El enigma de la filosofía (y de la expresión) es que algunas veces la vida es la misma delante de sí, delante de los otros y delante de lo verdadero. Esos momentos son los que la justifican. El filósofo no cuenta más que con ellos. No aceptará jamás anteponerse a los hombre, ni los hombres a él o a lo verdadero, ni lo verdadero a ellos. Quiere estar en todas partes a la vez, a riesgo de no estar jamás completamente en ninguna parte. Su oposición no es agresiva: sabe que eso anuncia a menudo la capitulación. Pero comprende demasiado bien los derechos de los otros, de lo exterior para permitirse cualquier usurpación, y, cuando está comprometido en una empresa exterior, si se la quiere arrastrar más allá del punto en que pierde el sentido que la recomendaba, su negación es tanto más tranquila cuanto que está fundada sobre los mismos motivos que su adhesión. De ahí la calma rebelde, la adhesión meditada, la presencia impalpable que inquietan en él.
Para volver a encontrar la función entera del filósofo, hay que recordar que aun los filósofos-autores que leemos y que somos jamás han dejado de reconocer por modelo un hombre que no escribía, que no enseñaba, al menos en cátedras del Estado, que se dirigía a los que encontraba en la calle y que tuvo dificultades con la opinión y con los poderes: hay que recordar a Sócrates.
Merleau-Ponty
domingo, 25 de noviembre de 2007
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