se trata de décadas que, tanto a nivel nacional como internacional, asisten a la intensificación del control sobre la sexualidad y sobre la subjetividad, donde los nacionalismos se traducen frecuentemente en rígidos mecanismos de normalización social. En ese contexto, el cosmopolitismo de Sur abre una línea de apertura.

Este impulso cosmopolita no está desprovisto de tensiones. Si, por un lado, el “buen gusto” y el decoro que marcan el tono prevalente de la revista difícilmente admitían referencias explícitas a sexualidades disidentes, por otro, muchos de los materiales que circulan por la revista no se dejan de-sexualizar ni higienizar sin más. Un caso significativo es la traducción y publicación de Las criadas, de Jean Genet, cuyos derechos había adquirido José Bianco, y que genera una airada reacción de Victoria Ocampo. En una suerte de respuesta también aparecida en la revista, Ocampo señala que Genet era un autor muy discutido y celebrado en Francia (lo cual hace justificable que Sur se interese en él), pero al mismo tiempo condena lo que ella ve como “el culto del estiércol como estiércol”. Ahí aparece un límite, que es también un desvío y una interferencia, algo que no se deja recuperar por concepciones universalistas de la cultura que se defendían desde Sur, pero que la revista de todos modos acoge y vuelve materia de un debate. Si Genet llega con el halo de una modernidad desafiante –y francesa–, trae una intensidad que no circula fácilmente y que excede y desvía ciertos ideales culturales normativos.

Leer la cuestión queer en Sur (como también en otras zonas culturales que le hicieron lugar a la disidencia sexual, como la del grupo Contorno) es una entrada para pensar esa memoria moderna que quedó fuera de los archivos de la historia, pero que insiste en la imaginación de la cultura (si pensamos, por ejemplo, en la novela de Sylvia Molloy, El común olvido, recientemente reeditada por Eterna Cadencia): circuitos de sociabilidad y de deseo “invisibles”, modos de resistencia subjetiva y de invención de formas de vida, lenguajes para hablar de eso que se nombra siempre de maneras oblicuas, sensibilidades que quieren imaginar alternativas ante sociedades cada vez más normalizadas... Esas relecturas permiten pensar, quizás, otras versiones de la cultura moderna argentina, y al hacerlo activan una memoria que no se conforma con corroborar el presente sino que, al contrario, lo interrumpe, lo desvía, le marca sus puntos ciegos, que son también las líneas de su propia rareza.

Los paradigmas que ya no son

Por Rodolfo Gaeta *

THOMAS S. KUHN Y LA PRIMERA EDICION DE LA ESTRUCTURA DE LAS REVOLUCIONES CIENTIFICAS.Algunas palabras tienen una curiosa historia. En sus cautivantes Lecciones Preliminares de filosofía, Manuel García Morente refiere cómo el término “trascendental” –un complejo concepto filosófico vinculado con la teoría del conocimiento de Kant– llegó a ser sinónimo de “muy importante” en la lengua castellana. Cuenta el autor que en la España de fines del siglo XIX algunos oradores familiarizados con el pensamiento de Kant y partidarios del gobierno republicano empleaban la palabra “trascendental”, entendida en su genuino sentido; pero cuando otros políticos, carentes de formación filosófica, trataban de imitarlos, y dado que esa palabra suena importante, comenzaron a utilizarla, precisamente, como un adjetivo que denotaba importancia. En virtud de ese malentendido, el vocablo adquirió un significado completamente apartado del original. Confieso que nunca pude imaginarme de qué manera una palabra tan técnica como “trascendental” encontró alguna vez lugar apropiado en un discurso político, pero de todos modos, a falta de otra explicación, doy por cierta la narración.

El paradigma
Análogos fenómenos ocurren en nuestra época. Un caso muy destacado, sin duda, es el que ha protagonizado el término “paradigma”. Lo pronuncian los intelectuales, los políticos, los redactores de anuncios publicitarios, los periodistas deportivos, en fin, muchos usuarios de diferentes idiomas. Cualquier cambio que se quiera destacar, aunque se trate del formato de un asiento de bicicleta, se presenta como “un cambio de paradigma”. El tema merece algunas reflexiones, sobre todo porque –en contraste con lo acontecido con la palabra “trascendental”, por ejemplo– las confusiones en torno al concepto de paradigma aparecen por doquier y son frecuentes incluso en el ambiente académico.

La etimología nos remonta a la antigua lengua griega, en cuyo ámbito “paradigma” significaba “ejemplo, modelo”. Adquirió más tarde un sentido técnico en la lingüística, un modo de referirse a expresiones que ilustran el uso de un conjunto de componentes del lenguaje. Así, por caso, el verbo “amar” es el paradigma de la primera conjugación en castellano.

Thomas S. Kuhn, el autor que echó a rodar el término, sugiere que se inspiró en este último sentido cuando eligió la palabra “paradigma” como instrumento para analizar el desarrollo de las ciencias. Aquí la historia del término se entrecruza con los avatares de la vida de Kuhn. Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, mientras estudiaba física, se le pidió que les diera un curso de historia de la ciencia a los estudiantes de humanidades. En esas circunstancias, vivió dos experiencias que encaminaron su concepción acerca de la ciencia. Una de ellas fue la dificultad que encontró en un principio para comprender cómo mentes de la talla de Aristóteles pudieron adoptar creencias que en la actualidad parecen completamente inverosímiles. La otra fue el contraste entre el comportamiento habitual de quienes investigan los fenómenos naturales, por un lado, y los científicos sociales, por el otro. Los primeros comparten, durante períodos a veces muy dilatados que Kuhn denominará “etapas de ciencia normal”, un determinado vocabulario y una serie de creencias, valores y métodos propios de su disciplina, de manera que sólo se ocupan de resolver problemas acotados; en algunas ocasiones, sin embargo esta posibilidad de crecimiento acumulativo parece agotarse y surgen condiciones propicias para que se produzca una revolución, una reacomodación radical del lenguaje y demás ingredientes de esa rama del conocimiento que iniciará un nuevo ciclo de ciencia normal. Los científicos sociales, en cambio, carecen de tales elementos unificadores, sus comunidades se hallan fragmentadas, envueltas en permanentes desacuerdos de todo tipo. Se encuentran aún, diría Kuhn, en una etapa precientífica.

Kuhn se convenció de que había hecho un importante descubrimiento. En su opinión, la tradicional creencia de que el conocimiento científico es el resultado de la aplicación de métodos fundados en el razonamiento y las observaciones no se ajusta a la historia de la ciencia. La continuidad de las hipótesis ptolemaicas o la adopción de la propuesta copernicana, por ejemplo, no podía resolverse apelando solamente a las observaciones o la lógica. Se requería, fundamentalmente, la elección de un punto de vista y la exclusión de otro. Los copernicanos percibían un mundo diferente del que veían los partidarios de Ptolomeo, del mismo modo que en un dibujo ambiguo una persona reconoce inmediatamente la figura de un pato mientras otra percibe la de un conejo. Los ptolemaicos han aprendido a examinar el cielo y resolver las cuestiones astronómicas bajo el supuesto de que la Tierra permanece estática. Y abandonar esa manera de proceder para adoptar la posición contraria exige una conversión mental. Asimismo, a fin de sortear la dificultad que Kuhn debió enfrentar, el historiador de la ciencia debe poder experimentar una especie de conversión retrógrada para poder ver el mundo con ojos aristotélicos. Estos procesos son el resultado de la acción de una constelación de factores que influyen en el surgimiento, la difusión, la persistencia y, tarde o temprano, el reemplazo de un enfoque determinado. Y Kuhn necesitaba darle un nombre que no estuviera asociado a la doctrina de ningún otro filósofo de la ciencia. Se inclinó por otorgar un nuevo significado a la palabra “paradigma”. Así, pues, una disciplina se constituye como ciencia a partir del momento en que una comunidad de expertos comienza a regirse por un paradigma, gracias al común reconocimiento de cierto logro; por ejemplo, una teoría que permite explicar adecuadamente los fenómenos celestes. La nueva acepción del término vio la luz en La estructura de las revoluciones científicas, de cuya aparición se cumplen 50 años. Kuhn sostenía que los paradigmas son incompatibles e inconmensurables entre sí: no hay un lenguaje común que posibilite la completa comunicación entre científicos partidarios de distintos paradigmas, ni posibles experiencias o argumentos que permitan resolver sus diferencias.

Las revoluciones
El destino de aquella obra ha sido, por cierto, bastante singular y en muchos aspectos no menos paradójico. En primer lugar, contra lo que cabría esperar de un libro que supuestamente iba a herir de muerte a la filosofía de la ciencia vigente, mereció consideración inicial porque fue publicado en la colección de la Enciclopedia de la Ciencia Unificada, el órgano de difusión creado por los miembros del Círculo de Viena, y gracias a la recomendación de Rudolf Carnap, uno de los más consecuentes representantes del empirismo lógico. Esta circunstancia revela no solamente la honestidad intelectual y la apertura de los editores sino también una clave para valorar las contribuciones de Kuhn. Creo que, contrariamente a las expectativas del propio autor, algunos destacados empiristas no encontraban en ellas la ruina de su tradicional programa sino, en todo caso, una apreciable complementación de los análisis que habían emprendido. La posterior evolución del pensamiento de Kuhn, así como la reciente revalorización de los aportes de los filósofos prekuhnianos, indican que las diferencias entre Kuhn y sus predecesores es menos espectacular que la apariencia. Baste recordar que las tesis de la carga teórica de la observación, el papel de la teoría en la recolección de datos o los componentes convencionales de la ciencia, presentadas a menudo como la refutación del empirismo, no fueron introducidas ni por Kuhn, ni por Hanson ni por ninguno de los exponentes de la “nueva filosofía de la ciencia”. Aparecen ya en las obras de Bacon, de Comte, y sobre todo en las de Mach, Carnap y Popper, entre otros.

Pero si algunos autores pasaron por alto la falta de rigor de Kuhn y hasta toleraron manifiestas contradicciones –como la de afirmar y después negar que los científicos que trabajan en diferentes paradigmas viven en mundos distintos– otros lo rechazaron. Una de las dificultades surgía a propósito del significado del término “paradigma”. Margaret Masterman encontró en sus páginas al menos veintiún sentidos diferentes de ese vocablo. Otro concepto sumamente problemático era el de la inconmensurabilidad. No se entendía cómo los científicos que han sido formados dentro de un mismo paradigma, los galileanos y sus rivales, por ejemplo, pueden perder de pronto la capacidad de comunicarse entre sí. Menos comprensible y más paradójica aun era la posibilidad de que los historiadores y los filósofos de la ciencia lograran transponer las barreras de la inconmensurabilidad para examinar cualquier paradigma, por lejano que les resultara en un principio.

Las tesis de Kuhn debían enfrentar también otra clase de dificultades. Por un lado, la desvalorización de la razón y de la contrastación empírica, que ceden su lugar a factores históricos, psicológicos o sociales durante los episodios revolucionarios, equivale a defender una concepción extremadamente irracionalista de la ciencia, oscurecer la posibilidad de diferenciarla de otras actividades y abandonar la esperanza de que produzca un verdadero progreso. Por otro lado, si la tarea desarrollada a lo largo de los períodos de ciencia normal, es decir, durante la mayor parte del tiempo, está determinada por el paradigma reinante, la historia de la ciencia parece resumirse en una sucesión de decisiones arbitrarias intercaladas entre dilatadas etapas de profundo dogmatismo. Se entiende, entonces, por qué los que atribuían a la ciencia un esencial y permanente ejercicio de la crítica, como Popper, rechazaran el autoritarismo encarnado en la ciencia normal...

La respuesta de Kuhn consistió en negar que fuera irracionalista o subjetivista y para mostrarlo reelaboró sus argumentos. Esa tarea le insumió el resto de su vida. Pero murió sin llegar a finalizar el libro que prometía una versión definitiva de su doctrina. De todos modos, en las siguientes publicaciones introdujo cambios. Sostuvo que los distintos significados del término “paradigma” podrían reducirse a dos: en un sentido amplio, entendido como una matriz disciplinar compuesta por generalizaciones simbólicas (leyes o definiciones), modelos, valores y presuposiciones metafísicas; en un sentido más acotado, concebido como ejemplares, modelos de problemas y soluciones desprendidos de aquella matriz que guían a una comunidad científica durante los períodos de ciencia normal.

Los seguidores
Pero mientras Kuhn se esforzaba para responder a sus críticos, fue surgiendo una legión de simpatizantes que se entusiasmaron con las interpretaciones menos sensatas de su posición. Lo confirma el comentario de un colega vienés del autor de La estructura...: “Kuhn alienta a personas que no tienen idea de por qué una piedra cae al suelo a hablar con seguridad acerca del método científico”. Si el lector de estas líneas piensa que quien profirió semejante sentencia fue Popper o algún malhumorado y decrépito sobreviviente del Círculo de Viena, está equivocado. Las palabras pertenecen nada menos que a Paul Feyerabend, el enfant terrible de la filosofía de la ciencia.

En efecto, la deliberada informalidad del lenguaje de La estructura..., la amenidad del relato, la vaguedad de sus ideas y su simpática actitud iconoclasta atrajeron a un variado público que experimentaba la sensación de comprender por fin en qué consiste la tarea científica y, en muchos casos, daba rienda suelta a la oportunidad de sortear el incómodo respeto que la ciencia pretendía imponer. Solamente así se explica que un libro encuadrado en una disciplina hasta ese momento reservada para laboriosos eruditos se convirtiera en un best seller, traducido a dieciséis idiomas y con un millón de ejemplares vendidos. En terrenos cercanos a la actividad académica despertó simpatías que originaron dos tendencias.

Por un lado, el menoscabo del papel de la experiencia y el razonamiento en las decisiones científicas y la importancia que se atribuía a otros factores –los psicológicos y los sociales, por ejemplo– extremaron un enfoque que Kuhn parecía haber habilitado pero nunca desarrolló: disolver la filosofía de la ciencia en la sociología –el caso de Barnes y Bloor– o aun en la curiosa etnografía de la ciencia –el caso de Latour–. Pero los que celebran estos ensayos no parecen tener seriamente en cuenta una dificultad que amenaza desde siempre a los relativistas.

Si aceptar una teoría científica no depende de su plausibilidad ni del resultado de experimentos sino de las relaciones de fuerza y los intereses de los miembros de una comunidad científica, la validez de las hipótesis queda fuertemente comprometida. Mas esta conclusión se vuelve contra sí misma: porque la historia, la psicología y la sociología que la avalan serían tan poco confiables (si no menos) que las ciencias naturales y no habría ningún motivo para tomarlas por verdaderas. Peor que una victoria pírrica, esta forma de kuhnianismo desemboca en un colectivo suicidio intelectual.

Otra tendencia fue la creación de un nuevo deporte epistemológico: la caza de paradigmas. Animados por el impiadoso retrato que parecía desalojar las ciencias naturales del pretendido pedestal de la objetividad, quienes no estaban dispuestos a desaprovechar la oportunidad que les brindaba Kuhn dejaron de lado la idea de que las ciencias sociales poseen métodos completamente diferentes de los que usan las ciencias naturales y pasaron a sostener que ambos tipos de ciencia comparten las mismas características: se desenvuelven gracias a los paradigmas. Procuraron entonces identificar los paradigmas correspondientes a las ciencias sociales, a fin de igualarlas con las naturales. Sin embargo, esa empresa chocaba con un grave defecto de nacimiento, pues mientras en las ciencias naturales generalmente se encuentran creencias y métodos ampliamente compartidos por los investigadores de una disciplina, esto no sucede en las ciencias sociales. La solución que encontraron fue candorosamente sencilla. Postularon que en una disciplina social es usual que coexistan varios paradigmas. Así, por ejemplo, los marxistas, los keynesianos y la escuela de Chicago podrían desarrollar paradigmas simultáneos en la ciencia económica. Pero esto contradice irremediablemente las suposiciones de Kuhn y priva de legitimidad al uso del concepto de paradigma. En la situación típica, para que algo pueda funcionar como un paradigma, es necesario que haya derrotado a los demás competidores y monopolice las prácticas de la comunidad científica.

Así, al tiempo que se hacía más popular, Kuhn debía defender su concepción de la ciencia en varios frentes. Por un lado, responder las objeciones de los filósofos que no encontraban coherentes o satisfactorios sus análisis. Por otro lado, se veía obligado a alejarse del intento de convertir la filosofía de la ciencia en una rama de la sociología y de la tergiversación de sus ideas que hacía lugar a pretensiones tan insostenibles como la coexistencia de varios paradigmas en una misma disciplina. Declaró que no compartía en absoluto aquellos intentos porque nunca pretendió poner en duda la autoridad del conocimiento científico. Sus publicaciones evidencian una posición cada vez más moderada. Presentan las revoluciones científicas como el surgimiento de nuevas especialidades más que como episodios dramáticos. La inconmensurabilidad queda restringida a la incompatibilidad de algunos términos y no constituye una barrera infranqueable. Con razón John Horgan ha descripto a Kuhn como un “revolucionario renuente” mientras que Newton Smith lo comparó con los revolucionarios que luego se convierten en socialdemócratas.

A esta altura cabe preguntarse: ¿Y qué sucedió con los paradigmas? Kuhn reconoció que el término, como los personajes de Pirandello, se le había escapado de las manos. Y se había vaciado completamente de sentido. Entonces, renunció explícitamente a seguir utilizándolo. Aunque de vez en cuando cedía y, quizá con la nostalgia del hombre maduro que recuerda un perdido amor juvenil, volvía a recordar “lo que alguna vez llamé un paradigma”.

* Filósofo, profesor titular de Historia y de Filosofía de la ciencia (UBA).

sábado, 11 de febrero de 2012

Diario incesante de Virginia Woolf


ANTONIO MUÑOZ MOLINA 10 FEB 2012 - 11:32 CET1
A Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir a máquina. Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia. Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls Royce lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices de un avión. Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la cabeza vio por la ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba silenciosamente en la noche, con una guirnalda de luces en la barquilla; paseando por el campo con su marido, Leonard Woolf, una mañana de primavera, vio en un prado, entre ovejas y vacas, un aeroplano de fuselaje plateado y alas azules.

Cuando la abatía la negrura de la depresión podía pasarse semanas encerrada en su dormitorio, mirando al techo, deseando morir; pero muchas más veces disfrutaba golosamente de la vida, del amor conyugal y tal vez del amor de aquella mujer a la que estaba tan unida, Vita Sackville-West, de la cercanía de sus amigos, de los paseos entre las multitudes de Londres o las caminatas solitarias por el campo; de verlo todo y apreciarlo todo; y sobre todo de la literatura, de escribir y leer, de recibir la intuición, la primera imagen de una novela y dejarse llevar por ella hasta encontrar su forma; y de escribir en su diario sobre la felicidad y la obsesión y la incertidumbre de escribir y sobre cualquier cosa que se le pasara por la imaginación y sobre cada impresión que le alertara los sentidos, sobre una visita a Thomas Hardy o un encuentro a la orilla del Támesis con George Bernard Shaw o sobre un perro que la miraba mientras trabajaba o sobre aquel aeroplano que ella y Leonard vieron un día brillando al sol en medio del campo como una prodigiosa libélula.

En ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que los escritores varones no necesitan
Escribía el diario en volúmenes de páginas en blanco encuadernados por su marido en la editorial que habían fundado los dos, la Hogarth Press. Cada año empezaba un tomo distinto. Había llenado veintisiete cuando se quitó la vida el 28 de marzo de 1941, internándose en un río con los bolsillos llenos de piedras para que su cuerpo no flotara. En los últimos tiempos sus anotaciones se habían ido haciendo más secas, mucho más cortas. El miedo a la locura se correspondía con el colapso del mundo. Hitler se había apoderado de Europa entera y cada noche las bombas de la aviación alemana asolaban uno tras otro los barrios de Londres. La casa en la que Leonard y ella vivían estaba en ruinas. Virginia Woolf volvía a Londres desde su refugio en el campo y encontraba reducidas a escombros las calles que hasta hacía muy poco tiempo fueron los lugares usuales por los que se movía. Leonard era judío: si como era probable los alemanes invadían Inglaterra Virginia y él se matarían juntos.

Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla. Quiere la eliminación de los premioso o lo superfluo
Un síntoma de la depresión es que la realidad exterior parece confirmar las impresiones más sombrías de quien sufre su influjo. En los últimos años, según los síntomas de la guerra inminente se hacían más visibles, según caían Checoslovaquia y Austria y se hundía la República española, Virginia Woolf había sentido cada vez con más frecuencia la mordedura del trastorno mental, y cada vez le era menos útil el remedio que siempre le había ayudado a salvarse de él: el trabajo, la escritura constante, la entrega a aquella adicción que un amigo suyo comparaba con la adicción al opio. Su prosa es una tentativa constante de crear un estilo que fluyera como el curso del tiempo, que atrapara la fugacidad y la velocidad de las cosas, la simultaneidad armónica de las palabras, los estados de conciencia, las sensaciones, los sentimientos: pero ese estilo tiene en el fondo la urgencia de una huida, la falta de sosiego de alguien que sabe que si baja la guardia o se queda inmóvil será atrapado por la bestia oscura que le viene a la zaga.

En esa pulsación rítmica y entrecortada de la escritura Virginia Woolf no se parece a nadie. Aprendió de Proust la ambición de atrapar como un flujo de ondas y partículas la textura del tiempo, la simultaneidad del presente y de la memoria; y aunque Joyce le provocaba mucho recelo y bastante desagrado aprendió de Ulises la manera en la que la conciencia observadora, la yuxtaposición de las perspectivas y el caos visual y sonoro de la ciudad moderna pueden entretejerse casi musicalmente en un solo relato. Pero en ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que los escritores varones no necesitaban. No imaginamos a Joyce ni a Proust confesando tan abiertamente las propias debilidades en un diario; reconociendo que los hieren y los humillan las críticas negativas y que no son insensibles a ningún elogio; llevando la cuenta de los ejemplares vendidos de una novela. Virginia Woolf tenía miedo de no ser tomada en serio y anotaba siempre con incredulidad las señales del éxito. Se reprochaba a sí misma el daño que le hacía una reseña cruel y vencía el pudor para copiar palabra por palabra el elogio que le había hecho alguien.

No descansaba nunca. Lo que más asombra del diario es su laboriosidad incesante. Anota con alivio el final de la primera escritura de una novela y a continuación la pasa a máquina y la corrige y se la da a leer a Leonard, la presencia benéfica que apuntala su vida. Al empezar a escribir se había dejado llevar por su propio entusiasmo, por la embriaguez de inventar y escribir: apenas publicado el libro ya se aleja de él y no es capaz de recordarlo sin remordimiento. Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla. Quiere el despojamiento de la poesía y la eliminación de lo premioso o lo superfluo. Aspira a que la novela terminada conserve la libertad de un borrador. Cada libro empieza siendo una promesa y termina parcialmente en una claudicación. Así que en seguida hay que empezar otro, no porque ella se lo proponga, sino porque surge una imagen, un hilo que habrá que seguir, y porque la inactividad desemboca rápidamente en abatimiento.

De modo que no hay más remedio que escribir siempre. Cada año empieza con un tomo encuadernado y en blanco y concluye con él lleno hasta el final de escritura. El de 1941 queda inconcluso, más de la tercera parte de las hojas en blanco. Años después, Leonard Woolf repasa los 27 cuadernos y va extrayendo de ellos los pasajes relacionados con el oficio de la literatura. Uno de los mejores libros de Virginia Woolf ha llegado a existir cuando ella ya estaba muerta. Leonard Woolf, tan atento en la muerte como en la vida, lo tituló A Writer’s Diary. No conozco otro testimonio mejor sobre la felicidad y la incertidumbre de escribir. No hay confesión de un escritor en la que haya tanta verdad como en este diario de Virginia Woolf.

antoniomuñozmolina.es

Los amigos saben cómo sacarnos de los agujeros

Un hombre va andando por la calle y cae en un agujero tan profundo que no le es posible salir de él. Pasa un médico y el hombre le pregunta: “¿Puede ayudarme?”. El doctor le escribe una receta, se la tira y sigue caminando. Luego pasa un cura, y el hombre le dice: “Padre, caí en un agujero, ¿puede ayudarme?”. El cura le redacta una oración, se la lanza y prosigue su camino. Entonces, un amigo del hombre se acerca por la calle. “Joe, soy yo. ¿Puedes ayudarme?”. El amigo salta dentro del agujero. Nuestro hombre le dice: “¿Eres estúpido? Ahora estamos los dos aquí dentro”. El amigo le responde: “Es cierto, pero es que yo ya he estado aquí y sé cómo salir”.

viernes, 10 de febrero de 2012

El origen del mundo


Por Mario Goloboff *

Modelo reconocida de La Belle Irlandaise (La bella irlandesa) y de un retrato que con el título la identifica, y modelo supuesta de L’Origine du monde (El origen del mundo), la pelirroja Joanna Hiffernan era, a no dudarlo, realmente muy bella. Así lo atestiguan al menos aquellas obras y lo hace suponer y ver, en parte, la última. Aunque es ésta la que, indirectamente, ha llevado su nombre a la inmortalidad, y el de Gustave Courbet no diría a la fama, ya que ésta la tenía por cierto asegurada, pero sí a la intriga histórica, al enigma, a la polémica y a la duda, desmedros que cuentan entre las mayores y mejores formas de la consagración.

El detalle realista (una preocupación consecuente con tal estética para rendir sumisión extrema a la inmanencia de “lo real”) es llevado aquí a su máxima expresión, al punto de darlo vuelta como un guante: el sexo, en todo lo que de fulgurante pueda tener, en lo visual y lo factual y lo central de la vida misma; sin doblez, sin subterfugios, sin ocultamiento ninguno; sin figura ni desliz ni suposición ni sugerencia: la presencia viva.

El origen del mundo es, también por eso, una tela límite de Gustave Courbet. De un atrevimiento con el cuerpo que la pintura no habría de tener hasta las primeras presentaciones de los autores austríacos del expresionismo o, como lo catalogaron los nazis, “el arte degenerado”. No fue la única en su especie; pintó antes Les baigneuses (Las bañistas, 1853, y está en Montpellier), igualmente épatante, pero aquélla la rebasa en todo: en originalidad de la representación y, aun, en el logro de la forma y el color, si bien en la bañista de espaldas y marchando algunos críticos ven, ya, el reemplazo de la mujer hermosa y “objeto” de la tela por otro tipo de referente más avanzado, una imagen “fuerte y fea, desembarazada por fin de las convenciones de la enseñanza académica” (Michèle Haddad). En todo caso, no se sabe por qué lo oscuro de la pelirroja Joanna en El origen...; tal vez para no delatar a la dama y no crearle otros inconvenientes familiares, conyugales; acaso porque el pelirrojo, durante tantos siglos, había sido un color infamante y delictual: tiempos de persecución de los inquisidores a las pobres muchachas medievales, acusadas, por el color del pelo, de brujería, para poder llevarlas a la tortura y a la hoguera, en uno de esos tantos delirios que atravesó nuestra agitada historia humana en manos de los defensores de la fe. Haber puesto tal matiz en el cuadro habría duplicado inútilmente la transgresión y dado lugar a interpretaciones históricas y religiosas, es posible que muy alejadas de los propósitos de Courbet. A pesar de todo, esta tela no alcanza a constituir la mayor de las paradojas del autor. Quizá sí lo haga, acompañando a ella, su proclamada castidad de la que documentadamente se habla: “Amo cada vez más a las damas, pero sobre todo en la idea y la imaginación, como lo he hecho siempre”, escribió. Y, según su primer biógrafo, Théophile Silvestre, habría dicho, mientras proponía los bocetos de L’homme délivré de l’Amour par la Mort (El hombre liberado del amor por la muerte): “He resuelto hacer morir la mujer que era el tormento de mi imaginación”.

Empeñosamente, Courbet aprendió a pintar el paisaje y la naturaleza, lo que implica el acto de la salida del taller hacia el aire y el sol. Y en especial a los campesinos del Jura francés nativo (asimismo un poco suizo y un poco alemán), yendo en disciplinadas mañanas al Louvre a copiar los curas y monjes de Murillo y los ricos señores del versátil y prolongado Tiziano. Pero como suele suceder en arte, en buena medida y a su manera fue mucho más allá que ellos: saltó las barreras del clasicismo y fundió en alto grado la observación y el reflejo convirtiéndolos a un “realismo integral” e hizo entrar triunfante a éste, casi inexpugnable, hasta las primeras décadas del siglo XX. Porque su rigor mimético lo llevó a apuntar, ya, rasgos metonímicos de la modernidad: el fragmento, la parte por el todo, la alusión (que era también la ilusión). Courbet fue, probablemente, la mejor puerta de entrada al impresionismo con lo que éste anuncia de un camino hacia la abstracción, sin abandonar la intención de representar el objeto, pero en la impresión –descompuesta en miles de partículas de luz y de contrastes– que de él se recibe.

La obra L’Origine du monde es de 1866. Dos años más tarde, la adquiere un marchand; después, se le pierde toda traza. La recupera hacia la segunda década del siglo XX, cuando un barón húngaro, coleccionista y, se dice, igualmente pintor en sus ratos de ocio, Ferencz Hatvany, la compra y se la lleva a su residencia en Budapest hasta que el ejército alemán, durante la Segunda Guerra Mundial, se apodera de ella. Recobrada por los soviéticos y devuelta a su legítimo propietario que ya habita en París, la última adquisición que le concierne es de 1955 y el feliz comprador la posee hasta su muerte.

Se trata de un amateur no menos singular que la singular obra; un hombre que, a su modo y con su estilo personal y literario (una de las facultades que más se le alabó y controvirtió, a todas luces buena deudora del surrealismo), marcó el pasado siglo, de un gran intelectual que, es evidente, amó particularmente esta obra por sus muchos sentidos y por los que él, con su gusto e inteligencia, sin duda debe haberle aportado. Al punto que la tuvo en su estudio, en su gabinete, ornando durante años el recinto, su laboratorio de ideas, su sala máxima. Ornándolo, pero de una manera oculta, detrás de otra tela mucho más inocente. Quiere decir que la poseyó solo para su personal, secreta e íntima contemplación.

Extraño pudor y extraño gesto (otro más alrededor de esta magnífica y, por cierto y en diversos planos, excepcional obra): se trataba de uno de los mayores transformadores del siglo, relector y reescritor, de un polémico innovador y renovador, de un revolucionario en su particular esfera. Sin embargo, estableció límites a dicha situación y creó, voluntariamente, una censura, un ocultamiento. Tratándose de quien era, es difícil pensar que lo hizo por recato, por miedo, por egoísmo, por esnobismo o por una devoción perversa. El enigma, entonces, como muchos otros del mismo maestro, permanece abierto.

Ese hombre, ese fundador, se llamaba Jacques Lacan. A lo largo de ochenta años de una provechosa existencia construyó un verdadero “fenómeno” filosófico y cultural por medio de sus palabras, sus textos y sus comportamientos, desde el “Discurso de Roma” (1953) y la publicación de sus enriquecedores Écrits (1966) a la disolución de la Escuela Freudiana (1980) que había fundado quince años antes. Durante estos días está conmemorándose el trigésimo aniversario de su fallecimiento, acaecido en septiembre de 1981, y en aquella circunstancia sus herederos hicieron pago del impuesto a la sucesión con el cuadro, el que fue destinado por el Estado francés en 1995 al museo de la antigua estación ferroviaria de Orsay, donde desde entonces ocupa una sala pública a la que todo paseante por la ciudad luz puede visitar y acceder. El destino parece haber querido vincular, definitivamente, a dos grandes creadores, a dos grandes exploradores del origen del mundo.

* Escritor, docente universitario.

Yo sinceramente

JAVIER GOMÁ LANZÓN 8 OCT 2011
Frente a la misantropía del sincero, hoy más que nunca se necesitan las balsámicas hipocresías y la filantropía del mentiros
He observado que mucha gente, cuando ha de admitir algún mérito propio, suele iniciar la frase diciendo: "La verdad es que...". Por ejemplo, al comentario "tú eres un empresario de éxito", el aludido contesta, en el tono de quien comprende que en este caso el autoelogio es tan obvio que sería inútil tratar de negarlo: "Pues la verdad es que no me puedo quejar". Y así todo: "La verdad es que soy un gran perfeccionista", "la verdad es que tengo mucha facilidad para el baile", etcétera. En cambio, cuando lo que ha de decirse es desagradable y puede ofender, se suele preferir este otro sintagma: "Yo sinceramente...". Verbigracia: "Yo sinceramente pienso que toda la culpa fue tuya", "yo sinceramente te veo más grueso después de verano", "yo sinceramente no soporto tu aliento". Se diría que, por invocar la sinceridad, el impertinente goza de inmunidad casi absoluta y que los demás debemos aceptar con paciencia su exabrupto, cuando no agradecer el gesto de confianza. Se supone, en fin, que la sinceridad es ornato de almas bellas y que sería necio por nuestra parte objetarla.

Durante largos siglos, del hombre se esperaba que fuera virtuoso. En el siglo XVIII, ese mismo hombre decide que su único deber es "ser uno mismo"
Se diría que, por invocar la sinceridad, el impertinente goza de inmunidad casi absoluta y que los demás debemos aceptar con paciencia su exabrupto
Durante largos siglos, del hombre se esperaba no que fuera sincero sino que fuera virtuoso y que, educando su naturaleza, alcanzara una excelencia moral que los demás pudieran aprovechar, admirar y emular. En determinado momento del siglo XVIII, ese mismo hombre decide que su yo verdadero, su yo más auténtico y real, reside en sus inclinaciones naturales, en su modo espontáneo de sentir, pensar, actuar, y que su único deber es el deber "de ser uno mismo". Las reglas morales que supongan contradicción o superación de la propia naturaleza o aquellas otras que vengan impuestas por la sociedad para reglamentar la vida en común -y que siempre disciplinan en algún grado la esfera de la vida- son impugnadas ahora en su totalidad como formas odiosas de alienación del auténtico yo. El sacrificio, la renuncia, la autoexigencia o el duro trabajo de perfeccionamiento sobre la indócil naturaleza humana son arrumbados como muebles viejos y en su lugar se alza el nuevo ideal de la autenticidad, atento sólo a los caprichos del corazón y a sus delicadas intermitencias; la inhibición de las pasiones, la contención de los instintos, la represión de las pulsiones destructivas o el respeto de las convenciones son motejados de hipocresía, corrupción, disimulo y máscara. No mejorar la naturaleza sino permitir que siga libremente su curso, así en lo positivo como en lo negativo. Como dijo Goethe de forma inquietante, "quiero ser bueno y malo como la Naturaleza". Nada de ser virtuosos, basta con ser sinceros y tener el coraje de reconocer con franqueza lo que hay en nosotros de perverso (que es tan nuestro y tan real como lo excelente) y después decir y decirse con orgullo, incluso con insolencia: "Yo soy así".

Leamos al primer gran sincero de la modernidad. En sus Confesiones Rousseau declara que con él Dios rompió el molde: es distinto de los demás, sin parecido con nadie, y para dar a conocer esa singularidad andante que es él ha querido desnudar su corazón practicando "la sinceridad hasta la imprudencia, hasta el desinterés más increíble" en un libro en el cual, añade, "dije lo bueno y lo malo con igual franqueza. Me he mostrado cual fui; despreciable y vil cuando lo he sido, bueno, generoso y sublime cuando lo he sido". Es imposible de exagerar la influencia que esta "afectación de sinceridad" rousseauniana tuvo en la educación sentimental de la posteridad europea. La cultura consiste en crear mediaciones con la realidad: podríamos ir desnudos pero vestimos algunas zonas de nuestro cuerpo; podríamos comer con las manos pero usamos cuchillo y tenedor; podríamos gritar al prójimo la opinión que tenemos de él o de sus acciones pero callamos por un sentido básico de cortesía. Esta segunda naturaleza que son las mediaciones reales y simbólicas de la cultura quedó arrasada como tierra quemada cuando la gran plaga de la sinceridad moderna -que desprecia los frenos de las mediaciones-, desde unos inicios minoritarios y más o menos tolerables, se extendió como una maldición a la generalidad de la gente, y ahora estamos en esa situación desdichada en la que el que más o el que menos -y no exactamente Goethe o Rousseau- te endilga a las primeras de cambio su fastidiosa opinión añadiendo desafiante la apostilla de que no tiene ningún problema en hacerlo "a la cara", porque es "su verdad", en la inteligencia seguramente de que su verdad no vale menos que la del rey Salomón y de que esa fabulosa exhibición de transparencia purifica al punto cualquier posible error de juicio.

Antes de que la sinceridad se pudiera de moda ya Molière había ridiculizado sus excesos en El misántropo. Alcestes es un energúmeno que se niega a elogiar con algunas pocas palabras de compromiso los vulgares versos de Oronte, infantilmente complacido de su composición poética, porque "quiero que se sea sincero y que, como hombre de honor, no se diga una palabra que no salga del corazón". Su ruda inflexibilidad le gana el desdén de su enamorada, el alejamiento de los amigos y el repudio de la sociedad, y al final el misántropo se retira a su castillo a odiar al género humano. En el drama la voz de la cultura se expresa por boca de Filinto, quien pide a los hombres un poco de "virtud sociable". Estoy de acuerdo con él, y hoy más que nunca: se necesitan esas balsámicas hipocresías, esas pequeñas claudicaciones, esas piadosas insinceridades que hacen la vida amable porque crean la ilusión de una mutua benevolencia.

Yo antes quiero la filantropía del mentiroso que la misantropía del sincero. Cuando en lo sucesivo algún antipático se me aproxime amagando un "mira, Javier, yo sinceramente...", le atajaré en seco con un "¡alto ahí!" y le diré: "La verdad es que... prefiero que me mientas".

¿Se vive mejor sin Dios?

JUAN ARIAS 12 OCT 2011
Me pregunta un amigo por qué en tiempos de crisis, incluso las económicas como en la actualidad, el ser humano se refugia más en la fe en Dios. Difícil responder a esa pregunta, ya que para mí si Dios sirve para algo debería ser para los tiempos de alegría y felicidad, no para los tiempos del miedo.

Los padres del científico y escritor Leonard Mlodinov se salvaron de las garras del Holocausto. Él mismo salvó su vida el fatídico 11 de septiembre, en los bajos de una de las Torres Gemelas de Nueva York cuando se hundió. En una entrevista reciente le preguntaron en Brasil qué sentía al saber que Dios había salvado milagrosamente su vida y la de sus padres. Respondió: "No fue Dios, sino el acaso". Y añadió: "¿Qué Dios sería ese que salva a mis padres del nazismo y deja morir a seis millones de otros judíos?". "¿Qué Dios sería ese que me salva del atentado terrorista de Nueva York y deja morir a otras 3.000 personas?".

Si Dios sirve para algo debe ser para los tiempos de alegría y felicidad, no para los del miedo
Difícil encontrar a Dios en los escombros de la muerte.

Lectores que no conozco suelen preguntarme, unos con respeto, otros, menos, si pienso que sin Dios se acaba viviendo mejor. Escribí hace 40 años un libro que se titulaba El Dios en quien no creo. Había sido el título de un artículo publicado en el desaparecido diario Pueblo de Madrid. Se les había colado a los censores franquistas. Quizás porque pensaron que si hablaba de Dios no podía ser nada subversivo. Lo era para la España católica y cerrada de entonces.

Me citó a su despacho el entonces arzobispo de Madrid, Casimiro Morcillo. Me dijo que el artículo estaba ayudando a los españoles a hacerse ateos porque afirmaba entre otras cosas que si Dios existe no podía existir el infierno y que no podía curar a unos y dejar morir a otros. Le mostré la carta que acababa de recibir de un matrimonio joven, en la que me decían que habían recortado el artículo y conservado para cuando sus dos hijos pequeños fueran mayores. "Nosotros no somos creyentes, pero si nuestros hijos un día quisieran creer, nos gustaría que creyeran en ese Dios irreconciliable con el infierno", decían.

No sirvió de nada. Desde aquel día, además de la censura franquista, la Iglesia de Madrid me impuso otro censor para mi columna de Pueblo, que se titulaba Las cosas claras. Sobre aquel libro, nacido de aquelartículo y traducido hoy a 10 idiomas, dos señoras encopetadas, cuando volvía en tren de Asís, donde había sido publicado, mirando con recelo la portada, me preguntaron: "¿Ese libro es a favor o en contra?" "Eso depende, señoras", les respondí.

Cada vez que hoy me preguntan si creo que es mejor o no creer en Dios suelo responder que eso no tiene importancia, ya que si existiese Dios, lo importante sería que él creyera en nosotros, como me había dicho monseñor Romero, quizás en su última entrevista antes de ser asesinado a tiros mientras celebraba la Eucaristía.

¿Se es más feliz sin Dios? Depende, señores. Difícil sentirse libres y realizados con el Dios al que aman y adoran los dictadores -con los que, por cierto, la Iglesia siempre se ha entendido mejor que con los demócratas-; difícil con el Dios absolutista incompatible con la democracia o con el Dios que recela de la sexualidad.

Es difícil que las personas, jóvenes o adultas, no lleven dentro de sí la sombra de un Dios castrador, aquel del que en un colegio de religiosas la madre superiora había escrito en los retretes de las alumnas: "Dios te está mirando".

El famoso poeta brasileño João Cabral de Melo Neto, cuando estaba para morir, quiso hablar con un sacerdote de la Teología de la Liberación. Le confesó que era ateo, pero que en aquella hora final lo asaltaba el miedo de "aquel infierno del que me hablaban de niño en la Iglesia". El teólogo le dijo que, además de no existir el infierno, un poeta nunca tendría lugar en él. Aquel teólogo era Leonardo Boff, condenado al silencio por el entonces cardenal Ratzinger y hoy papa Benedicto XVI.

El Dios del miedo es el Dios que no merece existir. El miedo es argamasa humana, es el arma de todos los poderes de la Tierra, no tiene nada de divino. Es tirano. Solo la felicidad es liberadora. El miedo es usado y abusado por las Iglesias institucionales. Jesús nunca impuso miedos a los que le seguían. Se los quitaba. Él los tuvo también. Tuvo miedo de morir, sudó sangre ante la inminencia de su muerte, pidió explicaciones a Dios de por qué dejaba que lo mataran si era inocente. Y de él tuvieron miedo los hipócritas y los poderosos, nunca los arrinconados o indignados.

Aquel profeta tenía solo un pecado: no creía en el sufrimiento ni en el dolor ni en la muerte como armas de redención. No soportaba ver sufrir a nadie. No le gustaban los muertos y los resucitaba. Nunca pidió a sus apóstoles que hicieran ayunos y penitencias, ni que fueran héroes o vírgenes. Estaban todos casados, como él.

Y no fue un profeta fácil: exigió, con naturalidad, algo que nos parece locura: devolver bien por mal. Sabía que la felicidad -que era su única teología- se engendra en la paz y no en la guerra, en el perdón y no en la venganza.

¿Se vive mejor sin Dios? "Depende, señores". Sin el que ofrecen las iglesias que no te permite morirte en paz, ni hacer el amor sin que te espíe como un policía, se vive mejor. Se vive mejor sin el Dios que pretende adueñarse de lo más sagrado del ser humano: su libertad y su conciencia. Por lo menos, sin él, se vive sin menos miedos, que no es poco.

¿Y con el Dios en el que creía monseñor Romero cuando lo acribillaron a balas en el altar por defender a los pobres contra el poder, se vive mejor?, se preguntarán algunos. ¿Se vive mejor con el Dios que apuesta siempre por los que pierden, el Dios de aquel Jesús que no solo perdonó en la cruz a los que blasfemaban contra él, sino que hasta los excusó: "Perdónales, porque no saben lo que hacen", expresión máxima del amor supremo que no humilla ni cuando perdona?

Creo que como mejor se vive es siendo fiel a la voz de la conciencia, más severa que las leyes porque no es posible burlarla, y que constituye la única fuente de libertad. El cardenal Newman, convertido del protestantismo al catolicismo, fue un defensor del primado de la conciencia sobre la ley. En la Carta al Duque de Norfolk cuenta que, si se viera obligado a hacer un brindis, lo haría "primero a la conciencia y después al Papa". Newman tiene una frase que aún hoy, después de dos siglos, sigue poniendo los pelos de punta a la Iglesia y a los teólogos tradicionales: "Prefiero equivocarme siguiendo a mi conciencia, que acertar en contra de ella". La Iglesia defiende, al revés, que la conciencia debe ser antes formada. Por ella y con el miedo, claro.

¿Se vive mejor sin Dios? Depende. Quizás se tenga a veces la tentación de creer en alguien más que humano, capaz de exorcizar la crueldad que siembra de muertos inocentes el planeta, la que pisotea a los que no tienen poder, la que exalta a los aprovechados, la que discrimina a los diferentes, la que violenta a los niños, la que quiere imponer a su Dios, la que humilla a la libertad. Pero ese, ¿no será más bien el Dios de nuestros sueños?

Se podría vivir mejor solo con el Dios -si existiese- capaz de quitarnos a los mortales el miedo supremo de la muerte, sin la cual, curiosamente, dejarían de existir las religiones, como afirmaba Saramago. Se viviría mejor con el Dios que no nos prohibiese soñar. ¿Existe?

Crítica de la razón acartonada

Viernes 14 de octubre de 2011 - 14/10/11

Lejos de la “prosa metalúrgica del paper” y cerca de Borges que concibió la filosofía como un género literario, cuatro ensayistas nacidos en los años 60 y 70 hablan de cómo filosofar hoy en la Argentina, de la tradición y de por qué sus clases son como conciertos de rock.
Por Luis Diego Fernandez
Es sábado al mediodía y cuatro filósofos se reúnen en una librería de Palermo para dialogar. Ellos son Adrián Cangi, Gustavo Varela, Diego Tatián y Lucas Soares. Las relaciones en esta generación –nacidos durante la década del sesenta o principios de los setenta– marcan más puntos en común que divergencias. Todos ellos, además de su labor docente, realizan actividades artísticas: Cangi, el cine; Varela, el tango; Tatián, la literatura y Soares, la poesía.

Pareciera ser una generación con herencias y divergencias nítidas con respecto a la anterior, y que da cuenta de la hibridación de estilos en la escritura, que le dice no “a la prosa metalúrgica del paper ” y prefiere tentar “algo de la erótica del ensayo”. Una filosofía inventiva, que apunta a “dotar la vida colectiva de una comunicación muchas veces incómoda”, y denuncia “un momento de muchísima ingratitud”, en el que la filosofía se transforma en ocasiones en “un coloquio con los muertos”, a la vez que marca un posicionamiento político, y la necesidad de hacer de una clase “un concierto de rock: algo que uno experimenta en vivo”, más que un espacio de exhibición del saber. Sobre estos y otros temas dialogaron con Ñ .




¿Sienten que hay elementos en común entre la filosofía y las otras actividades artísticas que hacen?

Diego Tatián: Hay una discusión central que está alojada en la práctica filosófica, entre una filosofía sensible y una filosofía académica o profesionalizada. Son dos maneras de trabajar que desde mi óptica no son incompatibles. A mí lo primero me interesa mucho, una filosofía permeada por la literatura, el arte, el ensayo en general. En mi caso, la literatura y la filosofía son dos formas como hechos de lenguaje diferenciados, pero que están articuladas como una investigación en sentido amplio y común.

Gustavo Varela: Para mí la música es constitutiva de mi práctica cotidiana incluso para poder pensar. Yo soy músico y eso me habilitó con la filosofía a tratar de unir ambos continentes. Pero no de una manera causal sino azarosa. Yo escribo sobre tango. En realidad no me interesa tanto el tango, me interesa la historia política argentina y ver cómo aparece eso en una serie de expresiones de la cultura popular. La filosofía es una forma muy concreta de mirar y las herramientas que nos dan los filósofos europeos para poder pensar son muy eficaces. En mi caso, tomo la obra de Michel Foucault para poder pensar y hacer una arqueología o genealogía del tango, desplazándome de los modos habituales, como la tristeza del porteño y otros valores que no me importan demasiado. Es cómodo para mí trabajar con un ámbito externo a la filosofía. Cuando hago filosofía pura me siento un poco agobiado.

Adrián Cangi: Así como hay una historia de la filosofía sistemática, hay una inventiva. Uno puede pensar en un constructor de sistemas como Hegel o en un filósofo a martillazos como Nietzsche. A mí me gusta mucho la frase de Deleuze: “Salir de la filosofía por la filosofía”. Eso requiere consistencia ligada a una tradición y por otro lado, unos niveles de ruptura interna que no responden a sistemas orgánicos ni modos sistemáticos, que requieren alianzas con otras cosas. Para mí, Nietzsche antes que nada es un gran escritor. Y el escribir es inseparable de la tradición filosófica. Cuando pienso el cine pienso una técnica del presente. Para mí el cine no es un modo de narrar historias sino un modo de hacer visible, audible y sensible aquello que escapa a las historias dominantes. Cuando hago cine no lo hago nunca filosóficamente. Porque no hay forma de que una imagen ilustre un concepto. Si lo hace, lo destruye. De la misma manera en que la filosofía cuando usa el cine para ilustrarse se reduce a su peor condición. Por lo tanto, pienso la filosofía en un sentido inventivo, innovador. Ni la filosofía puede hacerse por el cine ni el cine por la filosofía.

Lucas Soares: Yo cuando empecé a estudiar filosofía ya escribía poesía. Creo que cuando me metí en la carrera la fascinación que encontré con la filosofía antigua fue porque ahí no había una distinción entre poesía y filosofía. Pienso en los presocráticos y en Platón. Me fasciné con esa refundición que hicieron los griegos. Lo que hice con el tiempo fue mixturar los registros. Ocuparme de un presocrático como Anaximandro y todas las interpretaciones que se hicieron. Fue como un encuentro entre la poesía que venía escribiendo antes y la filosofía. Y ver ese proceso de refundición entre poesía y filosofía sigue en otros autores que me interesan mucho, como los alemanes Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Entonces, la cuestión fue como ensamblar la filosofía antigua con la moderna y contemporánea.




¿Cómo se posicionan con la tradición del pensamiento argentino?

Tatián: Si queremos ver la filosofía en el lugar en que nos tocó nacer podemos encontrar estímulos en las obras de autores del siglo XIX y XX, como Sarmiento, Alberdi, Martínez Estrada o Macedonio Fernández, pero es una vertiente que confluye con la tradición de la filosofía europea y no hay que acudir a tentaciones sacrificiales. Creo que es sumamente útil una reflexión como la que hizo Borges en El escritor argentino y la tradición en los años 30, del siglo pasado. Borges decía que teníamos que sacarnos el problema de la tradición: todo lo que los argentinos hagamos con desparpajo e inventiva va a ser inexorablemente argentino. No se trata de un argentinismo ex profeso . La pregunta es qué somos capaces de pensar acá, dónde estamos. Y lo que resulta de eso será inevitablemente argentino.

Soares: En mi caso Borges es también la principal inspiración porque concibe la filosofía como un género literario. Se anticipa a cuestiones que después se trabajaron en la filosofía contemporánea. Borges es un gran inspirador de libertad, un gran creador de conceptos. Hay algo que él dice que me inspiró mucho (que quizá sea inventado): en Oriente se trabaja la filosofía como si todo fuera simultáneo. Como si Henri Bergson, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1927, dialogara con Aristóteles, que nació en el año 384 antes de Cristo: esa imagen de la filosofía como red de ideas y no tanto de autores hace que se dé una especie de simultaneidad. A mí es el personaje de la tradición que más me inspira. Por otra parte, el hecho de no estar en los centros de producción del saber canonizado nos da una libertad para apropiarse de ciertas cuestiones que nos sirven para pensar nuestro tiempo.

Varela: Yo creo que la filosofía es histórica y política. Platón escribe en la Grecia antigua porque es un noble al que la ciudad en la que vive, Atenas, se le viene abajo. Y efectivamente, se le viene abajo. Es la escritura de un desesperado. Cuando Platón piensa se reduce al mundo de las ideas, pero él dialoga con el alfarero, con el tejedor. Los ejemplos de Platón son de la vida cotidiana, y tiene un problema muy serio que son los sofistas. Si alguien en la Argentina se ocupa de un problema, importan las condiciones. Martínez Estrada dice un montón de cosas en Radiografía de la pampa , un libro de 1933, pero lo que me pregunto es por qué lo escribe, a qué problemas está respondiendo. Qué conceptos está habilitando para pensar el problema. El gran problema que tenemos aquellos que estamos dedicados a la filosofía es creer que aquello que leemos en los libros son sistemas para administrar vidas. Ha pasado con Foucault. Uno corre esos riesgos, justamente porque es un país periférico.

Cangi: Acuerdo con esta condición fundamental política que está en la base del concepto, no como un dato empírico sino como incluso uno trascendental. Si la filosofía es inventiva es porque hay algo en el concepto. Sin rivales y sin algo que liberar no hay filosofía. Mientras nosotros estábamos muy atentos en nuestra tradición a leer a la teoría francesa, Foucault, Derrida y Deleuze, autores centrales en las tres últimas décadas del siglo XX, ellos estaban muy atentos en leer a Borges, y sin Borges no hubieran construido buena parte de sus libros fundamentales. Con esto quiero decir que hay un curioso legado de la historia: donde nosotros hacíamos el esfuerzo de lejanía por otros medios, esa lejanía volvía como una íntima cercanía. En ese sentido, seguramente, Foucault, Derrida y Deleuze no pensaban el Borges que leía a Lugones y Macedonio, y tampoco resonaba en ellos Sarmiento. Pero seguramente sí resonaban en mí, en el interior de Foucault, Derrida y Deleuze los ecos de Sarmiento, Lugones y Borges. Ahí hay una condición de apropiación. Pero cuando uno dice Borges también dice aquellos que han intentado desmontar a Borges y pienso en Osvaldo Lamborghini, el autor de El fiord . Digo, Osvaldo Lamborghini estaba mucho más cerca de Foucault que del propio Borges, o bien Néstor Perlongher, el poeta de Hule , se encontraba escribiendo una literatura lumpen de nuestra época mucho más cerca de Deleuze que de Borges. Como Foucault, Deleuze y Derrida fueron capaces de inventar con Borges, nosotros hemos sido capaces de inventar con Foucault, Deleuze y Derrida una salida de Borges.

Soares: Me gustaría pensar si se puede desmarcar la filosofía argentina de la herencia política. Porque hay toda una tradición argentina que asoció al filósofo argentino con lo político, como José Ramos Mejía y los positivistas, entre 1880 y 1910. En la materia de Pensamiento argentino y latinoamericano de la carrera de filosofía los textos que se estudian son todos políticos. Me gustaría pensar en esa posibilidad, en la raíz borgiana y también en Leónidas Lamborghini, el poeta de Odiseo confinado , que para mí es un derridiano que trabaja con la deconstrucción, desde otras condiciones. Allí hay posibilidades de pensar o desmarcar a la filosofía en Argentina de su raíz esencialmente política a la que está condenada.




¿Cómo ven el rol del filósofo en relación a su tradición?

Tatián: Yo diría que depende el contexto; en relación a lo que decía Lucas, yo diría que la pregunta es si hay objetividad en la filosofía. Yo creo que en este momento en Argentina y en Latinoamérica hay un hecho filosófico objetivo que es la política. Un conjunto de transformaciones profundas en diversos países que tienen tradiciones filosóficas y que proporcionan una tarea filosófica muy importante. En el sentido de Marx: “lo filosófico es la política”. Ahí hay una especie de objetividad en sentido amplio. ¿Cómo hablar de filosofía hoy en Argentina? Ese es otro problema objetivo. Descifrar cuál es el idioma de los argentinos hoy es una tarea fundamental. Tal vez tres de los más grandes escritores argentinos como Macedonio, Juan L. Ortiz y Borges, expresan estados de felicidad de la lengua. Y uno podría preguntarse qué le hizo la dictadura militar al idioma de los argentinos, cuáles son las marcas. Yo creo que ese estado de felicidad se ha perdido. El filósofo debería dotar a la vida colectiva de una conversación muchas veces incómoda. La filosofía no es una propiedad privada de los investigadores en filosofía, sino de todos.

Varela: A mí me gusta mucho la idea de Sócrates del filósofo como un tábano que debe aguijonear. Me gusta ver al filósofo como alguien incómodo. Me parece que hay muchos ámbitos de comodidad, en cambio el filósofo está situado en otro lado, uno puede ver que Kant era inactual a pesar de estar hablando de la modernidad, o que Nietzsche también lo era y él era muy consciente de eso y sus libros quedaban adentro de un sótano. Y está ese lazo amoroso que es la escritura de Platón, esa suerte de oración fúnebre a su amor por Sócrates, a su forma de vida. Me parece que la filosofía tiene ese trazo en sí, de tener que mostrarse incómoda en su época.

Cangi: Creo, como Diego, que se ha abierto un acontecimiento singular en la historia política latinoamericana. Estoy de acuerdo en que sin desacomodamiento, sin una diferencia singular, no hay filosofía. Y en ese sentido, me gusta la idea que marcaba Diego de dotar a la vida colectiva de una conversación. En ese sentido, hay dos problemas fundamentales para nuestra tradición que son: cómo el miedo se filtra en la lengua y como la deuda infinita la atraviesa. Dos problemas que impiden el acto de expresión. Muchas veces nuestra práctica política puede ser fatigosa cuando se piensa en términos de representación o lógicas de partidos y estructuras, sin embargo, me parece que la política está entrando en los cuerpos y logrando algo en la lengua. Pero no todo lo que pasa en la lengua, pasa en los cuerpos. Esa reserva que pasa en los cuerpos, es una reserva de libertad, es esencialmente política, y busca canales de expresión potentes; en ese sentido creo que el filósofo tiene que estar a la altura de los canales de expresión de la resistencia: esa es la inactualidad del pensamiento y el tábano en el cuello.

Varela: Con lo que eso significa, porque la inactualidad es incómoda. Para el que la vive, no para el que la lee. Yo creo que el filósofo tiene que conjurar el sentido pastoril. Nietzsche decía: “no ser un pastor”. Foucault lo traduce en “no hablar en nombre de otros”.




Es un ejercicio arduo.

Varela: Muy arduo. Porque la filosofía es un trabajo muy solitario.

Tatián: En eso hay una superposición con la política me parece, no hacer por otros, sino con otros. No hablar por otros sino con otros. Eso me parece que es perder la condición pastoral que la filosofía ha tenido como tentación en muchos momentos de su historia. Y nos lleva a algo que marca Pierre Hadot, historiador y filósofo francés especializado en filosofía antigua, al decir que la filosofía es una forma de vida, y que tiene relación con una pregunta que me interesa mucho: ¿Qué es veracidad en el pensamiento? La veracidad es básicamente una manera de vivir, los griegos pensaban la filosofía como guerra entre formas de vida. Porque no hay una manera de vivir sino muchas. Y ahí está la conversación humana. En ese sentido, creo que la filosofía como forma de vida es algo esencial a la veracidad de la filosofía, y no es veraz una filosofía por seria que pueda ser que no impacta en una manera de vivir que muchas veces no es conveniente.

Soares: Me parece que sí, que un modo para pensar el rol de la filosofía y el filósofo, es pensarlo como modo de vida, pero hay algo donde la historia de la filosofía no avanza, que es la idea de problematicidad total, ahí hay algo del tábano. Pero no sólo refutación, para mí la filosofía es refutación y parto. Contemplación y transformación, es decir, un lado sísmico y un lado de transvaloración. Ahí no hay ningún tipo de progreso. La filosofía es un trabajo crítico sobre la manera de ver para tratar de pensar de otra manera, para abrir un perspectivismo y ver lo obvio, las mismas cosas –ni siquiera lo profundo, en lo que no creo– desde otro lugar.




Pierre Hadot me lleva al último Foucault que habla de la filosofía como estética de la existencia. ¿Para ustedes hacer filosofía implica necesariamente un modo de vida filosófico?

Tatián: Es una pregunta muy difícil, pero yo en principio estaría de acuerdo siempre y cuando despojemos la pregunta de todo narcisismo. Me interesa mucho la dimensión comunitaria o comunista de la filosofía, esa vocación por lo real y por los otros, la pasión por los otros. Entonces, sí, estoy de acuerdo, pero el concepto de Foucault de “estética de la existencia” no me gusta, porque significa una autorreferencialidad, yo concibo la filosofía de otra manera, contaminada, y por supuesto con valentía.

Varela: Siempre el riesgo cuando uno piensa estas cosas es encontrar una dieta. Para nosotros esta idea es central porque se nos han acabado otras formas de preocuparnos más integrales, como la política o la religión. Pareciera que el siglo XX ha traducido en un refugio individual la experiencia de la filosofía: la figura del superhombre de Nietzsche, al soberano de Bataille, al anarca de Jünger o la estética de la existencia que es pensar en términos políticos relaciones singulares. Ahí me parece que hay que traducir acá. Eso me lleva a pensar que no necesariamente hay una línea directa entre la filosofía y la vida: tuve amigos filósofos que se han suicidado absurdamente por detalles, otros que viven inmensamente mal leyendo a Platón u otros que dedican toda su vida a Husserl. ¿Cómo es una vida enteramente dedicada a Husserl o a un autor específico? Me parece que la filosofía no produce efectos por ósmosis. Hay una tarea de despojo, como decía Pappo: “Son muchos pensamientos para una sola cosa”. Y de última, cuando te das cuenta, también como decía él: “Me sigue gustando el cabaret”. Creo que la filosofía tiene una potencia que es devastadora y que a mí me vuelve feliz leer a los filósofos.

Cangi: A mí me parece que si uno puede encontrar en la cosa más concreta, en el cabaret o en la idea más abstracta, algo que lo vuelve feliz, allí hay un ethos . Sin experimentar no hay cómo decir. Un ethos puede y nunca es una moral. Esa tensión es irreductible; apoyo la idea de Diego de la palabra “comunista”, pero necesitaríamos una estricta precisión. Lo común es aquello que es pre-individual o trans-individual, pero nunca individual. Si lo común se individualiza se constituye en una moral. Lo común es lo que me excede por todas partes .

Un ethos siempre rompe la vida profesoral. Yo creo que una clase es más un concierto de rock que otra cosa. Es decir, es algo que uno experimenta en vivo, sobre un largo proceso clandestino, oscuro y bien solitario, pero una clase no es un lugar de exposición del saber. Un lugar de exposición del saber es precisamente un lugar pastoril. No hay nada que me incomode más que cuando alguien viene a mostrar su saber. Ahora si viene a problematizar algo que lo constituye me parece que tiene una potencia extraordinaria. Y en ese sentido, creo que eso sí nos diferencia y distancia en cierta medida de las otras generaciones de la filosofía argentina.

Soares: En mi caso se traduce como un ethos de la transmisión la escritura. Ahí es donde se traduce la vida filosófica. Yo en las clases busco esos chispazos que son difíciles de lograr entre quien da la clase y quien escucha. Otra forma de ver qué es un modo de vida es que yo miro la mía con el prisma de los filósofos que más me gustan. Eso también me parece que traduce la conexión entre modo de pensar y modo de vivir.




¿Sienten que hay una marca generacional que los distingue?

Tatián: creo que hay que afrontar el tema de la gratitud, me parece que estamos en un momento de muchísima ingratitud y de alguna manera la filosofía es un coloquio con los muertos. La pregunta por la transmisión generacional es clave. La muerte de León Rozitchner a principios de septiembre fue una gran pérdida para la cultura argentina; pero hay otros nombres como los de José María Aricó, Oscar del Barco y el grupo de Córdoba que también lograron pensar en sentido fuerte. El mundo no comienza con nosotros y cometemos un gran error si no nos hacemos cargo y miramos con gratitud lo que ha sido pensado antes. Spinoza en el siglo XVII dijo que existe el poder de afectar y ser afectado. ¿Qué es el poder de ser afectados? Es la disposición de estar a la altura de alguien o de un libro. Como fuere que cada uno trabaje, académicamente o públicamente, creo que es importante que cada uno se deje afectar.

Varela: Yo pensaba qué caracterizó a mi generación que quedó medio de costado, porque hicimos el secundario con Videla. Nosotros tuvimos que vivir con el miedo y con una generación que se perdió, de la que no se sabía demasiado. Para mí era normal hablar de “proceso” y no dictadura. Hubo que hacer un esfuerzo del lenguaje y comprender. Creíamos que vivir con dolor era normal. Entonces, cuando uno despierta a esta aventura del pensar encuentra períodos que te vinculan hacia atrás pero con el fracaso de un pensamiento político que leímos, no que vivimos. Y luego viene la posmodernidad y el fin de los relatos, y después el piercing, esa es la historia que nos tocó, el tema es cómo uno compone un pensamiento generacional. En mi caso la fuente de la que me nutro es el Seminario de los Jueves de Tomás Abraham, por varias razones. Primero porque la filosofía es una celebración a la que asisto hace veinticinco años. Y tenemos serias discusiones filosóficas que nunca ponen en juicio la amistad. Soportamos las diferencias. Eso es un ejercicio: no comulgar con el otro y soportar la diferencia es un problema en el que la filosofía es buena.

Cangi: Yo creo como Gustavo que esa es una marca definitiva porque hubo que inventarse a nuestros precursores. La filosofía argentina tiene modos de hacerse que no dejan de ensayar pero tienen una potencia que le es propia y allí hay dos faros capitales: León Rozitchner y Oscar del Barco. Dos faros en la constitución de la filosofía argentina, a los que llegué después de un largo recorrido, es decir, no fueron mis lecturas inmediatas. Al mismo tiempo cuando entré en sus libros me costaron mucho por lo que estaba macerado, parecía un tiempo que no era el nuestro. La lejanía de Spinoza, Bergson o Nietzsche nos resultaba más digerible que la cercanía de Rozitchner o Del Barco, pero además hay algo en ese pensamiento del que nosotros hemos sido radicalmente separados. Hay gente de su generación que no reconoce a sus contemporáneos y yo tengo una inmensa gratitud en reconocerlos, como a Gustavo o Diego a quienes leo, pero también a Christian Ferrer. Creo que su tarea ha sido capital en la tradición local. Personalmente, tanto el pensamiento de Christian Ferrer como el de Néstor Perlongher llegaron a mí con potencia. O bien fue fundamental la obra de Milita Molina para pensar a Nietzsche. Creo que esa condición de la gratitud me parece capital para recuperar una tradición que nos es propia, y poder decir: tenemos una filosofía argentina, y quienes la hicieron no son precisamente los que mejor comulgaron con la academia.

Exceso y donación de Oscar del Barco es un libro capital e imposible, pero también es dramático e imprescindible La cosa y la cruz de León Rozitchner. Por ese libro, Rozitchner queda afuera del Conicet. Pero al mismo tiempo no negaré que es imprescindible para mí Tomás Abraham de otro modo. Fuimos marcados y separados de esa tradición. Marcados por la voz del miedo y separados de los que podían haber sido los mentores en los cuáles podíamos habernos apoyado para discutir, debatir o distanciarnos.

Soares: Mi problema y el de muchos colegas es cómo tramitar la relación con el afuera, con los discursos filosóficos. En mi generación todo pasa por cómo hibridar los discursos, en ese sentido me marcó lo que me dijo Nicolás Casullo cuando terminé la carrera: “Tratá de mantener un pie adentro y un pie afuera”. Como él era un genio le hice caso, pero también para poder cumplimentar los discursos: llevar adentro la frescura del afuera, y trasladar hacia afuera el rigor de la academia. Y lo mismo en relación a la escritura. No la prosa metalúrgica del paper sino tratar de meter algo de la erótica que tiene el ensayo. Creo que la cifra de nuestra generación es el proceso de mezcla, de hibridación.

Cuasicristales, osadía, tesón y belleza

Shechtman dice: "Si encuentras algo radicalmente nuevo, defiéndelo"
JUAN MANUEL GARCÍA RUIZ 12 OCT 2011
Un sorprendente descubrimiento sobre el universo y su dinámica, las claves del sistema inmunitario y una simetría de cristales que tiró por tierra las teorías vigentes, merecen este año los galardones de mayor prestigio en ciencias. Cinco especialistas españoles explican los méritos de sus distinguidos colegas en física, química y medicina
Belleza es sinónimo de simetría, de orden, y de eso va la cristalografía. Los cristales no son otra cosa que apilamientos ordenados de pedacitos idénticos de materia (átomos, moléculas, macromoléculas ...). No vemos ese orden íntimo porque esos pedacitos de materia son demasiado pequeños para nuestros ojos, e incluso para nuestros microscopios, pero podemos reconocer el resultado de ese orden regular en las subyugantes y angulosas formas externas de los cristales. Y podemos notarlo a diario por las propiedades derivadas de ese orden interno: en alimentos que comemos, en medicinas que tomamos, en dispositivos tecnológicos que usamos, o en los huesos que nos mantienen erguidos. Casi todo está basado en cristales.

El mundo que tenemos ahí afuera cada vez se revela menos clasificable
más información
Con galaxias y a lo loco ¿Cuántos tipos de cristales existen? Es decir, ¿de cuantas formas distintas puede ordenarse la materia? Aunque parezcan ilimitadas, lo cierto es que son muy pocas las opciones para rellenar ordenadamente un espacio repitiendo periódicamente una misma pieza. Por ejemplo, si queremos rellenar una superficie lo podemos hacer con rectángulos, con triángulos, con cuadrados o con hexágonos, pero no con pentágonos. Por eso no venden losetas pentagonales, o si las venden, se combinan con los rombos necesarios para rellenar los inevitables huecos entre pentágonos. Desde el siglo XIX, la cristalografía goza de una preciosa demostración de que hay únicamente 17 formas distintas de alicatar una superficie, formas que se pueden disfrutar visitando la Alhambra, ya que eran conocidas por los geómetras árabes. Y también se demuestra que sólo existen 230 formas distintas de empaquetar periódicamente un volumen con unidades idénticas. Ni una más, ni una menos.

Los cristalógrafos comprobamos ese orden cuando iluminamos un cristal con un haz de electrones, neutrones o rayos X. Entonces el cristal genera (difractando la luz) bellas constelaciones de puntos que muestran la simetría del ordenamiento. Y siempre esas constelaciones coinciden, como manda la teoría, con una de las 230 formas distintas de empaquetamiento. Siempre con simetría de orden uno, dos, tres, cuatro o seis. Nunca con ejes de rotación de orden cinco, ni más de seis.

Hace 29 años, durante una estancia sabática en Estados Unidos, el israelí Daniel Shechtman realizaba uno más de los estudios de difracción que se hacen a diario, cuando observó que su constelación de puntos tenía una simetría de orden cinco: ¡pentágonos! Un científico que no mereciera un Nobel habría pensado que había cometido un error, y se hubiera olvidado de ello. Dan Shechtman no. Lo revisó una y otra vez y se lo contó a sus colegas de laboratorio. Ellos le dijeron que eso era imposible y que él debería saberlo. Repitió los experimentos, comprobó una y otra vez los resultados y trató de publicarlos sin éxito. Los publicó dos años después con ayuda de otros colegas.

Les asaetearon con duras críticas, incluyendo la de cristalógrafos y químicos tan excelsos como Linus Pauling, dos veces laureado con el Nobel. ¡Cómo iba a ser errónea una teoría cerrada y probada durante más de un siglo! Le resultó difícil seguir investigando, pero no cejó en el empeño.

Más tarde, otros colegas descubrieron muchos más casos similares que también rompían la simetría canónica de la cristalografía. La explicación estaba en algo que los matemáticos habían encontrado unos años antes: que las superficies y los volúmenes pueden rellenarse completamente siguiendo pautas regulares pero no necesariamente, periódicamente perfectas. Por ejemplo, pueden hacerlo con simetría de dilatación, siguiendo pautas como la serie de Fibonacci, ligada al famoso número de oro, para algunos el canon geométrico de belleza.

Lo que Shechtman había encontrado eran los primeros materiales que -contra todo pronóstico- estaban ordenados cuasi periódicamente, es decir, los cuasicristales. Ya se le busca a este descubrimiento aplicaciones como materiales antiadherentes, aislantes y en la fabricación de aceros de alta tecnología. Pero eso cuenta poco en este caso. Lo que importa es que la tenacidad de este israelí ha roto una teoría considerada cerrada, intachable e intocable, mostrando que aún le queda larga vida a la cristalografía y que el mundo que tenemos ahí afuera, cada vez se revela menos discreto, menos compartimentado y clasificable y más continuo de lo que parecía.

Este Nobel de Química es un premio a la mera curiosidad, el motor de todo descubrimiento. Y también una llamada de atención para los jóvenes científicos. Como el propio Shechtman aconseja, "si encuentras algo radicalmente nuevo, defiéndelo". Te lloverán las críticas, y serán más duras cuanto más heterodoxo sea tu hallazgo. Si estás en lo cierto, al final te darán la razón. Y si no, todos habremos aprendido mucho en el camino.


Juan Manuel García Ruiz es investigador del CSIC y director del Master on Crystallography and Crystallization del CSIC y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.

Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el substrato de nueva idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimulos. Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón."
Raúl Scalabrini Ortiz

La pesada carga del hombre blanco

Por José Pablo Feinmann
¿Por qué es pesada esa “carga”? Porque hay en ella una gran dosis de sacrificio. El hombre blanco da todo de sí para llevar la civilización a los territorios primitivos, bárbaros. La barbarie es lo Otro de esa civilización, su antinomia. No es la cultura, no son las costumbres de los pueblos refinados, no son los libros, no es la visión de la historia como un progreso constante del género humano. No podría serlo porque esos pueblos no tienen historia. Sólo pasan a tenerla cuando el hombre blanco, asumiendo su pesada carga, los incorpora a la suya y los lleva por sus caminos, que sí, son los de la historia. En suma, la pesada carga del hombre blanco es la carga del colonialismo. Entrar en los pueblos atrasados, llevarles la cultura, incorporarlos a la línea incontenible del progreso humano, a la línea de la historia, entregarles como gran regalo la civilización que con tanto sacrificio la modernidad occidental ha conseguido atesorar.

Rudyard Kipling fue el gran poeta de esta epopeya. Nació en Bombay en 1865, se dedicará a la literatura y hasta llegará a ganar el Premio Nobel. Tiene dos poemas célebres por cantar la epopeya del homo colonialista. Uno es célebre, aunque ya un poco olvidado: If (traducido al castellano por el condicional Si). El otro, más complejo, arduo de traducir, pero casi tan célebre como el If es La pesada carga del hombre blanco (White Man’s Burden). Los dos son poderosos, magníficos. El If, en forma de pergamino, fue colgado en innumerables hogares a lo largo y a lo ancho de este mundo. ¿Era la visión que Kipling tenía del homo colonialista? No cabía duda de esto. ¿Era el superhombre nietzscheano? Bien pudo serlo. Era, en todo caso, un hombre que ninguno de nosotros jamás sería. Pero, ¿quién no soñó serlo? No ser el homo colonialista. Quitemos las connotaciones políticas, quitemos al conquistador británico y a su reina, la codicia irrefrenable del Imperio, su rapiña, su sagacidad para llevar a cabo todos sus planes, para dominar el mundo desde una pequeña isla. Tratemos de leer (o releer) el poema como el de un poeta que nos incita a ser más de lo que somos, que nos incita a la perfección, no a la maldad, sino al diseño admirable de nuestro modo de ser en el mundo. Escribe Kipling: “Si sabes conservar la cabeza/ cuando todos los que te rodean/ pierden las suyas y te culpan de ello”. Sigue: “Si sabes confiar en ti mismo/ cuando todos dudan de ti/ pero te haces también cargo de sus dudas/ Si sabes esperar y no cansarte en la espera/ si siendo objeto de mentiras no te ocupas de mentir/ o siendo odiado no te entregas al odio/ si te sabes encontrar con el éxito y el fracaso/ y tratar a esos dos impostores por igual/ Si sabes hacer un montón con tus ganancias/ y arriesgarlas en una jugada de cara o cruz/ y perder y volver a empezar desde el principio/ y no pronunciar una palabra sobre tu pérdida/ Si sabes (...) seguir cuando no queda nada en ti/ excepto la voluntad que te dice: ¡avanza!/ Si sabes llenar el inexorable minuto/ con el poderoso valor de sesenta segundos/ tuya es la tierra y todas las cosas que hay en ella/ y lo que es más: ¡eres un hombre, hijo mío!” (Nota: Hay cientos de traducciones del If. Si se empieza a compararlas todas ninguna nos dejará satisfechos. Elegí una y la retoqué, saqué y agregué levemente un par de cosas. Busquen ustedes la suya. Además, no lo transcribí completo.)

El otro poema de Kipling es explícito sobre todo por su título. Luego es complejo, no tan claro como el If, menos cristalino, menos poderoso, pero igualmente perfecto en su forma literaria. Pero es el poema que dice más explícitamente que cualquier discurso o proclama lo que el hombre blanco siente cuando entra en un territorio bárbaro. “Aquí estamos. Les traemos la cultura, la civilización, el lenguaje, los buenos modales, algunas escuelas, algunos maestros, y llegamos con fusiles, cañones, espadas, látigos, con todo lo necesario si no aceptan someterse a nuestra pesada carga. No nos gusta que nuestro sacrificio sea ignorado, o peor aún: recibido con desdén, con odio. Adviertan ya mismo, en el mismo instante en que nos vean llegar, la enorme suerte que tienen, la modernidad, el capitalismo occidental, la rueda de la historia ha llegado hasta ustedes. Los haremos parte de ella. Esa fortuna tienen. Dejarán de vegetar fuera de la historia. Porque ustedes, sin nosotros, son pueblos sin historia. Nosotros se la traemos. Les traemos nada menos que eso: la Historia. Sólo les pedimos que trabajen para nosotros. Pero los haremos progresar. Caminarán hacia el mismo porvenir que nosotros. Porque es el único. Solos, retrocederían otra vez hasta la edad de los monos y los dinosaurios. De nuestra mano les aguarda el porvenir. Sólo exigimos sumisión y trabajo duro. Algunas vez soltaremos sus manos y serán libres. Entre tanto, crecerán vigilados por nosotros. Porque ustedes, los bárbaros, sólo pueden crecer, avanzar, formar parte del progreso, de la historia humana, si se aferran a nuestra mano, la de la civilización”.

Kipling lo dice en White Man’s Burden: “Lleven la carga del hombre blanco/ envíen adelante a los mejores entre ustedes/ para servir, con equipo de combate/ a naciones tumultuosas y salvajes/ Esos recién conquistados y descontentos pueblos/ mitad demonios y mitad niños/ Lleven la carga del hombre blanco/ las salvajes guerras por la paz/ llenen la boca del Hambre/ y ordenen el cese de la enfermedad/ y cuando el objetivo esté más cerca/ en pro de los demás/ contemplen a la pereza y a la ignorancia/ llevar la esperanza de todos ustedes hacia la nada”. He aquí por qué es pesada la carga del hombre blanco. Porque es inútil. Pesimismo terrible el de Kipling. Esas “naciones tumultuosas y salvajes”, esos “descontentos pueblos”, “mitad demonios, mitad niños”, jamás reconocerán, agobiados por su pereza y por su ignorancia, la esperanza que en ellos depositó el hombre blanco, sometida ahora al abismo, a la nada.

Sin embargo, algún placer o magnífico beneficio habrá de encontrar el hombre blanco en su pesada carga porque la ha llevado y aún la lleva. Aún penetra en tierras que no le pertenecen. Aún dice que asume su cruzada civilizadora. Aún mata en nombre del progreso o de la democracia (palabra que ha reemplazado a “progreso”). Aún su voluntad, incesantemente, le dice: “¡Avanza!”