lunes, 15 de octubre de 2012

Mar de vida

El cuerpo frágil de un niño.
Simbolizando la frágilidad de la existencia humana.
El centro del Universo.

Capturar. Girar.

Tratando de pescar la vida.
Traerla a tierra. Determinarla.

Miserias o bendiciones.
Al final esto no es nada más que una ola en el lago...
 Raja Alem
¿Hacia dónde irás Europa?
Júpiter se presentó ante ti bajo la apariencia de un toro. Te engañó su fingida mansedumbre e, inocente, aceptaste montar en su lomo. Su añagaza te llevó mar adentro hasta que fue imposible regresar a la costa. 
A
hora te miras y no te reconoces. Se adivina en la extrañeza con que contemplas tu rostro reflejado en el espejo de bronce. No te gustas. Y te preguntas si fue Júpiter quien te raptó o ha sido, en realidad, un dios sediento de riquezas, quien ha reducido a cenizas tu belleza y tu futuro. Desposeída de tu inocencia y tu virtud, ultrajada por ese desconocido sin entrañas, empobrecida y encinta, ¿hacia dónde irás, Europa? 


Desaparecidos pero no olvidados
No se puede impedir que los pàjaros de la tristeza vuelen sobre tu cabeza, pero sí se puede, impedir que aniden en tu cabello.

Virgilio, Imprecaciones

Antes se hará dulce lo amargo, blando lo duro, 
los ojos verán blanco lo negro, diestro lo izquierdo, 
emigrarán a otros ajenos los átomos de los cuerpos, 
antes de que mi amor por ti salga de mis médulas. 
Aunque seas fuego, aunque agua, siempre te amaré, 
pues siempre podré acordarme de mis gozos contigo.

A mi abuela, Marina Tsvetáieva

Joven abuela, ¿quién eres?
Cuántos sucesos te llevaste,
cuántos sueños imposibles,
al insaciable seno de la tierra,
polaca de veinte años.
El día era inocente, el viento fresco.
Las sombrías estrellas morían.
Abuela, esta cruel tempestad
en mi corazón ¿no me viene de ti?

Cuéntame como vives (Cómo vas muriendo)

Cuéntame cómo vives;
dime sencillamente cómo pasan tus días,
tus lentísimos odios, tus pólvoras alegres
y las confusas olas que te llevan perdido
en la cambiante espuma de un blancor imprevisto.

Cuéntame cómo vives.
Ven a mí, cara a cara;
dime tus mentiras (las mías son peores),
tus resentimientos (yo también los padezco),
y ese estúpido orgullo (puedo comprenderte).

Cuéntame cómo mueres.
Nada tuyo es secreto:
la náusea del vacío (o el placer, es lo mismo);
la locura imprevista de algún instante vivo;
la esperanza que ahonda tercamente el vacío.

Cuéntame cómo mueres,
cómo renuncias —sabio—,
cómo —frívolo— brillas de puro fugitivo,
cómo acabas en nada
y me enseñas, es claro, a quedarme tranquilo.
GABRIEL CELAYA (1911-1991) - España

Marcel Proust

"... los únicos paraísos verdaderos son los paraísos perdidos" 

El profesional del suicidio (Miguel Garrido Pérez)

El joven Ernesto, empuñando una pistola, se presentó en casa del hombre que lo había arruinado: "No voy a matarle, don Braulio", dijo, "sino a suicidarme ante usted. Caiga mi sangre sobre su conciencia y, lo que es peor, sobre su magnífica 
alfombra persa."
Don Braulio lo disuadió: buenos consejos y una sugerencia: "Si desea quitarse la vida, ¿por qué no lo hace en casa del odioso Cortés?" Y lo convenció con un cheque generoso. "Aunque no lo conozca, la prensa buscará razones y arruinaremos su carrera."
Pero el odioso Cortés lo contrató para suicidarse en casa del pérfido Suárez, éste le pagó para hacerlo en la de su enemigo Ramírez, y así sucesivamente. Ernesto se retiró veinte suicidios después. "La bondad de los hombres me ha salvado", solía decir.

jose pablo feinmann, la yegua

Sin embargo, los seres marginados por la cultura y la jactancia de clase de los dominadores saben dónde poner sus amores. No son crédulos de los arrabales sobre los que las clases altas deban imponer su linaje y conducirlos. Son seres libres, libremente han elegido sus opciones y libremente las defenderán. Si alguien les dice “yeguas” a las mujeres por las que han decidido ser representados, dirán con simpleza, pero para siempre: –Eso sí que no se lo permito. 
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-204037-2012-09-23.html
Foto: “Yo tengo clavada en mi conciencia, desde mi infancia, la visión sombría del jornalero. Yo le he visto pasear su hambre por las calles del pueblo, confundiendo su agonía con la agonía triste de las tardes invernales...”. Blas Infante.

Albert Camus, Calígula

"CALÍGULA. Era difícil de encontrar.
HELICÓN. ¿Qué cosa?
CALÍGULA. Lo que yo quería.
HELICÓN. ¿Y qué querías?
CALÍGULA (Siempre con naturalidad). La luna.
HELICÓN. ¿Qué?
CALÍGULA. Sí, quería la luna.
HELICÓN. ¡Ah! (Silencio. Helicón se acerca.) ¿Para qué?
CALÍGULA. Bueno... Es una de las cosas que no tengo.
HELICÓN. Claro. ¿Y ya se arregló todo?
CALÍGULA. No, no pude conseguirla.
HELICÓN. Qué fastidio.
CALÍGULA. Sí, por eso estoy cansado. (Pausa.) ¡Helicón!
HELICÓN. Sí, Cayo.
CALÍGULA. Piensas que estoy loco.
HELICÓN. Bien sabes que nunca pienso.
CALÍGULA. Sí. ¡En fin! Pero no estoy loco y aun más: nunca he sido tan razonable. Simplemente, sentí en mí de pronto una necesidad de imposible. (Pausa.) Las cosas tal como son, no me parecen satisfactorias.
HELICÓN. Es una opinión bastante difundida.
CALÍGULA. Es cierto. Pero antes no lo sabía. Ahora lo sé. (Siempre con naturalidad.) El mundo, tal como está, no es soportable. Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo.

(...)

HELICÓN. ¿Y cuál es la verdad?
CALÍGULA (apartado, en tono neutro). Que los hombres mueren y no son felices."

 

viernes, 10 de agosto de 2012

desayuno, Jacques Prévert

Linguistas, Mario Benedetti



Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso 
desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica: 
¡Qué sintagma! 
¡Qué polisemia! 
¡Qué significante! 
¡Qué diacronía! 
¡Qué exemplar ceterorum! 
¡Qué Zungenspitze! 
¡Qué morfema! 
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ''Cosita linda".

"Dame in greuner Jacke" - August Macke

Foto: "Dame in greuner Jacke" - August Macke - 1913, de Julia Martinez

tesoros del oba

copia certificada, a. kiarostami

de poética memoria

 

'El laberinto del mundo', de Marguerite Yourcenar, es su búsqueda del tiempo perdido: el más mínimo recuerdo desata una retrospección colosal. El libro reúne sus tres tomos de memorias —'Recordatorios', 'Archivos del Norte' y '¿Qué? La eternidad'—

Marguerite Yourcenar (Bruselas, 1903-Maine, 1987), fotografiada en 1979 en su casa de Maine (Estados Unidos). / FOTO: JP LAFFONT / CORBIS
La conversión de la realidad en literatura es uno de los más curiosos empeños del ser humano. Por eso mismo es uno de los rasgos que nos definen como humanos. Y fue el principal empeño de Marguerite Yourcenar. El laberinto del mundo conforma una monumental autobiografía a la que dedicó quince años de escritura, los últimos de su vida. El primer volumen de la trilogía, Recordatorios, vio la luz cuando su autora estaba a punto de cumplir los setenta años. El segundo, Archivos del Norte, cuando se acercaba a los ochenta. Y el último, ¿Qué? La eternidad, se publicó póstumo e inconcluso. En esta evocación general de su pasado se cumple la tendencia general de Marguerite Yourcenar a ser más una narradora que una novelista: una narradora que pone al día la antigua tarea de hacer poética la realidad. La primera frase, “el ser humano al que llamo yo”, va más allá de una sorprendente perífrasis. Con ese principio prodigioso inicia un relato en el que ella misma es tratada como “un personaje histórico que hubiera intentado recrear”. A la manera de su admirado Borges, Yourcenar se deja llevar por el sueño cervantino y el quijotesco con todas las consecuencias.
Si lo pensamos bien, Marguerite Yourcenar es en realidad un personaje literario inventado por Marguerite de Crayencour cuando modificó su apellido real por un anagrama lleno de consecuencias. Al elegir un apellido “por el placer de la Y” se conectó con un linaje cultural, que tiene su origen en Grecia. Al mismo tiempo, dio el primer paso para desvincularse definitivamente de su familia de sangre. Yourcenar acabó siendo su apellido legal. Cuando escribe El laberinto del mundo, el universo de la escritora ha dado un giro completo: ahora Marguerite de Crayencour es el personaje literario de Marguerite Yourcenar. Las nociones narratológicas son ya muy precisas: la narradora es M. Y. Su protagonista es M. de C. Naturalmente, todo esto no se reduce a un juego. Quijotesca, más que cervantina, es esta apuesta para cambiar el mundo con lo que uno ha leído y con lo que uno mismo escribe. Cambiar el mundo con la literatura.
En una autora que estuvo influida por Gide y por Montherlant, nos encontramos con una obra final bajo el signo de Proust. El laberinto del mundo es su búsqueda del tiempo perdido. El más mínimo recuerdo, suyo o de cualquiera de sus familiares o informantes, desata un relato por el que merece la pena extraviarse, hasta llegar al origen del mundo en una retrospección colosal. Pugnan en el relato general dos conceptos del tiempo antagónicos: el lineal y el circular. Lineal, porque las palabras se suceden como el agua que fluye, por utilizar otro título yourcenariano. Pero una fuerte circularidad tiende a que todo retorne. Es el tiempo cíclico de los orientales, pero también el de nuestros antiguos griegos y romanos. Ahí se encuentra la clave de una de las últimas escritoras que merecen realmente la calificación de humanista: el pasado grecolatino, Oriente, especialmente Japón, y el Renacimiento. Esta mujer, que tanto ha despejado nuestro futuro, se pasó la vida inmersa en el pasado. Al principio de Archivos del Norte cita dos versos célebres de Homero: “¿Por qué me preguntas por mi linaje? Como la generación de las hojas, así la de los hombres”. En ellos se resume la visión pagana del mundo: el paso del tiempo no es ni bueno ni malo. Los seres humanos se suceden como las hojas que caen cada otoño y renacen cada primavera.
Los archivos en un sentido muy amplio contaban con una realidad casi literaria, en la que se englobaba todo lo que ya estaba escrito sobre esa región y sobre su propia familia. En los datos familiares entra todo tipo de textos: la familia paterna es muy consciente de su posición en el mundo, editaba un boletín interno con sus noticias propias, y contaban con datos de todo tipo, anotados por distintos parientes. Todo, desde los archivos más grises hasta los apuntes más humildes de su madre, es leído poéticamente por Yourcenar. Por eso, al dibujar el trazo último de uno de sus tíos, cambia la expresión habitual “de piadosa memoria” por otra nueva, polivalente y despejada, más acorde con el retratado: “De poética memoria”.
La frase “el ser humano al que llamo yo” inicia un relato en el que ella misma es tratada como “un personaje histórico que hubiera intentado recrear”
Ya los patricios romanos solían escribir sus memorias como una contribución a la historia futura. Yourcenar aplica una doble paradoja. En primer lugar, estos relatos se orientan hacia la novela, no hacia la historia. La narradora no duda a la hora de atribuir a sus personajes pensamientos, sueños o palabras sin documentar. Y —ésta es la paradoja más curiosa— los miembros de la familia de Yourcenar ya han sido protagonistas de sus novelas anteriores. Por poner sólo un ejemplo, la pareja formada por Jeanne y Egon inspiró la primera novela de Yourcenar, Alexis o el tratado del inútil combate, y otra posterior, El tiro de gracia. Uno de ellos maneja para otros asuntos el título mismo de El laberinto del mundo. Sin embargo en esta autobiografía es cuando los conocemos de verdad. A cambio, la propia Yourcenar se inscribe en su propia obra de ficción: “Me gustaría tener por antepasado al imaginario Simon Adriansen de Opus Nigrum”. Unos años más tarde, encontraremos en el epitafio de la escritora unas palabras de esa novela suya. En resumen: todos los materiales biográficos recogidos no se destinan a la historia futura, sino a la ficción pasada.
Esta mujer lúcida se autorretrata inscrita “en las coordenadas de la Europa cristiana y del siglo XX”, que en gran medida siguen siendo las nuestras. Contempla, de cerca y de lejos, la Primera Guerra Mundial y vislumbra los horrores siguientes. No obstante, le cuesta olvidar que perteneció a otro mundo. Un mundo presidido por la cortesía. Todos o casi todos se hablan de usted, incluso los miembros de un matrimonio. Yourcenar es la mujer que sólo tuteó a tres personas en su vida. En su mundo perdido los personajes son aludidos elegantemente por sus iniciales. Se habla de la vida “en provincias” como categoría literaria. Se llama “el siglo” al tiempo. Se distinguía el latín de sacristía del latín del bachillerato. El homoerotismo masculino y el femenino constituyen regalos preciosos, igual que la iniciación sexual temprana, porque todo lo relacionado con el cuerpo es natural.
Es posible que todo haya sido visto ya, pero “no ha sido narrado”, dice la escritora. Puesto que tiende a comportarse como sus personajes, hay que entender simbólicamente algunas de sus explicaciones. En cierta ocasión su padre conversa con un cura. “Más que confesarse lo que hace es contar su vida”. También ella, en este juego de paradojas, más que contar su vida lo que hace es confesarse. A la manera de las Confesiones de Agustín, de los Ensayos de Montaigne, de los Diarios de Stendhal.
Esta mujer, que tanto ha despejado nuestro futuro, se pasó la vida inmersa en el pasado. Es posible que todo haya sido visto ya, pero “no ha sido narrado”
Lo que en su momento apareció como tres volúmenes sucesivos (tanto en francés como en español) se publica ahora en un solo tomo. Esto supone una edición definitiva, que cumple el proyecto unitario de su autora. Merece una celebración en condiciones. Por eso me atrevo a descender a los detalles, como algunas erratas que deben de haber nacido del escaneado (“aterrarme” en vez de “aferrarme”). Creo igualmente que deberían transcribirse al español los nombres y apellidos que tengan tradición en ello, como Alberto I (y no Albert I), o el príncipe Félix Yusupov (no Youssoupoff). No son un detalle, en cambio, las erratas en la cita de la Ilíada, al principio de Archivos del Norte. Procede del canto VI (no del VII) y la alfa debe ocupar el lugar que le corresponde. Tanto si el lector puede leer aquí los dos versos en griego como si acude a leerlos en Homero, la referencia debe ser impecable. Cuando Marguerite Yourcenar citó a Homero en griego confió en unos ciudadanos futuros capaces, como ella, de transmitir lo mejor del pasado para cambiar el mundo. Probablemente pensó en ciudadanos que pudieran, como ella, leer con soltura los dos idiomas clásicos. Pido, en fin, un índice onomástico, similar al que la editorial incluyó en las Cartas a sus amigos, otro gran volumen con el que comparte muchos personajes. Sería lo lógico en un libro de memorias, cuyos protagonistas son reales, más allá de la leve tendencia a la ficción. Sería bueno poder localizar con facilidad a Julio César o al zar de Rusia, a Robespierre o Goethe. O simplemente el momento en el que la joven Yourcenar se encuentra con el rey Alberto I de Bélgica, en el estreno de una obra de Pirandello. Sería bueno poder rastrear las variadas y esclarecedoras referencias a España, “ese país salvajemente autóctono”.
A El laberinto del mundo le conviene una afirmación de Italo Calvino, según el cual un clásico es un libro que equivale al universo. Marguerite Yourcenar, acostumbrada a comparar lo grande y lo pequeño, escribe: “Los retazos de una vida son tan complejos como la imagen de la galaxia”. También le conviene una teoría de Umberto Eco sobre la línea y el laberinto. Piensa Umberto Eco que es un mérito del pensamiento latino (seamos precisos: del que se formuló en la lengua de Roma) el haber convertido el laberinto en línea. Sólo al cerrar el libro comprendemos que la línea tan nítidamente trazada por Yourcenar no es recta, sino curva.
El laberinto del mundo. Marguerite Yourcenar. Traducción de Emma Calatayud. Alfaguara. Madrid, 2012. 800 páginas. 26 euros (electrónico: 12,99).

La Villa Yourcenar
 En su batalla contra el tiempo, los grandes narradores se amaran al espacio. Por eso Yourcenar convierte en literatura su territorio natal. Un país en el centro de Europa, crucial para la historia del continente, que sin embargo necesitaba de una gran precisión poética, como le sucede a la biografía de la propia Yourcenar. En la fórmula Archivos del Nortepuede parecernos que la categoría prosaica es “archivos” y la poética es “Norte”. Pero la realidad que se encontró Yourcenar era justamente la contraria.
Como La Mancha para Don Quijote, el Norte es la región poética de Yourcenar. Ella nos cuenta otra vez la victoria de César sobre galos y belgas. Encuentra en la Edad Media un primer nombre literario: Flandes. Posesión de sus condes y de los duques de Borgoña. Y de los reyes de España, ya que el Flandes español es para ella otra unidad narrativa. Después, se convierte en provincia de la monarquía francesa, y finalmente en departamento de la república. La Revolución le cambia el nombre por el del Norte, aparentemente más prosaico. Yourcenar lo ha poetizado para siempre, convirtiendo la denominación administrativa en una categoría poética. La prefectura en literatura. A partir de ahí, todo. Por ejemplo, este retrato de su padre: “Un hombre del Norte que amaba todo lo que fuera del Sur”.
En la frontera de Francia con Bélgica transcurrió la infancia de Yourcenar. Entre dos grandes ciudades como Lille y Bruselas. Cerca de otras cada vez más pequeñas, como círculos concéntricos: Bailleul y Saint-Jans-Cappel. El punctum de ese mundo es el Mont-Noir, la finca familiar con la gran mansión en la que vive su abuela, terrible como una Bernarda Alba nórdica. Yourcenar tardó 75 años en volver a esos parajes, para inaugurar en el pueblo un sencillo museo. No sé si en aquel momento pudo imaginar que unos años más tarde, cuando ella no estuviera ya en el mundo, el Mont-Noir, su casa solariega, se convertiría en un parque natural protegido, abierto a todos los ciudadanos. Aunque el castillo fue derruido en la Primera Guerra Mundial, el Departamento del Norte (hablamos de la entidad gubernativa, sin dejar de hablar de literatura) ha habilitado la casa del guarda, una especie de mansión en miniatura, como residencia para escritores europeos. El ciclo de la vida y la escritura se renueva en las mismas tierras en las que la niña Marguerite recogía frutos del bosque. Hablando de otra finca, de su familia materna, Yourcenar evoca los gritos de los pavos reales y el té que se servía en la terraza. Nos cuenta algo muy parecido: que había pasado a ser un parque natural. “La mansión gozaba de una de las suertes más hermosas que pueden caerle encima a una vivienda desafectada: servía desde hace poco de biblioteca comunal”. Esa sencilla anticipación de lo real, lo que en otro tiempo se llamó profecía, también es propia de un libro clásico.

eliminación del mal

La noción del mal desempeñó –según el autor de esta nota– un papel central en la cosmovisión occidental; la modernidad ofrecía la promesa de ponerle fin y, al mismo tiempo, lo señalaba como indicador negativo del bien. Pero, en la sociedad actual, “el mal aparece como sinrazón, como accidente que es necesario eliminar”, y esto produce síntomas.

 Por Miguel Benasayag *
Caída y expulsión del jardín del Edén (1509-10), por Michelangelo Buonarroti.
Si bien la cuestión del mal evoca inmediatamente un territorio teológico, místico, la diferencia reside en el hecho de que siempre hizo falta mucha tinta y mucha fe para creer en Dios y que, por el contrario, nadie duda de la existencia del mal. Pero ¿qué es el mal? y ¿cómo podemos pensar hoy, en 2012, esta cuestión? En la tradición occidental, incluso desde sus lejanas raíces griegas, la cuestión del mal inquietó a los humanos: ¿cómo era posible que el mal existiera si la creación era fruto de divinidades?, ¿cuál era entonces la función y los orígenes del mal?
Los maniqueos consideran que la existencia del mal es producto del Angel Caído. Por lo tanto, habría dos fuentes de acción en el mundo: la fuerza del bien y la fuerza del mal.
Para Leibniz, el mal será engendrado en el pasaje de los múltiples posibles en teoría a los que llama “composibles”. El mal nace en este pasaje a la existencia de los composibles; puesto que en él hay conflicto: dado que los posibles en teoría no son todos composibles en la existencia, entonces el conflicto es –como ya lo había advertido Heráclito– “padre de todas las cosas”. Si el conflicto entre los composibles era el padre de todas las cosas, el mal es, ni más ni menos, necesario.
En síntesis, hubo una manzana, hubo una mujer que era demasiado atractiva como para negarse a compartir con ella una manzana; pecado de nacer en el pecado original, pecado de existir. El resto ya se conoce: trabajar y, sobre todo, a soportar el mal como vecino del bien. La carne es pecado, los deseos son pecado, la materia es pecado, el Occidente nace de un pecado original y, como el Occidente es la cultura que se “autodenomina universal”, toda la humanidad queda capturada por este dispositivo.
El mal es inherente a la existencia, pero, y aquí está la cuestión, los hombres y el progreso se prometieron erradicarlo.
La pregunta sería: ¿es cierto eso que piensan los occidentales, que ellos son los únicos que existen y que las otras culturas son sólo escalones “en vías de desarrollo”, es decir, en vías de llegar a ser como ellos? ¿O bien las otras culturas son, tal vez, civilizaciones en serio? Fray Bartolomé de las Casas había defendido, en la famosa controversia de Valladolid, que ¡los indios eran humanos! Salvo que... eran humanos con la humanidad incompleta. El colonialismo, el imperialismo, la normalización disciplinaria, pero también la cura, la educación, el urbanismo, iban a ocuparse de completarles la humanidad a los indios, a los africanos, a los asiáticos, a los marginales, a los locos, a las mujeres..., a todos los “incompletos” del mundo.
Occidente, fundado sobre el mito teleológico de un progreso convergente y final, marchaba hacia las luces, hacia la luz del fin (auto) prometido de toda negatividad, de todo mal: a los otros, los incompletos, seguirlos y obedecerles. Al final de la historia, en el punto omega del padre Teilhard o bien en el comunismo científico de Marx, el mal debía desaparecer.
El médico, el maestro, el colono podían así hacer el mal en nombre de un bien final: civilizar, educar, curar. La promesa de un mundo sin mal, de un mundo donde todo lo negativo debía desaparecer, estructuró las prácticas y el pensamiento de Occidente. El mañana, el futuro, fue por lo tanto, desde la gran historia hasta los ínfimos detalles de las pequeñas historias personales, lo que ordenaba y daba sentido a nuestras vidas: digamos, “hoy no se fía, mañana sí”.
Pero sucede que esta gran cultura occidental se encuentra en crisis terminal y profunda. Y una de las consecuencias más graves de esta crisis reside en el hecho de que ese mal, eso negativo que debía desaparecer, nos vuelve sobre la cara con la fuerza vengadora de lo que habíamos querido reprimir, dominar, eliminar y que nos dice cruelmente: “Aquí estoy”, el mal está aquí, lo negativo no desaparece.
Ahora bien, si intentáramos una rápida distinción entre las diferentes culturas, desde el punto de vista del trato que le han dado a la cuestión del mal, no dejaría de sorprendernos que la cultura occidental sea la única que haya apostado, que se haya estructurado alrededor de esta promesa de la desaparición final del mal. “La única diferencia que existe entre Dios y los hombres –escribía el astrónomo y filósofo Kepler– reside en el hecho de que Dios conoce todos los teoremas desde la eternidad y que el hombre no los conoce todavía todos.”
“No conocer todavía todos”, es la frase que describe la modernidad, ese recorrido temporal hacia la completud. Si el universo está escrito en lenguaje matemático (Galileo), quien conoce “todos los teoremas” controla lo real, la vida y lo existente: puede eliminar el mal.
Ninguna otra cultura que haya existido o exista apostó a esta eliminación del mal; las culturas animistas, totemistas o analogistas corresponden a sociedades que tenían una relación orgánica entre el mal y el bien. No se trata de que en estas culturas no se diferencie el dolor del placer o la alegría de la tristeza; por supuesto que sí. Sólo que esos contrarios se conciben y experimentan como parte de una unidad indivisible. Aun los maniqueos de la Mesopotamia, en el siglo III, si bien dividían claramente y oponían el bien al mal, consideraban al mal como inevitable, incluso necesario para la armonía del universo.
“Doctor, estoy mal”, enuncia el paciente frente a su terapeuta, y aparentemente todo está dicho,: “Usted está mal, debo actuar”. Nadie viene para decir: “Doctor, estoy bien”: el bien, un bien que se pretende separado y separable del mal, nos parece ser la condición necesaria y justa de nuestras vidas.
“No te pregunto a qué raza o religión perteneces; si tú sufres tú me perteneces y yo te aliviaré”: tal es el credo, el dogma de Pasteur que está escrito en el frontispicio de los hospitales parisinos. De esta manera, los cuerpos y los pueblos que sufren “pertenecen” a los doctores que los aliviarán. El mal, el sufrimiento, la tristeza, son síntomas que deben ser eliminados. Y las nuevas tendencias en psicofarmacología y terapias breves adhieren a este credo, “el mal debe desaparecer”.
Una pregunta estúpida me viene a la mente: si el mal desaparece en las curas disciplinarias de los psicofármacos o en las terapias comportamentales, ¿desaparece para dejar lugar a qué? Una vida ordenada solo en el “bien”, ¿sería bien con respecto a qué? ¿Qué es una luz sin sombras? ¿Un día sin noche? ¿Una vida sin muerte?
Nosotros somos los contemporáneos de la pérdida de la gran promesa según la cual “el mal debe desaparecer”. Hemos pasado, sin darnos muy bien cuenta, del historicismo como promesa y fe en el futuro, a la supuesta eliminación del mal posmoderno. Huérfanos de esa ilusión totalizante y evidentemente totalitaria, esa negatividad que no desaparece nos pone en pánico, inseguridad y amenaza. Lo otro, lo inquietante, el extranjero, el vecino, mi propio cuerpo como otro, me asusta. Todo participa de la amenaza.
Donde hubo promesa aparece la amenaza, el futuro radioso dejó lugar a un porvenir cargado de oscuros presagios, muchos de los cuales ya están aquí en el desastre económico, ecológico y demográfico.
¿Cómo se puede vivir con la amenaza? ¿Cómo se puede reestructurar una otra y nueva relación con el mal, ese mal que habíamos creído poder separar de un puro bien inmaculado? Por el momento la primera respuesta es un pánico generalizado: se danza y se juega en un transatlántico, pero se debe quedar uno quieto, paralizado en una chalupa que hace agua.
A falta de lograr ser felices nos contentamos con evitar la desgracia, escribía ya hace un siglo Freud. Es decir, renunciamos a una vida para aceptar la sobrevida disciplinaria. La promesa de seguridad que reemplaza la vieja promesa teleológica nos hace desear la ciudad panóptica, el control permanente de nuestras vidas. Lo que en épocas recientes fue un castigo, deviene hoy algo deseable.
Nosotros mismos construimos nuestras vidas como un conjunto panóptico: Facebook, Twitter, el celular, así como una serie de blogs y otros horrores, están a nuestro servicio para que tratemos de construir vidas transparentes, ya que en la transparencia el hombre postmoderno encuentra la ilusión de seguridad. El mal, ya se sabe, ama los pliegues y rincones oscuros: seamos entonces transparentes.
Scanner y control del propio cuerpo y, al volver a casa, escribir en nuestro blog rápidamente todo, toooodo lo que hemos hecho, publicando en Facebook las fotos que lo prueban: quizás así el mal no pueda poseernos.
Pensemos simplemente el uso del hoy tan corriente celular: el hombre posmoderno se pasa el día informando, a quien sea, de cada paso, de cada embrión de sentimiento o de pensamiento que lo atraviesa. Jeremy Bentham no hubiera soñado mejor que esto, la torre de vigilancia en la cabeza es deseada y pagada en cuotas. Es decir, en cierta manera, el suicidio como prevención a toda enfermedad.
En las culturas no modernas, una de las formas más corrientes de “tratar” la cuestión del mal era realizar prácticas sacrificiales, el don y contradon (potlatch). Los modernos reían de estas prácticas: matar a un pollo en el patio no lo percibían como garantía para evitar el mal. En realidad, las prácticas del don, del sacrificio, no implican un manejo imaginario de lo real, sino más bien la aceptación, por una parte de la sociedad, de la existencia de una pérdida: de que hay mal y que esto forma parte orgánica del bien. Más concretamente, de la vida.
La hipótesis según la cual la modernidad debía lograr una racionalización tal de la existencia que llegaría a erradicar la pérdida, no evitó que el capitalismo, y aun más el neoliberalismo, destruyeran la vida bajo todas sus formas. Todo ocurre como si el deseo de no perder provocara pérdidas inevitables y mayores.
La diferencia entre la modernidad y la posmodernidad en la apreciación del mal es que en la modernidad, autoconcebida como camino no terminado, el mal existe, es incluso necesario, ya que se transforma en un indicador del bien. Por ejemplo, para Hegel o Marx, la negatividad, el momento de lo negativo en la dialéctica, es absolutamente necesario para avanzar hacia una síntesis superadora y positiva. Es en la postmodernidad, “fin de la historia” como la bautizaron los sofistas posmodernos, el mal aparece como sinrazón, como accidente que es necesario eliminar.
De esta manera, el desafío de esta época nos resulta más claro: no es cuestión de competir con las tendencias neoliberales posmodernas en las técnicas de “eliminación del mal”, sino que se trata en realidad de lo que Jacques Monod presentaba como la creación de una “nueva alianza”. Nueva alianza quiere decir una relación orgánica con la vida, con la sociedad y con el medio ambiente, en donde no se separe artificialmente el mal del bien.
–Doctor, me siento mal en la vida.
–Sí señor, es normal sentirse a veces mal en la vida –Más aún, es la actitud de intolerancia hacia este mal lo que hace de él algo insoportable y aún más doloroso.
No hay bien sin mal y, una vez que comenzamos a dejar atrás los dictámenes totalitarios del utilitarismo actual, esa separación nos aparece incluso como ideológica e imposible.
Ni bien ni mal, ni fuerte ni débil, sino fragilidad. Tal es la condición, ya no sólo humana, sino de la vida misma: allí es donde una resistencia a la crisis actual puede comenzar.
Q Texto extractado de un artículo que aparecerá en el número de agosto de la revista Topía. El autor –psicoanalista y filósofo– visita la Argentina en estos días.