jueves, 31 de mayo de 2012

tres versiones de judas, j.l. borges

Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo serAlejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico; los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la tierra Su terrible secreto.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Dasso Saldívar homenajea a Séneca

"Es necesario aprender a vivir durante toda la vida; y lo que quizás te pueda sorprender con mayor motivo es que durante toda la vida debemos aprender a morir”, nos aconseja Séneca en Sobre la brevedad de la vida. De no poner en práctica este razonamiento, que parece obvio una vez leído, se deriva, por ejemplo, entre otras desdichas, que la mayoría de los hombres mueran no tanto de vida como de tiempo, de modo que un hombre que fallezca a los ochenta años puede haber vivido sólo treinta o cuarenta, mientras que ha perdido cincuenta o cuarenta envejeciendo de equivocaciones y naderías.
En este breve texto y en las enjundiosas y vívidas Cartas a Lucilioencontramos las reflexiones esenciales para aprender a vivir, amar y morir durante toda nuestra vida. La sabiduría vital del pensador de Córdoba, quien, según Borges, escribió junto a Lucano toda la literatura española antes del español, ha atravesado 20 siglos, generación tras generación, para entregarnos un mensaje de profunda verdad y elaborada belleza, haciendo posible que en la vida de muchos hombres, como su discípulo Montaigne (cuyos Ensayos amplían y complementan los de su maestro en este triple propósito), se encarne aquel verso de Keats de que “la belleza es la verdad y la verdad es la belleza”.
"Nuestra consciencia no se crea por si misma 
sino que emana de profundidades desconocidas.
Despierta paulatinamente en el niño y despierta cada mañana, 
de la profundidad del sueño, de un estado inconsciente.
Es como un niño que es dado a luz diariamente
por la causa remota maternal del inconsciente." 
C.G. Jung

¿Por qué se llaman BlackBerry?

En la época de la esclavitud en los Estados Unidos, a los esclavos nuevos se les ataba una bola negra de hierro muy irregular con una cadena y un grillete al pie, para que no escaparan corriendo de los campos de algodón.
Los amos para usar un eufemismo le llamaban "BlackBerry" (cereza negra) porque se asemejaba a dicha fruta. Ese era el símbolo de la esclavitud que decía que estarías forzado a dejar tu vida hasta morir sin poder escapar en esos campos de siembra.
En los tiempos modernos a los nuevos empleados no se les puede amarrar una bola de hierro para que no escapen, en cambio, se les da un "BlackBerry" y quedan inalámbricamente atados con ese grillete, que al igual que los esclavos, no pueden dejar de lado y que los tiene atados al trabajo todo el tiempo.

Luces y sombras

Noé Jitrik
Junichirô Tanizaki escribe, en El elogio de la sombra, como quien se desliza por una calle tranquila tratando de que nadie lo vea y detiene sus pasos por momentos cuando sus ojos se han detenido, y lo obligan, en un mínimo accidente, que apenas lo es, más bien es un incidente si se considera que eso que sus ojos divisan opera como un llamado que nadie escucha, pero que él podría escuchar y atender.
La detención es equivalente en densidad al objeto o a la circunstancia que la provoca: dura un instante y tiene la levedad de la materia que observa. La calle, por decirlo de ese rústico modo, es sólo y nada menos que la cultura contingente de Japón, casi nada. Digo “contingente” porque no se trata de los grandes trazos, sino apenas de emanaciones de modos de vida que las grandes gestas y los poderosos imperios no logran eliminar: por detrás, sordamente, braman los imperios y contra ese ruido se establece una escritura límpida y tranquila, que se ve que ha renunciado a las estridencias y a los himnos guerreros que marcaron a esa sociedad hasta el final de la guerra, hacia 1945, no olvidar Hiroshima y Nagasaki. No lo hace como, contenidamente, lo hicieron los herméticos italianos que condensaban sus líneas como callada protesta contra el bramido fascista, sino mediante una poética de desarrollo basada en una prosa, casi un murmullo, que buscara presentar y, de paso, convencer razonablemente, no imponer.
Y por ella, la cultura del Japón, transita Tanizaki con palabras de amorosa unción, apreciando cada grano de una materia que a veces se está perdiendo, que a veces subsiste todavía, en esa secreta lucha que libra una tradición amada, no del todo perdida pero arrinconada por lo nuevo, tratando de evitar el ahogo que lo nuevo siempre produce. En suma, tratando de no morir.
Mira entonces: por empezar, la arquitectura japonesa, que es como el susurro de un papel que hace de pared y de mampara y que tiembla porque una brisa se le acerca de tanto en tanto; la palabra se detiene en sus virtudes, eso que brinda por lo que es y que resulta de una sabiduría milenaria; la observación que traduce en esas palabras convincentes es tenuemente objetivista, pero está teñida de una respuesta subjetiva de plena conformidad, de íntima y alegre comparación con lo que no sería eso que ve y que se intuye, no está puesto ahí, provocativamente: a medida que reconoce virtudes en los pliegues y recovecos, interiores y exteriores que describe, va expresando no sólo una adhesión al valor que les (y se les) atribuye sino el tranquilo regocijo que lo inunda sin desbordarlo, con un absoluto control de una inocultable emoción.
Y si en los habitáculos encuentra calidades destacables, rigurosamente puestas en relieve, no menos ricos son los momentos en que se enfrenta con el mundo de las telas que visten los cuerpos y con los cuerpos mismos, en particular en los que llevan a cabo las inigualables proezas del teatro Nô: de lo totalmente cubierto por vestiduras y afeites a lo apenas entrevisto en los dedos de las manos se produce un ritmo que define a esa cultura felizmente subsistente y tras la cual, se puede adivinar, rugen voces imperiales, pujos militares que la amenazan –estamos en los años ’30– y que, Tanizaki lo sugiere, la pueden matar.
De este modo, como quien pasea, un poco a la manera del “flâneur” benjaminiano pero en las cosas, no con una voluntad de arrancar y revelar el secreto de las ciudades, van desfilando objetos, matices y señales hasta llegar al punto central, la defensa de la “sombra” como modo de vida total y en la que reside toda la diferencia con Occidente, donde la luz es central, es el camino de toda comprensión y acaso el fundamento de toda epistemología: la sombra rodea, acaricia, no acecha, no es la noche cerrada y oscura, recinto de fantasmagorías, sino la penumbra propicia en la que todo se encuentra y todo se ve y esa manera de ver, de ojos entrecerrados, es el Japón mismo que Tanizaki recupera con la parsimonia de un relato que destierra toda exaltación. Occidente ve de otro modo y necesita de la óptica, tanto que esa necesidad se hizo sistema de pensamiento, el “Iluminismo”, no es por azar que las últimas palabras de Goethe en el lecho de muerte hayan sido “luz, más luz”.
Y si esta diferencia explica, según Tanizaki, los diferentes caminos que siguen ambas culturas y aun la constitución de las respectivas formas y las subsecuentes expectativas, también lo hace con el trato poético que se les da a los detalles cuanto se trata, precisamente, de acercarse a ellos y describirlos. La minucia, la cercanía, el goce en el trazo, la intención pictórica tienen igualmente diferentes alcances, lo cual se puede estimar si se piensa en alguien como Proust, cuya obra entera estuvo animada por un gesto parecido de recuperación.
La mención no es vana puesto que Tanizaki tradujo a Proust y, por lo tanto, lo que es previsible que haya sabido de él, tan íntimamente como lo promete el acto de traducir, debe haber interpretado de alguna manera su propio impulso de escritura. Generales de la ley: numerosos escritores japoneses bebieron en fuentes francesas para renovar una literatura y universalizarla, Tanizaki no es el único, quizás uno de los primeros.
Pero las diferencias se advierten: Proust captura un detalle, pero para indagar en su propia memoria y de ahí llegar a una subjetividad, ese movimiento acarrea una minuciosa y encantadora explicación, no de un conflicto sino de la manera de ser de quien escribe y por una única y luminosa mediación de la escritura; Tanizaki recala, en principio de igual manera, en un detalle, pero ni su memoria se pone en acción ni su subjetividad se dibuja como objetivo; lo que más bien parece buscar es comprender el valor que está encerrado en el detalle, como una significación inherente a una cultura cuya peculiaridad rescata poniendo en el gesto una afectividad convencida e irrenunciable, algo así como un calor que emana de un encuentro. En el fondo “lee” los mínimos elementos de un sistema a la manera, pero lo hizo antes, en que lo formuló Roland Barthes, cuando propuso leer el Japón como se lee un texto.
En ese largo, podría ser infinito, e incesante recorrido de Tanizaki no leemos ninguna acción, no hay personajes que interactúen con esos detalles, apenas, de cuando en cuando, la expresión de un sentimiento que la mirada despierta o un recuerdo a propósito del objeto descripto y, sin embargo, no puede dejar de verse ese escrito como una precisa, rigurosa narración. Nuestras costumbres se asombran, ¿cómo es posible? ¿No consideramos acaso que el requisito ineludible del relatar pasa por personajes y acciones? ¿No estamos acaso hechos a una expectativa contractual de esa culminación del contar que designamos como novela, la soberana de las cualidades, el destello del imaginario, el máximo exponente de la potencia de las palabras y el desarrollo de una de las funciones principales de la lengua, como lo señaló con todo acierto Roman Jakobson?
Alguna vez conjeturé que un relato es una confluencia de planos, conjugados y articulados pero en diversas dosis de cada uno; si pensamos por ejemplo en la llamada “novela psicológica”, lo mismo que en la policíaca, es evidente que el elemento “personaje” está potenciado y, en cambio, el elemento narrador (o “narrantur”) semidesaparecido en esa tercera persona neutral de práctica; cuando el narrador está en primera persona el relato acentúa este elemento disminuyendo la presencia de los otros; el “tema” predomina en la “novela histórica” y los demás elementos se le subordinan; en la novela “costumbrista” la descripción es casi un absoluto, pero funciona en torno de la caracterización de tipos, o sea personajes.En El elogio de la sombra la descripción no da respiro, un narrador en primera persona se desliza apenas, el objeto descripto reverbera y el todo propone una novela que no lo sería desde las pautas realistas que determinan nuestra lectura occidental. Es un desafío a nuestros modos y costumbres que, me parece, hay que tener en cuenta: si bien no podemos, como lo hace Tanizaki, rehusarnos a nuestras propias tradiciones y no tenemos por qué adherir a las suyas, bien podemos transgredir aspectos de las nuestras como, en particular, los relativos a las retóricas narrativas. Tal vez sólo para aprender a disfrutar de los bienes que depara el ejercicio de la libertad, en suma la promesa siempre pendiente de la poesía.*
* Mis menciones a la prosa de Tanizaki deben relativizarse porque el texto que pude leer es una traducción al español, por cierto que la encuentro excelente, de Julia Escobar, de una versión francesa de la que no tengo indicación. Escobar le ha impreso una musicalidad y una armonía que me han permitido pensar lo que pensé, pero no me atrevo a afirmar que sea del mismo modo en japonés; la mediación francesa complica un poco más pero, de todos modos, dada la belleza de lo que ofrece la edición de la madrileña Siruela, me atrevo a pensar que no hay traición, sin duda no en los temas pero tampoco, lo que es más arriesgado, en el desplazamiento rítmico de la prosa. Tanizaki, informa la contratapa, escribió este libro en 1933.

poetas ...

Marcos González Sedano
Los pájaros del jardín inglés compiten con Vivaldi en esta tarde de tormenta y de pasión. Nâzim Hikmet, el poeta turco, me acompaña. Voy siguiendo cronológicamente sus pasos. Y me viene a la memoria otro poeta, este español: Fernando Macarro Castillo, más conocido como Marcos Ana. A ambos el sistema les condenó a largos periodos de cárcel. Es esta, tal vez, una tarde de poetas muertos y de poetas vivos.
Cuando llegaron Nâzim y Marcos Ana a la cárcel, ¿estaban vacías o se encontraban ocupadas ya por los desposeídos? ¿Tendremos los de abajo hoy nuestros propios poetas? ¿Han construido ya los obreros las cárceles donde dormirán los trovadores? Benditos sean mil veces los Nâzim y los Marcos Ana.
Pero ¿y nosotros?, ¿dónde están nuestros poetas en esta tarde de tormenta y de pasión mientras suena Vivaldi y los pájaros compiten con él desde el jardín inglés? ¿Acaso ya no queden poetas, desapareció su oficio, se fueron al exilio o sucumbieron bajo la estética del postmodernismo?
Yo conocí a un poeta, un día decidió marcharse y se fue sin decir adiós, con lo puesto. Nosotros nos quedamos esperándole sobre un banco de mármol frío en El Paseo de los Tristes.
Llevo en el pecho un grito, un grito que no sale, es a causa de lo viejo que muere y de lo nuevo que se resiste a nacer. Porque estamos siendo expropiados hasta del agua que bebemos. Porque los mercaderes han tomado nuestras vidas en sus manos y las venden como baratijas en los mercados internacionales.
Yo podría conjurar ahora, en este momento, entre el trueno y el rayo que termina de herir al acebuche, a los viejos poetas. Pero ellos ya nos dejaron la palabra.
Yo podría llamar a otros poetas. Invitarles a la insurrección, a aceptar la ruptura que los amos han provocado, a abandonar el palacio sin cobrar sus treinta monedas. Ellos ya conocen el mensaje de los chamarileros. En esta contienda no habrá reconciliación, no la habrá. Ya sabemos la historia de aquella España. Los demócratas aún siguen enterrados en las cunetas.
Por eso invito a los poetas pardillos (aún) y a los viejos obreros de la palabra a la rebelión, a soñar el futuro a hacer el presente. Si tuviese que pedirles algo en este momento, mis queridas amigas y amigos, mis apreciados desconocidos, les pediría que no abandonasen las calles, que no esperasen a recibir la fórmula magistral para luchar contra la injusticia. Y que sepan ustedes que expropiar a los ladrones es posible.
Si alguien me acusa de que esta carta es un panfleto, he de decirle que no renuncio a esa tradición tan noble aunque mi oficio no es el de escritor. Que no renuncio, ahora y aquí, al borde del precipicio, a la palabra. Porque “la poesía es un arma cargada de futuro”.

Todos deseamos a Silvia

“¿Quién es la cabra llamada Sylvia?” Digámoslo de entrada: Sylvia es “ese oscuro objeto de deseo” de Buñuel o de Dalí o de Lacan. Y aquí radica la fuerza del guión de La cabra, de Edward Albee, que ha subido a escena en Buenos Aires. Porque, cuando se trata del deseo, el objeto está oculto: la cabra sirve de excusa imaginaria para sostener lo real a partir de lo simbólico: las palabras que montarán la dimensión lúdica.
En “Albee y la primacía de la palabra”, Victor Winstock sostiene que “en La cabra conviven la dimensión lúcida, extática, oculta, extraordinaria de los mitos y la convención gris, mediana, patente, ordinaria de lo cotidiano. En esa convivencia delicadamente equilibrada reside el secreto de su éxito. Martin y Stevie son tan extraordinarios como Edipo y Yocasta, pero también son tan ordinarios como Helmer y Nora –la pareja protagonista de Casa de muñecas, de Henrik Ibsen–. Las euménides y el Minotauro deambulan invisibles por la mansión de los Gray: lo que vemos es una familia feliz, sabia y rica; lo que vemos es la crema y nata del mejor perfil del sueño americano... y luego vemos cómo se derrumba. Este es el verdadero sueño americano; no es el mundo color de rosa que habitan el Chavo y la Chava de La obra del bebé, sino el sueño de los grandes pensadores estadounidenses: somos testigos de la hipocresía y la catástrofe que derrumban el mundo de Henry David Thoreau, Martin Luther King y Susan Sontag. Estamos en el terreno de la erudición; aquí no cabe el vulgo, sólo hay lugar para la aristocracia del saber. Incluso el amigo Ross es culto y noble a pesar de sí mismo, por encima de la mezquindad y la impertinencia que lo impulsan hacia la traición. Por eso La cabra no entra en la horma de la categoría tragicómica; porque la ordinariez se eleva al ámbito místico”.
¿Qué sucede con quienes rodean a un sujeto pegado a su oscuro objeto de deseo cuando esa “elección” no coincide con los parámetros o los valores esperados? ¿Qué sucede con el propio sujeto, sujetado por ese deseo? La problemática trágica que descubre Freud, por vía de lo inconsciente, es que el sujeto no tiene un deseo, sino que el deseo tiene a un sujeto, tomado por el deseo. ¿Qué decimos después de cometer un fallido? “¿Yo dije eso? Yo quería decir otra cosa...” Cierto: El yo no quería decirlo; pero la otra escena –por la cual es tomado– lo enunció. Por eso dijo Freud que “el yo no es amo de su propia casa”; por eso todo conocimiento es paranoico: viene desde el otro. Y aquí retomamos al Dalí de Lacan y a La cabra de Albee.
La obra de Albee presenta la devastación de los axiomas rígidos que una sociedad tiene en función de los ideales, de las premisas ideológicas, de las señales que el otro da desde el origen. Nos confronta con nuestras propias miserias; nos recuerda que el deseo es sexual, que tenemos hambre de sexo; que el sexo –el deseo– nos toma y es violento. Nos habla de cómo una “elección sexual de objeto” puede transformar una condición pequeñoburguesa en un caos de contrasentidos; en un futuro absurdo, en un hoy inadecuado. ¿Inadecuado para quién? ¿Quién puede estar autorizado a tirar la primera piedra? ¿Quién puede dictaminar la manera de goce con que un sujeto pudo haber sido tomado, más cuando no sea que esté violando el campo del semejante? En todo caso, la ley del deseo priva sobre el ideal, muchas veces con sarcasmo o ironía.
Agrega Victor Winstock: “En su Anatomía de la crítica, Northrop Frye demuestra cómo en la tragedia moderna la ironía ocupa cada vez más un lugar preponderante: la tragedia es inevitable en el marco del destino según la concepción griega, como lo es también en el universo isabelino; pero es probablemente evitable en la América de fin de milenio. La ironía no sólo permite a Albee ascender a lo trágico sin desprenderse del naturalismo, sino que otorga la distancia óptima al espectador para identificarse con Martin Gray sin derrumbarse con él”.
Sylvia, la Cabra, sirve para que repensemos que las palabras no pueden subsumir lo sexual; que existe un hiato entre sexualidad y significante; que no todo puede ser dicho; y que los humanos empecinados en “corregir” –narcisismo mediante– la “elección” de otros no lograrán más que la fortificación del yo, la rebeldía, el aislamiento y –ya cuando los escudos se gastan– el renunciamiento. Sirve para que podamos entender, muy a pesar de nuestros imperativos ideales, que el goce es particular, que cada sujeto ha podido hacer de su laleo un discurso relativamente conveniente para sobrevivir.
* Marcelo A. Pérez  Psicoanalista.

Transgénicos, veinte años después

Los cultivos transgénicos han fracasado:

- La transgenia comparte con la* bomba atómica* el mérito de ser la  tecnología que más gente ha conseguido tener en contra, y el número no deja de crecer. La sociedad civil en general y en particular las organizaciones
campesinas, ecologistas y de consumo, y también organizaciones a favor de los derechos humanos, claro, rechazan abiertamente las semillas de Monsanto y compañía.
- Los abusos cometidos por las empresas de biotecnología en todo el mundo confabulando con las autoridades administrativas han quedado desvelados, con pruebas evidentes y sin dudas razonables. Son casos que *ya se estudian en escuelas de negocios*.
- En Europa, semana sí, semana no, un país rechaza los transgénicos, un territorio se declara libre de transgénicos, se alargan las moratorias de prohibición de estos cultivos y* se ganan juicios y denuncias* sobre sus inconvenientes. La empresa con patatas transgénicas incomestibles se ha retirado –asustada y fracasada- del mercado europeo.
- En la India el lema ¡Monsanto, fuera de la India! *es un movimiento y el movimiento* en Haití rechazó tras el terremoto las semillas que Monsanto regalaba.
- La naturaleza también ofrece resistencia, y los cultivos transgénicos sufren resistencias, como el amaranto, cereal de los diositos mayas. *¡Divinas resistencias!* Y la ciencia independiente explica las propiedades transgénicas: pocos milagros y muchos tormentos para la salud del Planeta.
- Hasta las mariposas y abejas saben que la pérdida de biodiversidad y la degradación del suelo tiene que ver con el modelo agrícola que empujan los transgénicos, sus semillas patentadas y sus agroquímicos esparcidos. Informadas *vuelan lejos de los cultivos transgénicos, bien lejos.*
- ¿Diseñan en los laboratorios cultivos que no dependan del petróleo? Eso sería pensar hacia delante, pero* la ciencia transgénica piensa con los ojos tapados.*Mientras tanto y desde siempre el saber campesino sabe cultivar sin avionetas y sin fertilizantes sintéticos.
- Decían que darían de comer a varios planetas y muchos universos, pero* algo salió mal.* Ni arroz vitamínico, ni tomates gigantescos, ni lechugas sin regar…ningún transgénico ha sido pensado para comida de personas. Sus
únicos inventos, la soja, colza y maíz, que se monocultivan son materia prima para engordar la ganadería industrial (y ahora industria automovilística) de países ricos y obesos. Un descuido científico que aclara y sentencia.

Un fracaso del que ya casi no habrá que hablar. La plaga transgénica, sus inversiones, sus tejemanejes y sus emporios que se comerían el mundo, dos décadas después cubren tan solo un 3% de la tierra agrícola mundial,
recluidos en cuatro o cinco países.

Un 97% de la tierra agrícola del mundo continúa estando libre de transgénicos.

Sentimos notificarlo, *transgénicamente no hay nada que hacer.*

Homenaje a Alejandra Pizarnik

Vení, quedate.
tomá este trago, llueve,
te mojarás en la rue Dauphine,
no hay nadie en los cafés repletos,
no te miento, no hay nadie. 
Ya sé, es difícil,
es tan difícil encontrarse

Julio Cortázar (fragmento, Homenaje)

Otro victoriano eminente

A su manera, Bram Stoker (1847-1912) fue una víctima del Titanic. Abandonó este mundo el sábado 20 de abril de 1912, pasado mañana hará cien años, pero la noticia de su fallecimiento pasó casi inadvertida en aquella tremenda semana en que los telégrafos y la prensa de todo el mundo se hallaban demasiado ocupados por la avalancha de noticias, comentarios e historias de interés humano suscitadas por el hundimiento del transatlántico, ocurrido en la madrugada del lunes anterior.
Ahora podría suceder algo parecido. El actual revival mediático del trágico naufragio deja escaso margen para conmemorar el centenario de la muerte de quien dio forma a uno de los más conspicuos y resistentes iconos de la cultura popular. Drácula es, a su modo superficial y limitado, un descendiente espurio de aquella estirpe mitológica del individualismo moderno en la que brillan con luz propia Don Quijote, Robinsón Crusoe, Don Juan y Fausto. De la vitalidad de ese mito que, como todos los que perduran, siempre habla de algo que tiene que ver con las fantasías, ansiedades y terrores de cada generación, da fe su enorme desarrollo posterior, tanto en la literatura como en el cine.
Drácula (1897) no surge de la nada. Stoker reelabora tradiciones y leyendas del folclore europeo enriquecidas y desarrolladas en el primer romanticismo y en la edad de oro de la literatura gótica, y que ya habían inspirado a autores como Hoffmann, Byron, Poe, Baudelaire, Polidori, Le Fanu, Gautier, Dumas, Gógol, Turgueniev y otros muchos. Todo mito muta, y el acierto de Stoker consistió en redefinir al vampiro para su propio tiempo, logrando condensar en él simbólicamente el zeitgeist de aquel fin de siècle en el que parecían tambalearse todos los valores de la amplia clase media que había forjado la prosperidad del reinado de Victoria, cuando Londres, en palabras de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas, 1902), se convirtió en “la ciudad mayor y más grande de la Tierra”.
Para plasmar su personal interpretación del mito Stoker recurre a una fórmula que marca distancias con la narración tradicional, desplegando el relato a través de elementos narrativos tan dispares como notas taquigráficas, cartas, diarios, recortes de periódico, telegramas, informes médicos, bitácoras, apuntes. La fragmentación moderna al servicio de una historia en que las creencias tradicionales (la religión y la superstición) se hermanan con la ciencia para conjurar el mal absoluto. Junto con el hisopo, el agua bendita, la cruz, la estaca y los ajos, a Drácula se le derrota con ayuda de telégrafos, teléfonos, máquinas de escribir, fonógrafos, cámaras Kodak. Y todo ello en una ciudad a la que se puede llegar en ferrocarril y cuyas calles ya conocen la luz eléctrica.
En las páginas de Drácula pueden rastrearse los temores a esa modernidad percibida como peligrosa: el despertar de la “nueva mujer” (amenaza a la sociedad patriarcal); la avalancha de emigrantes (terror a la “mezcla” y a la “degeneración”); la irrupción violenta de lo reprimido, incluida la sexualidad (algo que ya se reflejaba en El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, 1886); la inseguridad de las grandes ciudades, en cuyos slums se hacinan los (amenazantes) proletarios.
Drácula es una novela en la que siempre se descubre algo nuevo, quizás porque su angustiosa historia logra conectar de forma desplazada con las ansiedades de cada época y de cada lector. De ahí su éxito y su poder de sugestión. Que esa novela fuera imaginada y escrita por un dublinés protestante que podría pasar por arquetipo de la hipócrita respetabilidad victoriana (incluso murió a consecuencia de una sífilis contraída en los burdeles) no es sino otro de sus misterios. Espero que en el día en que se conmemora el centenario de su muerte, cuyo eco fue ahogado en el fragor del naufragio del Titanic, alguien se acuerde de dejar un ramo de rosas rojas ante la urna del cementerio londinense de Golder’s Green donde reposan sus cenizas.
Manuel Rodríguez Rivero, el país
eres, bajo la luna, esa pantera 
que nos es dado divisar de lejos
j.l.borges

casa batllo




Follow the Drinking Gourd -Sigue la calabaza para beber-

Los esclavos norteamericanos convivían con el cielo, era su techo natural, de día y de noche y conocían bien las constelaciones del hemisferio norte, como la Osa Mayor. Una organización antiesclavista, Underground Railroad (Ferrocarril Subterráneo)  los ayudaba a escapar haciendo que se transmitiera una canción que,  mediante guiños y claves, escondía el camino hacia la libertad. Se llamaba Follow the Drinking Gour” (Sigue la calabaza para beber).

 “Cuando el Sol regresa / y la primera codorniz cante /
sigue la calabaza para beber / porque el viejo te está esperando /
para llevarte a la libertad / Si sigues la calabaza para beber”.

Los versos indicaban a los esclavos comenzar la fuga en invierno: cuando el Sol regresa y cuando se escucha el canto de la codorniz. Y la calabaza para beber: era el nombre que los negros le daban alGran Cucharón, un grupito de siete estrellas  perteneciente a la constelación de la Osa Mayor, visibles durante toda la noche en dirección Norte. 

“La orilla del río es un muy buen camino/ los árboles muertos te mostraran el camino/
pie izquierdo, pie de palo, viajando/ sigue la calabaza para beber.
El río termina entre dos colinas / sigue la calabaza para beber,
hay otro río al otro lado / sigue la calabaza para beber”.

Siguiendo el río Tombigbee, los fugitivos caminarían inevitablemente hacia el Norte. Además, los árboles muertos de la orilla tenían dibujos de huellas de pies izquierdos y patas de palo trazados por integrantes del Underground Railroad

“Cuando el gran río encuentra al pequeño río / sigue la calabaza para beber /
el viejo hombre está esperando /para llevarte hacia la libertad /
si sigues la calabaza para beber”.

El gran río es el Ohio y el pequeño es el Tennesse. Y en la orilla norte del Ohio estaba la ansiada libertad: los miembros de Underground Railroad, que los esperaban para llevarlos hasta los ferrocarriles cercanos.

La canción de la calabaza celeste describía un camino natural que había sido muy cuidadosamente elegido: casi doscientos mil esclavos vivían cerca del río Tombigbee, se calcula que se salvó la cuarta parte gracias a estas estrofas.
Transmitida de padres a hijos durante años y años, la canción ocultaba información preciosa, vital. De día, los ríos, los árboles y las colinas. Y de noche, un grupito de estrellas familiares e infalibles.Follow the Drinking Gourd era un genial mapa cantado. Un verdadero hit de la libertad.

frag. de una nota de Mariano Rivas para Página 12

Música y no balas, O. Bayer

Acaba de terminar marzo, el mes de la memoria. Recordar para no repetir. Para aprender definitivamente. Preguntarse el porqué de la época más humillante de nuestra historia. El tiempo más perverso desde aquel glorioso Mayo de 1810.
De pronto, la Muerte Argentina. Desaparición. Videla, Massera, Agosti. Robo de niños. Viola, Galtieri, Etchecolatz. Campos de concentración. Menéndez, Bussi. Y los civiles de siempre: Martínez de Hoz, Costa Méndez. Pero ahora, el recuerdo vibrante de la tragedia. La tierra vibró en este marzo.
Aquellos jóvenes luchadores. Desaparecidos. Sospechados de desear que la democracia fuese para todo el pueblo. No a las estancias de los miles de hectáreas y a los niños descalzos con hambre ya en los ojos.
Por eso, desaparecidos. En el tiempo en el que en esta tierra siempre con semillas era administrada por Martínez de Hoz. Sí, la línea directa del fundador de la Sociedad Rural. Y al que no le guste, se lo tira vivo desde aviones militares al mar. Argentina, Argentina.
De la universidad puntana a la Plaza Pringles, sí, a pocas cuadras. La APDH, siempre presente, ha puesto a la vista los retratos cada vez más jóvenes de los desaparecidos sanluiseños. Presentes para siempre. De los desaparecedores, nada. Ni siquiera tienen una ortiga en sus tumbas. Si les ponen lápidas, ahí va a estar siempre el escupitajo del desprecio.
Sí, porque la verdad y la ética triunfan, aunque se las quiso retrasar con obediencias debidas y puntos finales.
Ahora, los treinta años de Malvinas. Para recordar esa tragedia recurrimos al arte para interpretar la síntesis de la realidad vivida. Recordar siempre Malvinas.
Para eso nos reunimos en el escenario con el músico inglés sir David Chew y el argentino Blas Rivera. Violoncello y saxo. Y acompañándolos en piano un latinoamericano, el uruguayo Fernando Goicochea. Música para unir lo humano. Y logramos unirnos en esa palabra trágica: Malvinas. El inicio, la palabra: la historia de la tragedia relatada con poesía. Luego, música argentina y británica: Piazzolla, John Lennon, McCartney, Contursi... y muchos más. Juntos. La guerra. Entro al escenario y muestro mi tristeza. Han muerto jóvenes. El ogro imperialista que en el pasado fue el mayor traficante de esclavos e invadió y ocupó regiones enteras con un sello colonialista, ahora nos despedazaba jóvenes con el cobarde y mortífero fuego militar. Y nuestros generales desaparecedores se escondían y se rendían en cuanto sonaba el primer tiro. Con un dictador borracho que se creía Dios con el vaso de whisky en la mano. General Galtieri. General de la Nación. La tragedia. Fui nombrando uno por uno a los jóvenes soldados que no volvieron de Malvinas. Traté de describir sus sueños, sus comienzos en la edad del amor. De pronto, la guerra, el matar o ser muerto. La única disyuntiva. A la edad de 18 años... 19... 20. Matar hombres o ser muertos por hombres. Sin sentido. La muerte uniformada. Y mientras tanto, el hambre. No llegaba la comida para los soldados argentinos. Los generales y sus civiles se habían olvidado de organizar los alimentos para la tropa. La tropa. Los soldaditos argentinos debían robar comida para poder sobrevivir. Los oficiales argentinos se quedaban con la carne, los suboficiales con las papas y para los soldados había, no siempre, un caldo.
Leo textos del Informe Rattenbach. Esas páginas, muestra de dignidad y coraje civil ante la mafiosa cúpula dictatorial. Ahí está descarnadamente la verdadera cara del desastre militar. Leo las declaraciones del general Martín Balza que actuó como coronel de artillería en las islas, quien acaba de denunciar: “La cobardía y la impericia de la mayoría de los altos mandos militares que condujeron política y militarmente el conflicto bélico. Los miembros de la Junta militar y otros mandos que visitaron la isla y se fotografiaron en ellas se borraron cobardemente cuando comenzó el ruido del combate y silbó la ametralladora”. Al desnudo. San Martín, Belgrano, Juana Azurduy. No: Galtieri, Menéndez, Astiz.
En el escenario leo los nombres de los soldaditos muertos: Roberto Estévez, Víctor Bengo, René Blanco, Jorge Ron, Pedro Florentino Larrosa... uno por uno, pido al público que nos tomemos el tiempo de verlos desfilar allí mismo, frente a nosotros. Aquí, ahora. De ver cómo eran sus sonrisas, cómo nos miraban sus ojos, algunos ya con los colores del primer amor, la alegría del primer trabajo... Antonio Cayo, Manuel Olivera, Antonio Lima, Omar Rupp, Heriberto Avila... 657, 657, 657. Muertos.
Humillados. El fiscal general ante la Cámara General de Casación Penal, Javier de Luca, acaba de declarar que “la Corte Suprema debe resolver si las torturas y vejámenes que sufrieron los soldados por parte de sus propios oficiales durante la guerra de Malvinas deben ser considerados delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra. La causa judicial que contiene cerca de cien denuncias por estacamientos, muertes por hambre e incluso el asesinato de un soldado por oficiales de las Fuerzas Armadas, debe abrirse ya”.
Torturar a los propios soldados. Casi todos porque se pusieron a buscar comida. El hambre los acosaba.
Leo el nombre del último caído: Heriberto Acosta. El general Galtieri se sirve su último vaso de whisky en ejercicio del poder, allí en su cómodo despacho. Creía que las Malvinas iban a ser la tabla de salvación que ayudaría a que se olvidaran sus infames crímenes. Desaparición. La Muerte Argentina. El más pérfido método de la Historia para eliminar a los rebeldes del sistema.
Otra vez el rostro de los jóvenes soldados muertos hace treinta años ya: 1, 2, 3, 4, 5... 653, 654, 655, 656, 657. En vez de una vida plena de futuros, la muerte. En vez de hacerlos recorrer los caminos plenos de flores de esas que nos regala la naturaleza y hacerles probar las sabrosas frutas del arte y la convivencia, no, el hambre y la muerte. En vez de sueños, el vientre abierto, desgarrado por las ametralladoras... y los que quedaron vivos ven todas las noches aparecer el rostro transido de dolor de los compañeros que no volvieron.
Recurramos al arte para encontrar el camino de poder explicarnos esto. El silencio domina al público. Ni una voz, ni el llanto de un niño. Es cuando entran los músicos: el inglés, el argentino y el latinoamericano de origen uruguayo. La música: Astor Piazzolla, John Lennon. Melodías. Los tangos. Los Beatles. Un saxo, un violoncello, un piano. Todo es sonido: vuelan los pensamientos. Instrumentos musicales en vez de cañones, ametralladoras, balas, balas.
Las manos del músico inglés acarician sonidos como para tapar culpas. El saxo argentino arranca sonidos que buscan ecos que sirvan de protesta y consuelo.
Final: los músicos se miran, se dan la mano y luego no pueden contenerse y se abrazan. El público guarda silencio. Un silencio demasiado tenso que finalmente estalla en aplausos que se desparraman por todos lados como agua de montaña. El consuelo. Aquí, el único camino para vencer a la muerte. El arte.

Veneno, Juan Forn

Se puede decir que entré en la literatura por un ascensor. Me explico: cuando tenía quince, un vecino de mi edificio nos oyó hablar a mis amigos y a mí en un viaje en ascensor, y nos invitó a su departamento en el noveno piso. A partir de ese día empezó a pasarnos libros, recomendarnos películas y ponernos discos, y poco a poco, en aquel living a media luz en plena dictadura, nos hizo entrar a un mundo en el que James Dean le leía a Marilyn el Ulises de Joyce, Dylan Thomas volvía de su última curda al Chelsea Hotel, Coltrane intentaba llegar con su saxo hasta donde Charlie Parker había comenzado su caída libre, Fitzgerald aconsejaba con su último aliento a Faulkner que huyera de Hollywood, Pollock tiraba pintura como napalm en toda tela que le pusieran delante, Sylvia Plath despertaba de su primer electroshock y Burroughs le daba un balazo en la frente a su esposa jugando a Guillermo Tell en una pensión mexicana. Creo que ahí empecé a entender la literatura desde adentro, aunque me di cuenta mucho después. Esa matriz me quedó para toda la vida. He tratado desde entonces de llenarla de otras cosas, de diluirla en mí, mudar de piel, dejarla atrás. Pocas cosas me decepcionan como la literatura y el cine y la música yanqui de Reagan para acá. Pero igual tengo esa matriz en el adn, y me delato cada tanto: la exposición muy temprana al American Way deja una impronta que se les nota para siempre a sus víctimas.
Déjenme ahora ir un poco más atrás en el tiempo. Mi padre acababa de casarse con mi madre, o quizá fue antes. El ya trabajaba como ingeniero en la empresa de caminos de mi abuelo: en realidad había querido ser dibujante, pero su padre lo necesitaba ingeniero como él (mi padre era el primogénito), así que mi padre fue lo que dijo su padre. Viene entonces Walt Disney a la Argentina. Sin decirle nada a nadie, mi padre deja en el hotel donde se aloja la comitiva una carpeta con dibujos suyos: no había un solo diseño propio, eran simplemente acetatos perfectos de las epónimas figuras de Disney. Pero todo en ellas era increíble: el color, el trazo, la continuidad. Y no Made in USA sino Made in casa por él solito, en sus ratos libres. La gente de Disney le ofreció trabajo bien pago en su factoría de Los Angeles. Mi padre lo mencionó en la mesa familiar esa noche. No hizo falta que mi abuelo levantara su voz de trueno contra él. Mi abuela, que no era de interrumpirlo nunca, se le adelantó. Mi abuela había nacido en Inglaterra. Era, y se creía, criolla de pura cepa, no había vuelto a Inglaterra más que unas pocas veces de paseo, pero hasta el día de su muerte conservó su pasaporte inglés, como un secreto certificado de pedigree, como un recuerdo de otra vida.
Mi abuela sabía que mi padre leía la revista Time y fumaba cigarrillos norteamericanos y copiaba los gestos de los galanes de las películas norteamericanas. Mi abuela sabía también que una gran amiga de mi madre, casada con un amigo de mi padre, vivía en Los Angeles, vivía bien en Los Angeles y había recibido en su casa a mi padre y a mi madre durante su luna de miel. Todo eso lo podía aceptar. Pero que un hijo suyo, ese hijo precisamente (mi abuela tenía algo especial con mi padre: ese cariño callado de las madres que ven lo tremendo que es el padre con el primogénito), que ese hijo se le fuera a vivir a California, al epicentro del mal gusto norteamericano, era sencillamente inaceptable para ella. Le dijo con su voz pacífica de siempre: “Ese país no es para vos, hijo”. Mi padre pudo haber tenido la vida de sus sueños trabajando para la Disney, jugando al golf y tomando martinis al atardecer en la costa californiana, y yo me salvé de nacer allá, porque mi abuela le hizo sentir con una sola frase que ésa no era una vida para él. Y nunca más se habló del asunto. Mi padre fue ingeniero el resto de su vida. Nunca más dibujó, que yo sepa. En cambio, ganó plata.
Mientras tanto yo crecí y llegó mi adolescencia, mi rebelión, empecé a practicar todo lo que a mi padre le daba tirria: el desorden de los sentidos, básicamente. Yo escribía poesía, yo odiaba su utopía de pacotilla, eso que Henry Miller llamó la pesadilla de aire acondicionado. Lo asombroso fue que elegí como guía, como padre espiritual en la construcción de mi utopía, a un tipo que me inoculó la versión alternativa del Mito USA: el desorden de los sentidos American Way. En la Argentina de la dictadura, yo quería ser un beatnik. El demonio, como sabemos, tiene muchas caras. Uno vuelve la vista atrás y ve cada encrucijada en que se cruzó con él (Kierkegaard decía que el problema de la vida es que se la vive para adelante pero se la entiende para atrás). El demonio es básicamente un veneno. Para que funcione tiene que haber algo en nosotros que responda a él: el veneno funciona si hace contacto con eso. De manera que reconocemos al demonio cuando ya lo llevamos dentro. Aquel vecino del piso nueve, aquel tipo que nos abría la cabeza a base de libros, discos y películas, tenía una hija. Era viudo y tenía una hija que era bastante menor que nosotros y que, de un día para el otro, dejó de ser la pendeja amarga y anteojuda que se paraba desafiante delante del sofá donde nos desparramábamos para decirnos: “Ustedes no son beatniks”. Volvió de un verano transfigurada en una beldad que te cortaba la respiración. Mentira: no era tan linda, pero a nosotros tres nos cortaba la respiración. Era una morocha argentina. Por ella se pudrió nuestra amistad y por ella nos peleamos con su padre, cuando pescó a uno de nosotros en la cama con su hija y nos echó a patadas a todos de su departamento, y puso a su hija pupila en un colegio en Córdoba, y nosotros terminamos el secundario y rumbeó cada uno para su lado.
Cuando ese tipo ya llevaba tiempo largo bajo tierra, y mis amigos de entonces habían devenido uno financista y el otro estanciero, y llevábamos treinta años sin vernos, yo me reencontré con ella. Nos cruzamos acá en Gesell, ella había venido por unos días. Tiene el pelo gris y la cara hermosamente arrugada y es una especie de pachamama, de monja zen, que habla poco pero te la pone con lo poco que dice. Por ella supe que su padre era de la CIA. Nada especial: un perejil, nomás. Técnicamente hablando pertenecía al UCIS, el departamento de extensión cultural que, en cada embajada americana del mundo, solía ser la tapadera de la CIA. No pudo o no quiso averiguar mucho más, y no le era grato contármelo, pero me lo debía, por amargo que fuese. Con esa misma calma sobrenatural me dijo, un rato después, que sabía por qué yo no había ido a rescatarla de aquel colegio pupilo de Córdoba. Citó textuales unas palabras que su padre repetía siempre, y yo bajé la cabeza y no pude mirarla cuando ella dijo: “En el oficio de escribir se aprende rápido que, más útil que tener una musa, es haberla perdido”. Porque en lo más íntimo sé que empecé a ser eso que se llama escritor en aquel momento exactamente, cuando no la fui a buscar.

Soberanía y poder, Feinmann

La política es como la fe. No hay razones para creer en Dios. No hay razones para no creer en Dios. Dios es indemostrable. Todos esos ejercicios que radican en demostrar su existencia o su inexistencia son banales. En su camino hacia Dios llega un momento en que la razón, impotente, se detiene. El que quiera creer tendrá que saltar. El que no pueda saltar no creerá. El salto es la fe. Es un salto sobre un abismo, un salto sin red. De aquí que la fe no sea la razón. La razón procede por sumatorias que convergen en la demostración de algo. Hay un hilo conductor. Nunca aparece el abismo. La razón construye un camino seguro, sólido. Si pretende demostrar algo sobre Dios se sorprenderá siempre en cierto momento: un abismo se abre ante ella y no puede avanzar. Carece de pruebas empíricas, verificables. Uno de los grandes principios de la razón es la posibilidad de la verificación empírica. Dios no es verificable empíricamente. Ese es el abismo. Ahí, si aparece, se necesita la ayuda de la fe. La fe me permite saltar el abismo de la imposibilidad empírica.
¿Qué pasa con la política? ¿Cómo se toma una decisión? ¿Se tienen todas las variables posibles y se decide en base a ellas? No, jamás se tendrán todas las variables posibles. En la guerra –que, no lo olvidemos, es célebre decir que continúa a la política por otros medios–, ¿cuándo se decide atacar una posición enemiga? Primero hay que evaluar su poder de fuego. Luego el nuestro. Luego compararlos. Si la diferencia es decisiva a favor del enemigo, el ataque no se produce. Siempre la pregunta primera y fundamental es: ¿tenemos las fuerzas necesarias para derrotarlos o para intentarlo con razonables posibilidades de éxito? Aquí (y lamentablemente esto se ha hecho escasamente en América latina) hay que dejar de lado consideraciones laterales como: somos mejores; tenemos ideales, ellos son mercenarios; sabemos por qué luchamos, ellos no; uno de los nuestros vale por tres o cuatro de ellos porque la causa por la que lucha es justa; la justicia de nuestra causa nos hace poderosos; etc. La cuestión debe centrarse en una evaluación racional del poder de fuego del enemigo y del nuestro. Tampoco esto nos dirá jamás con exactitud: ahora, llegó el momento, el triunfo es seguro. No, también aquí hay que saltar. Toda decisión es un salto. Ninguna decisión se toma sobre terreno seguro. Ningún triunfo está asegurado. Pero hay que extremar el análisis empírico hasta donde pueda llegar. El salto puede ser extremo o mínimo. Cuanto más mínimo sea, mejor. En la fe siempre es enorme. Dios está lejos. Es Dios. El enemigo es tan humano como nosotros. Podemos hasta intuirlo.
En 1949, durante el brillante primer gobierno de Juan Domingo Perón, se decide modificar la Constitución de 1853. Perón podía hacerlo. Tenía con él al Ejército, a las masas, a los medios de comunicación (no a todos, pero aun ni los contrarios lo atacaban con furia destituyente: gran palabra incorporada definitivamente a nuestro léxico político por los intelectuales de Carta Abierta), a la Iglesia, a los sindicatos, etc. Convoca a Arturo Sampay. Imposible decir en poco espacio quién fue este patriota, este hombre brillante, acaso el más brillante (junto con John William Cooke) que Perón tuvo a su lado. Nació en 1911 en Entre Ríos (Concordia) y luego de muchas penurias e injusticias fue recuperado, reconocido y exaltado por el gobierno camporista en 1973. Le duró poco: murió en 1977. Se lo considera, con razón, “el padre de la Constitución del ’49”. Para esta encrucijada Perón se rodeó bien: acudió a Domingo Mercante, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, y al mencionado Sampay, que era hombre de Mercante. Las relaciones de Perón con Mercante habrán de deteriorarse. Pero aún no. Ahora los tenemos –hombro con hombro– trabajando en el poderoso texto constitucional del ’49. La “oposición” intentó siempre reducir este texto al mero intento de la reelección de Perón. Cuando el antiperonismo piensa desde el odio no piensa, odia. La “Constitución de Sampay” es una obra maestra del constitucionalismo. CFK preguntó –en medio de un discurso que dio en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado– si “en la Constitución de Sampay” figuraba el derecho de huelga. No, y ella lo sabía perfectamente. Fue un hecho histórico. Por primera vez un dirigente peronista señaló una carencia de ese texto constitucional que expresaba a Perón y después a Sampay. Porque la del ’49 es la “Constitución de Sampay”, pero Sampay la hizo porque Perón se la pidió y le dio su apoyo. No reconocer el derecho de huelga debe haber disgustado a Sampay, un jurista que sabía mejor que nadie todo lo que necesita un texto constitucional para ser perfecto. Pero la decisión fue de Perón (y seguramente de Eva Perón): en la patria justicialista no había por qué hacer huelgas. El Estado estaba al servicio de los obreros. Del modo que sea, quedó como uno de sus puntos vulnerables.
Por el contrario, el punto más alto de la Constitución del ’49 está en sus artículos 38 y 40. El primero plantea la “función social de la propiedad privada”. Para el homo capitalista, la propiedad privada no puede ser violada, expropiada o vejada (es decir, extraída de las manos de sus dueños) porque expresa la manifestación objetiva de su libertad. Hegel, en su Filosofía del Derecho, postula que la propiedad privada, en tanto elemento objetal, es la expresión de la subjetividad al volverse objeto. La libertad del sujeto sirve para apropiarse del objeto y encontrar en él la expresión material de su libertad. Así, el homo capitalista –en su afán de apropiarse de las cosas– termina por identificarse por ellas. Este proceso de cosificación ha sido estudiado por Marx, Lukács y Sartre. Sartre (filósofo de la libertad del sujeto) lo hace de modo brillante en la Crítica de la razón dialéctica. (La dialéctica sartreana está lejos de la tradicional dialéctica marxista al no trazar ninguna teleología y constituirse en una dialéctica de la libertad.) “La propiedad privada (postula el artículo 38) tiene una función social y (...) estará sometida a la ley con fines del bien común.” Y el anteproyecto del Partido Peronista (bajo inspiración también de Sampay) dice: “La propiedad no es inviolable ni siquiera intocable, sino simplemente respetable a condición de que sea útil no sólo al propietario sino a la colectividad. Lo que en ella interesa no es el beneficio individual que reporta sino la función social que cumple”.
Pasemos al artículo 40. Este artículo fue incorporado –en 1971– al artículo 10 de la Constitución política del Estado por el gobierno popular de Salvador Allende. Este es el comienzo del artículo 40: “La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo (...) El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar una determinada actividad en salvaguardia de los intereses generales”. Y ahora –señores– atención: Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias.
El primer peronismo tuvo una clara base ideológica. Reside en esta Constitución. Se la puede buscar también –más tenuemente– en los Apuntes de Historia militar de Perón y en sus clases de Conducción política. Los actuales nucleamientos jóvenes del peronismo deberán buscar ahí las fuentes del justicialismo. Tanto en el texto de la Constitución del ’49 como en el Anteproyecto de la Reforma de la Constitución (Partido Peronista, Buenos Aires, 1949). También en: Arturo Sampay, Constitución y Pueblo, Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973. Texto que Sampay publica bajo el ala protectora del camporismo. Y –si me permiten– uno de los mejores análisis de la economía peronista está en el libro del militante comunista Juan Carlos Esteban, Imperialismo y Desarrollo Económico, Editorial Palestra, Buenos Aires, 1961. Aconsejo buscar estos textos, publicarlos y estudiarlos severamente y dejar de lado ese fárrago seudofilosófico de La comunidad organizada, texto ante el que se prosternaban en los setenta los Demetrios y Guardia de Hierro, o sea: el peronismo mogólico. Texto que pertenece más –mucho más– a Nimio de Anquín (buena persona, pero católico tomista y discípulo de monseñor Octavio Derisi) que a Carlos Astrada.
El motivo de estas líneas radica (dentro de lo posible) en enriquecer una decisión patriótica de la Administración Fernández de Kirchner. La incansable iniciativa política de CFK sorprendió una vez más al país. No hay nada que decir. Los que se opongan harán el ridículo. Conceptualmente, la medida significa afirmar una vez más la intervención del Estado en la economía. Hace muchos años decíamos: “Los países periféricos no tienen economía, la economía los tiene a ellos. Lo que tienen es la política”. Y Horacio González decía: “El hombre es el centro de la política”. El Estado nacional, popular y democrático es el gran enemigo de la economía de mercado. Habrá que defenderlo. Porque cada medida que se toma debe tomarse en relación con el poder que se tiene para imponerla.