viernes, 10 de febrero de 2012
El origen del mundo
Por Mario Goloboff *
Modelo reconocida de La Belle Irlandaise (La bella irlandesa) y de un retrato que con el título la identifica, y modelo supuesta de L’Origine du monde (El origen del mundo), la pelirroja Joanna Hiffernan era, a no dudarlo, realmente muy bella. Así lo atestiguan al menos aquellas obras y lo hace suponer y ver, en parte, la última. Aunque es ésta la que, indirectamente, ha llevado su nombre a la inmortalidad, y el de Gustave Courbet no diría a la fama, ya que ésta la tenía por cierto asegurada, pero sí a la intriga histórica, al enigma, a la polémica y a la duda, desmedros que cuentan entre las mayores y mejores formas de la consagración.
El detalle realista (una preocupación consecuente con tal estética para rendir sumisión extrema a la inmanencia de “lo real”) es llevado aquí a su máxima expresión, al punto de darlo vuelta como un guante: el sexo, en todo lo que de fulgurante pueda tener, en lo visual y lo factual y lo central de la vida misma; sin doblez, sin subterfugios, sin ocultamiento ninguno; sin figura ni desliz ni suposición ni sugerencia: la presencia viva.
El origen del mundo es, también por eso, una tela límite de Gustave Courbet. De un atrevimiento con el cuerpo que la pintura no habría de tener hasta las primeras presentaciones de los autores austríacos del expresionismo o, como lo catalogaron los nazis, “el arte degenerado”. No fue la única en su especie; pintó antes Les baigneuses (Las bañistas, 1853, y está en Montpellier), igualmente épatante, pero aquélla la rebasa en todo: en originalidad de la representación y, aun, en el logro de la forma y el color, si bien en la bañista de espaldas y marchando algunos críticos ven, ya, el reemplazo de la mujer hermosa y “objeto” de la tela por otro tipo de referente más avanzado, una imagen “fuerte y fea, desembarazada por fin de las convenciones de la enseñanza académica” (Michèle Haddad). En todo caso, no se sabe por qué lo oscuro de la pelirroja Joanna en El origen...; tal vez para no delatar a la dama y no crearle otros inconvenientes familiares, conyugales; acaso porque el pelirrojo, durante tantos siglos, había sido un color infamante y delictual: tiempos de persecución de los inquisidores a las pobres muchachas medievales, acusadas, por el color del pelo, de brujería, para poder llevarlas a la tortura y a la hoguera, en uno de esos tantos delirios que atravesó nuestra agitada historia humana en manos de los defensores de la fe. Haber puesto tal matiz en el cuadro habría duplicado inútilmente la transgresión y dado lugar a interpretaciones históricas y religiosas, es posible que muy alejadas de los propósitos de Courbet. A pesar de todo, esta tela no alcanza a constituir la mayor de las paradojas del autor. Quizá sí lo haga, acompañando a ella, su proclamada castidad de la que documentadamente se habla: “Amo cada vez más a las damas, pero sobre todo en la idea y la imaginación, como lo he hecho siempre”, escribió. Y, según su primer biógrafo, Théophile Silvestre, habría dicho, mientras proponía los bocetos de L’homme délivré de l’Amour par la Mort (El hombre liberado del amor por la muerte): “He resuelto hacer morir la mujer que era el tormento de mi imaginación”.
Empeñosamente, Courbet aprendió a pintar el paisaje y la naturaleza, lo que implica el acto de la salida del taller hacia el aire y el sol. Y en especial a los campesinos del Jura francés nativo (asimismo un poco suizo y un poco alemán), yendo en disciplinadas mañanas al Louvre a copiar los curas y monjes de Murillo y los ricos señores del versátil y prolongado Tiziano. Pero como suele suceder en arte, en buena medida y a su manera fue mucho más allá que ellos: saltó las barreras del clasicismo y fundió en alto grado la observación y el reflejo convirtiéndolos a un “realismo integral” e hizo entrar triunfante a éste, casi inexpugnable, hasta las primeras décadas del siglo XX. Porque su rigor mimético lo llevó a apuntar, ya, rasgos metonímicos de la modernidad: el fragmento, la parte por el todo, la alusión (que era también la ilusión). Courbet fue, probablemente, la mejor puerta de entrada al impresionismo con lo que éste anuncia de un camino hacia la abstracción, sin abandonar la intención de representar el objeto, pero en la impresión –descompuesta en miles de partículas de luz y de contrastes– que de él se recibe.
La obra L’Origine du monde es de 1866. Dos años más tarde, la adquiere un marchand; después, se le pierde toda traza. La recupera hacia la segunda década del siglo XX, cuando un barón húngaro, coleccionista y, se dice, igualmente pintor en sus ratos de ocio, Ferencz Hatvany, la compra y se la lleva a su residencia en Budapest hasta que el ejército alemán, durante la Segunda Guerra Mundial, se apodera de ella. Recobrada por los soviéticos y devuelta a su legítimo propietario que ya habita en París, la última adquisición que le concierne es de 1955 y el feliz comprador la posee hasta su muerte.
Se trata de un amateur no menos singular que la singular obra; un hombre que, a su modo y con su estilo personal y literario (una de las facultades que más se le alabó y controvirtió, a todas luces buena deudora del surrealismo), marcó el pasado siglo, de un gran intelectual que, es evidente, amó particularmente esta obra por sus muchos sentidos y por los que él, con su gusto e inteligencia, sin duda debe haberle aportado. Al punto que la tuvo en su estudio, en su gabinete, ornando durante años el recinto, su laboratorio de ideas, su sala máxima. Ornándolo, pero de una manera oculta, detrás de otra tela mucho más inocente. Quiere decir que la poseyó solo para su personal, secreta e íntima contemplación.
Extraño pudor y extraño gesto (otro más alrededor de esta magnífica y, por cierto y en diversos planos, excepcional obra): se trataba de uno de los mayores transformadores del siglo, relector y reescritor, de un polémico innovador y renovador, de un revolucionario en su particular esfera. Sin embargo, estableció límites a dicha situación y creó, voluntariamente, una censura, un ocultamiento. Tratándose de quien era, es difícil pensar que lo hizo por recato, por miedo, por egoísmo, por esnobismo o por una devoción perversa. El enigma, entonces, como muchos otros del mismo maestro, permanece abierto.
Ese hombre, ese fundador, se llamaba Jacques Lacan. A lo largo de ochenta años de una provechosa existencia construyó un verdadero “fenómeno” filosófico y cultural por medio de sus palabras, sus textos y sus comportamientos, desde el “Discurso de Roma” (1953) y la publicación de sus enriquecedores Écrits (1966) a la disolución de la Escuela Freudiana (1980) que había fundado quince años antes. Durante estos días está conmemorándose el trigésimo aniversario de su fallecimiento, acaecido en septiembre de 1981, y en aquella circunstancia sus herederos hicieron pago del impuesto a la sucesión con el cuadro, el que fue destinado por el Estado francés en 1995 al museo de la antigua estación ferroviaria de Orsay, donde desde entonces ocupa una sala pública a la que todo paseante por la ciudad luz puede visitar y acceder. El destino parece haber querido vincular, definitivamente, a dos grandes creadores, a dos grandes exploradores del origen del mundo.
* Escritor, docente universitario.
Yo sinceramente
JAVIER GOMÁ LANZÓN 8 OCT 2011
Frente a la misantropía del sincero, hoy más que nunca se necesitan las balsámicas hipocresías y la filantropía del mentiros
He observado que mucha gente, cuando ha de admitir algún mérito propio, suele iniciar la frase diciendo: "La verdad es que...". Por ejemplo, al comentario "tú eres un empresario de éxito", el aludido contesta, en el tono de quien comprende que en este caso el autoelogio es tan obvio que sería inútil tratar de negarlo: "Pues la verdad es que no me puedo quejar". Y así todo: "La verdad es que soy un gran perfeccionista", "la verdad es que tengo mucha facilidad para el baile", etcétera. En cambio, cuando lo que ha de decirse es desagradable y puede ofender, se suele preferir este otro sintagma: "Yo sinceramente...". Verbigracia: "Yo sinceramente pienso que toda la culpa fue tuya", "yo sinceramente te veo más grueso después de verano", "yo sinceramente no soporto tu aliento". Se diría que, por invocar la sinceridad, el impertinente goza de inmunidad casi absoluta y que los demás debemos aceptar con paciencia su exabrupto, cuando no agradecer el gesto de confianza. Se supone, en fin, que la sinceridad es ornato de almas bellas y que sería necio por nuestra parte objetarla.
Durante largos siglos, del hombre se esperaba que fuera virtuoso. En el siglo XVIII, ese mismo hombre decide que su único deber es "ser uno mismo"
Se diría que, por invocar la sinceridad, el impertinente goza de inmunidad casi absoluta y que los demás debemos aceptar con paciencia su exabrupto
Durante largos siglos, del hombre se esperaba no que fuera sincero sino que fuera virtuoso y que, educando su naturaleza, alcanzara una excelencia moral que los demás pudieran aprovechar, admirar y emular. En determinado momento del siglo XVIII, ese mismo hombre decide que su yo verdadero, su yo más auténtico y real, reside en sus inclinaciones naturales, en su modo espontáneo de sentir, pensar, actuar, y que su único deber es el deber "de ser uno mismo". Las reglas morales que supongan contradicción o superación de la propia naturaleza o aquellas otras que vengan impuestas por la sociedad para reglamentar la vida en común -y que siempre disciplinan en algún grado la esfera de la vida- son impugnadas ahora en su totalidad como formas odiosas de alienación del auténtico yo. El sacrificio, la renuncia, la autoexigencia o el duro trabajo de perfeccionamiento sobre la indócil naturaleza humana son arrumbados como muebles viejos y en su lugar se alza el nuevo ideal de la autenticidad, atento sólo a los caprichos del corazón y a sus delicadas intermitencias; la inhibición de las pasiones, la contención de los instintos, la represión de las pulsiones destructivas o el respeto de las convenciones son motejados de hipocresía, corrupción, disimulo y máscara. No mejorar la naturaleza sino permitir que siga libremente su curso, así en lo positivo como en lo negativo. Como dijo Goethe de forma inquietante, "quiero ser bueno y malo como la Naturaleza". Nada de ser virtuosos, basta con ser sinceros y tener el coraje de reconocer con franqueza lo que hay en nosotros de perverso (que es tan nuestro y tan real como lo excelente) y después decir y decirse con orgullo, incluso con insolencia: "Yo soy así".
Leamos al primer gran sincero de la modernidad. En sus Confesiones Rousseau declara que con él Dios rompió el molde: es distinto de los demás, sin parecido con nadie, y para dar a conocer esa singularidad andante que es él ha querido desnudar su corazón practicando "la sinceridad hasta la imprudencia, hasta el desinterés más increíble" en un libro en el cual, añade, "dije lo bueno y lo malo con igual franqueza. Me he mostrado cual fui; despreciable y vil cuando lo he sido, bueno, generoso y sublime cuando lo he sido". Es imposible de exagerar la influencia que esta "afectación de sinceridad" rousseauniana tuvo en la educación sentimental de la posteridad europea. La cultura consiste en crear mediaciones con la realidad: podríamos ir desnudos pero vestimos algunas zonas de nuestro cuerpo; podríamos comer con las manos pero usamos cuchillo y tenedor; podríamos gritar al prójimo la opinión que tenemos de él o de sus acciones pero callamos por un sentido básico de cortesía. Esta segunda naturaleza que son las mediaciones reales y simbólicas de la cultura quedó arrasada como tierra quemada cuando la gran plaga de la sinceridad moderna -que desprecia los frenos de las mediaciones-, desde unos inicios minoritarios y más o menos tolerables, se extendió como una maldición a la generalidad de la gente, y ahora estamos en esa situación desdichada en la que el que más o el que menos -y no exactamente Goethe o Rousseau- te endilga a las primeras de cambio su fastidiosa opinión añadiendo desafiante la apostilla de que no tiene ningún problema en hacerlo "a la cara", porque es "su verdad", en la inteligencia seguramente de que su verdad no vale menos que la del rey Salomón y de que esa fabulosa exhibición de transparencia purifica al punto cualquier posible error de juicio.
Antes de que la sinceridad se pudiera de moda ya Molière había ridiculizado sus excesos en El misántropo. Alcestes es un energúmeno que se niega a elogiar con algunas pocas palabras de compromiso los vulgares versos de Oronte, infantilmente complacido de su composición poética, porque "quiero que se sea sincero y que, como hombre de honor, no se diga una palabra que no salga del corazón". Su ruda inflexibilidad le gana el desdén de su enamorada, el alejamiento de los amigos y el repudio de la sociedad, y al final el misántropo se retira a su castillo a odiar al género humano. En el drama la voz de la cultura se expresa por boca de Filinto, quien pide a los hombres un poco de "virtud sociable". Estoy de acuerdo con él, y hoy más que nunca: se necesitan esas balsámicas hipocresías, esas pequeñas claudicaciones, esas piadosas insinceridades que hacen la vida amable porque crean la ilusión de una mutua benevolencia.
Yo antes quiero la filantropía del mentiroso que la misantropía del sincero. Cuando en lo sucesivo algún antipático se me aproxime amagando un "mira, Javier, yo sinceramente...", le atajaré en seco con un "¡alto ahí!" y le diré: "La verdad es que... prefiero que me mientas".
Frente a la misantropía del sincero, hoy más que nunca se necesitan las balsámicas hipocresías y la filantropía del mentiros
He observado que mucha gente, cuando ha de admitir algún mérito propio, suele iniciar la frase diciendo: "La verdad es que...". Por ejemplo, al comentario "tú eres un empresario de éxito", el aludido contesta, en el tono de quien comprende que en este caso el autoelogio es tan obvio que sería inútil tratar de negarlo: "Pues la verdad es que no me puedo quejar". Y así todo: "La verdad es que soy un gran perfeccionista", "la verdad es que tengo mucha facilidad para el baile", etcétera. En cambio, cuando lo que ha de decirse es desagradable y puede ofender, se suele preferir este otro sintagma: "Yo sinceramente...". Verbigracia: "Yo sinceramente pienso que toda la culpa fue tuya", "yo sinceramente te veo más grueso después de verano", "yo sinceramente no soporto tu aliento". Se diría que, por invocar la sinceridad, el impertinente goza de inmunidad casi absoluta y que los demás debemos aceptar con paciencia su exabrupto, cuando no agradecer el gesto de confianza. Se supone, en fin, que la sinceridad es ornato de almas bellas y que sería necio por nuestra parte objetarla.
Durante largos siglos, del hombre se esperaba que fuera virtuoso. En el siglo XVIII, ese mismo hombre decide que su único deber es "ser uno mismo"
Se diría que, por invocar la sinceridad, el impertinente goza de inmunidad casi absoluta y que los demás debemos aceptar con paciencia su exabrupto
Durante largos siglos, del hombre se esperaba no que fuera sincero sino que fuera virtuoso y que, educando su naturaleza, alcanzara una excelencia moral que los demás pudieran aprovechar, admirar y emular. En determinado momento del siglo XVIII, ese mismo hombre decide que su yo verdadero, su yo más auténtico y real, reside en sus inclinaciones naturales, en su modo espontáneo de sentir, pensar, actuar, y que su único deber es el deber "de ser uno mismo". Las reglas morales que supongan contradicción o superación de la propia naturaleza o aquellas otras que vengan impuestas por la sociedad para reglamentar la vida en común -y que siempre disciplinan en algún grado la esfera de la vida- son impugnadas ahora en su totalidad como formas odiosas de alienación del auténtico yo. El sacrificio, la renuncia, la autoexigencia o el duro trabajo de perfeccionamiento sobre la indócil naturaleza humana son arrumbados como muebles viejos y en su lugar se alza el nuevo ideal de la autenticidad, atento sólo a los caprichos del corazón y a sus delicadas intermitencias; la inhibición de las pasiones, la contención de los instintos, la represión de las pulsiones destructivas o el respeto de las convenciones son motejados de hipocresía, corrupción, disimulo y máscara. No mejorar la naturaleza sino permitir que siga libremente su curso, así en lo positivo como en lo negativo. Como dijo Goethe de forma inquietante, "quiero ser bueno y malo como la Naturaleza". Nada de ser virtuosos, basta con ser sinceros y tener el coraje de reconocer con franqueza lo que hay en nosotros de perverso (que es tan nuestro y tan real como lo excelente) y después decir y decirse con orgullo, incluso con insolencia: "Yo soy así".
Leamos al primer gran sincero de la modernidad. En sus Confesiones Rousseau declara que con él Dios rompió el molde: es distinto de los demás, sin parecido con nadie, y para dar a conocer esa singularidad andante que es él ha querido desnudar su corazón practicando "la sinceridad hasta la imprudencia, hasta el desinterés más increíble" en un libro en el cual, añade, "dije lo bueno y lo malo con igual franqueza. Me he mostrado cual fui; despreciable y vil cuando lo he sido, bueno, generoso y sublime cuando lo he sido". Es imposible de exagerar la influencia que esta "afectación de sinceridad" rousseauniana tuvo en la educación sentimental de la posteridad europea. La cultura consiste en crear mediaciones con la realidad: podríamos ir desnudos pero vestimos algunas zonas de nuestro cuerpo; podríamos comer con las manos pero usamos cuchillo y tenedor; podríamos gritar al prójimo la opinión que tenemos de él o de sus acciones pero callamos por un sentido básico de cortesía. Esta segunda naturaleza que son las mediaciones reales y simbólicas de la cultura quedó arrasada como tierra quemada cuando la gran plaga de la sinceridad moderna -que desprecia los frenos de las mediaciones-, desde unos inicios minoritarios y más o menos tolerables, se extendió como una maldición a la generalidad de la gente, y ahora estamos en esa situación desdichada en la que el que más o el que menos -y no exactamente Goethe o Rousseau- te endilga a las primeras de cambio su fastidiosa opinión añadiendo desafiante la apostilla de que no tiene ningún problema en hacerlo "a la cara", porque es "su verdad", en la inteligencia seguramente de que su verdad no vale menos que la del rey Salomón y de que esa fabulosa exhibición de transparencia purifica al punto cualquier posible error de juicio.
Antes de que la sinceridad se pudiera de moda ya Molière había ridiculizado sus excesos en El misántropo. Alcestes es un energúmeno que se niega a elogiar con algunas pocas palabras de compromiso los vulgares versos de Oronte, infantilmente complacido de su composición poética, porque "quiero que se sea sincero y que, como hombre de honor, no se diga una palabra que no salga del corazón". Su ruda inflexibilidad le gana el desdén de su enamorada, el alejamiento de los amigos y el repudio de la sociedad, y al final el misántropo se retira a su castillo a odiar al género humano. En el drama la voz de la cultura se expresa por boca de Filinto, quien pide a los hombres un poco de "virtud sociable". Estoy de acuerdo con él, y hoy más que nunca: se necesitan esas balsámicas hipocresías, esas pequeñas claudicaciones, esas piadosas insinceridades que hacen la vida amable porque crean la ilusión de una mutua benevolencia.
Yo antes quiero la filantropía del mentiroso que la misantropía del sincero. Cuando en lo sucesivo algún antipático se me aproxime amagando un "mira, Javier, yo sinceramente...", le atajaré en seco con un "¡alto ahí!" y le diré: "La verdad es que... prefiero que me mientas".
¿Se vive mejor sin Dios?
JUAN ARIAS 12 OCT 2011
Me pregunta un amigo por qué en tiempos de crisis, incluso las económicas como en la actualidad, el ser humano se refugia más en la fe en Dios. Difícil responder a esa pregunta, ya que para mí si Dios sirve para algo debería ser para los tiempos de alegría y felicidad, no para los tiempos del miedo.
Los padres del científico y escritor Leonard Mlodinov se salvaron de las garras del Holocausto. Él mismo salvó su vida el fatídico 11 de septiembre, en los bajos de una de las Torres Gemelas de Nueva York cuando se hundió. En una entrevista reciente le preguntaron en Brasil qué sentía al saber que Dios había salvado milagrosamente su vida y la de sus padres. Respondió: "No fue Dios, sino el acaso". Y añadió: "¿Qué Dios sería ese que salva a mis padres del nazismo y deja morir a seis millones de otros judíos?". "¿Qué Dios sería ese que me salva del atentado terrorista de Nueva York y deja morir a otras 3.000 personas?".
Si Dios sirve para algo debe ser para los tiempos de alegría y felicidad, no para los del miedo
Difícil encontrar a Dios en los escombros de la muerte.
Lectores que no conozco suelen preguntarme, unos con respeto, otros, menos, si pienso que sin Dios se acaba viviendo mejor. Escribí hace 40 años un libro que se titulaba El Dios en quien no creo. Había sido el título de un artículo publicado en el desaparecido diario Pueblo de Madrid. Se les había colado a los censores franquistas. Quizás porque pensaron que si hablaba de Dios no podía ser nada subversivo. Lo era para la España católica y cerrada de entonces.
Me citó a su despacho el entonces arzobispo de Madrid, Casimiro Morcillo. Me dijo que el artículo estaba ayudando a los españoles a hacerse ateos porque afirmaba entre otras cosas que si Dios existe no podía existir el infierno y que no podía curar a unos y dejar morir a otros. Le mostré la carta que acababa de recibir de un matrimonio joven, en la que me decían que habían recortado el artículo y conservado para cuando sus dos hijos pequeños fueran mayores. "Nosotros no somos creyentes, pero si nuestros hijos un día quisieran creer, nos gustaría que creyeran en ese Dios irreconciliable con el infierno", decían.
No sirvió de nada. Desde aquel día, además de la censura franquista, la Iglesia de Madrid me impuso otro censor para mi columna de Pueblo, que se titulaba Las cosas claras. Sobre aquel libro, nacido de aquelartículo y traducido hoy a 10 idiomas, dos señoras encopetadas, cuando volvía en tren de Asís, donde había sido publicado, mirando con recelo la portada, me preguntaron: "¿Ese libro es a favor o en contra?" "Eso depende, señoras", les respondí.
Cada vez que hoy me preguntan si creo que es mejor o no creer en Dios suelo responder que eso no tiene importancia, ya que si existiese Dios, lo importante sería que él creyera en nosotros, como me había dicho monseñor Romero, quizás en su última entrevista antes de ser asesinado a tiros mientras celebraba la Eucaristía.
¿Se es más feliz sin Dios? Depende, señores. Difícil sentirse libres y realizados con el Dios al que aman y adoran los dictadores -con los que, por cierto, la Iglesia siempre se ha entendido mejor que con los demócratas-; difícil con el Dios absolutista incompatible con la democracia o con el Dios que recela de la sexualidad.
Es difícil que las personas, jóvenes o adultas, no lleven dentro de sí la sombra de un Dios castrador, aquel del que en un colegio de religiosas la madre superiora había escrito en los retretes de las alumnas: "Dios te está mirando".
El famoso poeta brasileño João Cabral de Melo Neto, cuando estaba para morir, quiso hablar con un sacerdote de la Teología de la Liberación. Le confesó que era ateo, pero que en aquella hora final lo asaltaba el miedo de "aquel infierno del que me hablaban de niño en la Iglesia". El teólogo le dijo que, además de no existir el infierno, un poeta nunca tendría lugar en él. Aquel teólogo era Leonardo Boff, condenado al silencio por el entonces cardenal Ratzinger y hoy papa Benedicto XVI.
El Dios del miedo es el Dios que no merece existir. El miedo es argamasa humana, es el arma de todos los poderes de la Tierra, no tiene nada de divino. Es tirano. Solo la felicidad es liberadora. El miedo es usado y abusado por las Iglesias institucionales. Jesús nunca impuso miedos a los que le seguían. Se los quitaba. Él los tuvo también. Tuvo miedo de morir, sudó sangre ante la inminencia de su muerte, pidió explicaciones a Dios de por qué dejaba que lo mataran si era inocente. Y de él tuvieron miedo los hipócritas y los poderosos, nunca los arrinconados o indignados.
Aquel profeta tenía solo un pecado: no creía en el sufrimiento ni en el dolor ni en la muerte como armas de redención. No soportaba ver sufrir a nadie. No le gustaban los muertos y los resucitaba. Nunca pidió a sus apóstoles que hicieran ayunos y penitencias, ni que fueran héroes o vírgenes. Estaban todos casados, como él.
Y no fue un profeta fácil: exigió, con naturalidad, algo que nos parece locura: devolver bien por mal. Sabía que la felicidad -que era su única teología- se engendra en la paz y no en la guerra, en el perdón y no en la venganza.
¿Se vive mejor sin Dios? "Depende, señores". Sin el que ofrecen las iglesias que no te permite morirte en paz, ni hacer el amor sin que te espíe como un policía, se vive mejor. Se vive mejor sin el Dios que pretende adueñarse de lo más sagrado del ser humano: su libertad y su conciencia. Por lo menos, sin él, se vive sin menos miedos, que no es poco.
¿Y con el Dios en el que creía monseñor Romero cuando lo acribillaron a balas en el altar por defender a los pobres contra el poder, se vive mejor?, se preguntarán algunos. ¿Se vive mejor con el Dios que apuesta siempre por los que pierden, el Dios de aquel Jesús que no solo perdonó en la cruz a los que blasfemaban contra él, sino que hasta los excusó: "Perdónales, porque no saben lo que hacen", expresión máxima del amor supremo que no humilla ni cuando perdona?
Creo que como mejor se vive es siendo fiel a la voz de la conciencia, más severa que las leyes porque no es posible burlarla, y que constituye la única fuente de libertad. El cardenal Newman, convertido del protestantismo al catolicismo, fue un defensor del primado de la conciencia sobre la ley. En la Carta al Duque de Norfolk cuenta que, si se viera obligado a hacer un brindis, lo haría "primero a la conciencia y después al Papa". Newman tiene una frase que aún hoy, después de dos siglos, sigue poniendo los pelos de punta a la Iglesia y a los teólogos tradicionales: "Prefiero equivocarme siguiendo a mi conciencia, que acertar en contra de ella". La Iglesia defiende, al revés, que la conciencia debe ser antes formada. Por ella y con el miedo, claro.
¿Se vive mejor sin Dios? Depende. Quizás se tenga a veces la tentación de creer en alguien más que humano, capaz de exorcizar la crueldad que siembra de muertos inocentes el planeta, la que pisotea a los que no tienen poder, la que exalta a los aprovechados, la que discrimina a los diferentes, la que violenta a los niños, la que quiere imponer a su Dios, la que humilla a la libertad. Pero ese, ¿no será más bien el Dios de nuestros sueños?
Se podría vivir mejor solo con el Dios -si existiese- capaz de quitarnos a los mortales el miedo supremo de la muerte, sin la cual, curiosamente, dejarían de existir las religiones, como afirmaba Saramago. Se viviría mejor con el Dios que no nos prohibiese soñar. ¿Existe?
Me pregunta un amigo por qué en tiempos de crisis, incluso las económicas como en la actualidad, el ser humano se refugia más en la fe en Dios. Difícil responder a esa pregunta, ya que para mí si Dios sirve para algo debería ser para los tiempos de alegría y felicidad, no para los tiempos del miedo.
Los padres del científico y escritor Leonard Mlodinov se salvaron de las garras del Holocausto. Él mismo salvó su vida el fatídico 11 de septiembre, en los bajos de una de las Torres Gemelas de Nueva York cuando se hundió. En una entrevista reciente le preguntaron en Brasil qué sentía al saber que Dios había salvado milagrosamente su vida y la de sus padres. Respondió: "No fue Dios, sino el acaso". Y añadió: "¿Qué Dios sería ese que salva a mis padres del nazismo y deja morir a seis millones de otros judíos?". "¿Qué Dios sería ese que me salva del atentado terrorista de Nueva York y deja morir a otras 3.000 personas?".
Si Dios sirve para algo debe ser para los tiempos de alegría y felicidad, no para los del miedo
Difícil encontrar a Dios en los escombros de la muerte.
Lectores que no conozco suelen preguntarme, unos con respeto, otros, menos, si pienso que sin Dios se acaba viviendo mejor. Escribí hace 40 años un libro que se titulaba El Dios en quien no creo. Había sido el título de un artículo publicado en el desaparecido diario Pueblo de Madrid. Se les había colado a los censores franquistas. Quizás porque pensaron que si hablaba de Dios no podía ser nada subversivo. Lo era para la España católica y cerrada de entonces.
Me citó a su despacho el entonces arzobispo de Madrid, Casimiro Morcillo. Me dijo que el artículo estaba ayudando a los españoles a hacerse ateos porque afirmaba entre otras cosas que si Dios existe no podía existir el infierno y que no podía curar a unos y dejar morir a otros. Le mostré la carta que acababa de recibir de un matrimonio joven, en la que me decían que habían recortado el artículo y conservado para cuando sus dos hijos pequeños fueran mayores. "Nosotros no somos creyentes, pero si nuestros hijos un día quisieran creer, nos gustaría que creyeran en ese Dios irreconciliable con el infierno", decían.
No sirvió de nada. Desde aquel día, además de la censura franquista, la Iglesia de Madrid me impuso otro censor para mi columna de Pueblo, que se titulaba Las cosas claras. Sobre aquel libro, nacido de aquelartículo y traducido hoy a 10 idiomas, dos señoras encopetadas, cuando volvía en tren de Asís, donde había sido publicado, mirando con recelo la portada, me preguntaron: "¿Ese libro es a favor o en contra?" "Eso depende, señoras", les respondí.
Cada vez que hoy me preguntan si creo que es mejor o no creer en Dios suelo responder que eso no tiene importancia, ya que si existiese Dios, lo importante sería que él creyera en nosotros, como me había dicho monseñor Romero, quizás en su última entrevista antes de ser asesinado a tiros mientras celebraba la Eucaristía.
¿Se es más feliz sin Dios? Depende, señores. Difícil sentirse libres y realizados con el Dios al que aman y adoran los dictadores -con los que, por cierto, la Iglesia siempre se ha entendido mejor que con los demócratas-; difícil con el Dios absolutista incompatible con la democracia o con el Dios que recela de la sexualidad.
Es difícil que las personas, jóvenes o adultas, no lleven dentro de sí la sombra de un Dios castrador, aquel del que en un colegio de religiosas la madre superiora había escrito en los retretes de las alumnas: "Dios te está mirando".
El famoso poeta brasileño João Cabral de Melo Neto, cuando estaba para morir, quiso hablar con un sacerdote de la Teología de la Liberación. Le confesó que era ateo, pero que en aquella hora final lo asaltaba el miedo de "aquel infierno del que me hablaban de niño en la Iglesia". El teólogo le dijo que, además de no existir el infierno, un poeta nunca tendría lugar en él. Aquel teólogo era Leonardo Boff, condenado al silencio por el entonces cardenal Ratzinger y hoy papa Benedicto XVI.
El Dios del miedo es el Dios que no merece existir. El miedo es argamasa humana, es el arma de todos los poderes de la Tierra, no tiene nada de divino. Es tirano. Solo la felicidad es liberadora. El miedo es usado y abusado por las Iglesias institucionales. Jesús nunca impuso miedos a los que le seguían. Se los quitaba. Él los tuvo también. Tuvo miedo de morir, sudó sangre ante la inminencia de su muerte, pidió explicaciones a Dios de por qué dejaba que lo mataran si era inocente. Y de él tuvieron miedo los hipócritas y los poderosos, nunca los arrinconados o indignados.
Aquel profeta tenía solo un pecado: no creía en el sufrimiento ni en el dolor ni en la muerte como armas de redención. No soportaba ver sufrir a nadie. No le gustaban los muertos y los resucitaba. Nunca pidió a sus apóstoles que hicieran ayunos y penitencias, ni que fueran héroes o vírgenes. Estaban todos casados, como él.
Y no fue un profeta fácil: exigió, con naturalidad, algo que nos parece locura: devolver bien por mal. Sabía que la felicidad -que era su única teología- se engendra en la paz y no en la guerra, en el perdón y no en la venganza.
¿Se vive mejor sin Dios? "Depende, señores". Sin el que ofrecen las iglesias que no te permite morirte en paz, ni hacer el amor sin que te espíe como un policía, se vive mejor. Se vive mejor sin el Dios que pretende adueñarse de lo más sagrado del ser humano: su libertad y su conciencia. Por lo menos, sin él, se vive sin menos miedos, que no es poco.
¿Y con el Dios en el que creía monseñor Romero cuando lo acribillaron a balas en el altar por defender a los pobres contra el poder, se vive mejor?, se preguntarán algunos. ¿Se vive mejor con el Dios que apuesta siempre por los que pierden, el Dios de aquel Jesús que no solo perdonó en la cruz a los que blasfemaban contra él, sino que hasta los excusó: "Perdónales, porque no saben lo que hacen", expresión máxima del amor supremo que no humilla ni cuando perdona?
Creo que como mejor se vive es siendo fiel a la voz de la conciencia, más severa que las leyes porque no es posible burlarla, y que constituye la única fuente de libertad. El cardenal Newman, convertido del protestantismo al catolicismo, fue un defensor del primado de la conciencia sobre la ley. En la Carta al Duque de Norfolk cuenta que, si se viera obligado a hacer un brindis, lo haría "primero a la conciencia y después al Papa". Newman tiene una frase que aún hoy, después de dos siglos, sigue poniendo los pelos de punta a la Iglesia y a los teólogos tradicionales: "Prefiero equivocarme siguiendo a mi conciencia, que acertar en contra de ella". La Iglesia defiende, al revés, que la conciencia debe ser antes formada. Por ella y con el miedo, claro.
¿Se vive mejor sin Dios? Depende. Quizás se tenga a veces la tentación de creer en alguien más que humano, capaz de exorcizar la crueldad que siembra de muertos inocentes el planeta, la que pisotea a los que no tienen poder, la que exalta a los aprovechados, la que discrimina a los diferentes, la que violenta a los niños, la que quiere imponer a su Dios, la que humilla a la libertad. Pero ese, ¿no será más bien el Dios de nuestros sueños?
Se podría vivir mejor solo con el Dios -si existiese- capaz de quitarnos a los mortales el miedo supremo de la muerte, sin la cual, curiosamente, dejarían de existir las religiones, como afirmaba Saramago. Se viviría mejor con el Dios que no nos prohibiese soñar. ¿Existe?
Crítica de la razón acartonada
Viernes 14 de octubre de 2011 - 14/10/11
Lejos de la “prosa metalúrgica del paper” y cerca de Borges que concibió la filosofía como un género literario, cuatro ensayistas nacidos en los años 60 y 70 hablan de cómo filosofar hoy en la Argentina, de la tradición y de por qué sus clases son como conciertos de rock.
Por Luis Diego Fernandez
Es sábado al mediodía y cuatro filósofos se reúnen en una librería de Palermo para dialogar. Ellos son Adrián Cangi, Gustavo Varela, Diego Tatián y Lucas Soares. Las relaciones en esta generación –nacidos durante la década del sesenta o principios de los setenta– marcan más puntos en común que divergencias. Todos ellos, además de su labor docente, realizan actividades artísticas: Cangi, el cine; Varela, el tango; Tatián, la literatura y Soares, la poesía.
Pareciera ser una generación con herencias y divergencias nítidas con respecto a la anterior, y que da cuenta de la hibridación de estilos en la escritura, que le dice no “a la prosa metalúrgica del paper ” y prefiere tentar “algo de la erótica del ensayo”. Una filosofía inventiva, que apunta a “dotar la vida colectiva de una comunicación muchas veces incómoda”, y denuncia “un momento de muchísima ingratitud”, en el que la filosofía se transforma en ocasiones en “un coloquio con los muertos”, a la vez que marca un posicionamiento político, y la necesidad de hacer de una clase “un concierto de rock: algo que uno experimenta en vivo”, más que un espacio de exhibición del saber. Sobre estos y otros temas dialogaron con Ñ .
¿Sienten que hay elementos en común entre la filosofía y las otras actividades artísticas que hacen?
Diego Tatián: Hay una discusión central que está alojada en la práctica filosófica, entre una filosofía sensible y una filosofía académica o profesionalizada. Son dos maneras de trabajar que desde mi óptica no son incompatibles. A mí lo primero me interesa mucho, una filosofía permeada por la literatura, el arte, el ensayo en general. En mi caso, la literatura y la filosofía son dos formas como hechos de lenguaje diferenciados, pero que están articuladas como una investigación en sentido amplio y común.
Gustavo Varela: Para mí la música es constitutiva de mi práctica cotidiana incluso para poder pensar. Yo soy músico y eso me habilitó con la filosofía a tratar de unir ambos continentes. Pero no de una manera causal sino azarosa. Yo escribo sobre tango. En realidad no me interesa tanto el tango, me interesa la historia política argentina y ver cómo aparece eso en una serie de expresiones de la cultura popular. La filosofía es una forma muy concreta de mirar y las herramientas que nos dan los filósofos europeos para poder pensar son muy eficaces. En mi caso, tomo la obra de Michel Foucault para poder pensar y hacer una arqueología o genealogía del tango, desplazándome de los modos habituales, como la tristeza del porteño y otros valores que no me importan demasiado. Es cómodo para mí trabajar con un ámbito externo a la filosofía. Cuando hago filosofía pura me siento un poco agobiado.
Adrián Cangi: Así como hay una historia de la filosofía sistemática, hay una inventiva. Uno puede pensar en un constructor de sistemas como Hegel o en un filósofo a martillazos como Nietzsche. A mí me gusta mucho la frase de Deleuze: “Salir de la filosofía por la filosofía”. Eso requiere consistencia ligada a una tradición y por otro lado, unos niveles de ruptura interna que no responden a sistemas orgánicos ni modos sistemáticos, que requieren alianzas con otras cosas. Para mí, Nietzsche antes que nada es un gran escritor. Y el escribir es inseparable de la tradición filosófica. Cuando pienso el cine pienso una técnica del presente. Para mí el cine no es un modo de narrar historias sino un modo de hacer visible, audible y sensible aquello que escapa a las historias dominantes. Cuando hago cine no lo hago nunca filosóficamente. Porque no hay forma de que una imagen ilustre un concepto. Si lo hace, lo destruye. De la misma manera en que la filosofía cuando usa el cine para ilustrarse se reduce a su peor condición. Por lo tanto, pienso la filosofía en un sentido inventivo, innovador. Ni la filosofía puede hacerse por el cine ni el cine por la filosofía.
Lucas Soares: Yo cuando empecé a estudiar filosofía ya escribía poesía. Creo que cuando me metí en la carrera la fascinación que encontré con la filosofía antigua fue porque ahí no había una distinción entre poesía y filosofía. Pienso en los presocráticos y en Platón. Me fasciné con esa refundición que hicieron los griegos. Lo que hice con el tiempo fue mixturar los registros. Ocuparme de un presocrático como Anaximandro y todas las interpretaciones que se hicieron. Fue como un encuentro entre la poesía que venía escribiendo antes y la filosofía. Y ver ese proceso de refundición entre poesía y filosofía sigue en otros autores que me interesan mucho, como los alemanes Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Entonces, la cuestión fue como ensamblar la filosofía antigua con la moderna y contemporánea.
¿Cómo se posicionan con la tradición del pensamiento argentino?
Tatián: Si queremos ver la filosofía en el lugar en que nos tocó nacer podemos encontrar estímulos en las obras de autores del siglo XIX y XX, como Sarmiento, Alberdi, Martínez Estrada o Macedonio Fernández, pero es una vertiente que confluye con la tradición de la filosofía europea y no hay que acudir a tentaciones sacrificiales. Creo que es sumamente útil una reflexión como la que hizo Borges en El escritor argentino y la tradición en los años 30, del siglo pasado. Borges decía que teníamos que sacarnos el problema de la tradición: todo lo que los argentinos hagamos con desparpajo e inventiva va a ser inexorablemente argentino. No se trata de un argentinismo ex profeso . La pregunta es qué somos capaces de pensar acá, dónde estamos. Y lo que resulta de eso será inevitablemente argentino.
Soares: En mi caso Borges es también la principal inspiración porque concibe la filosofía como un género literario. Se anticipa a cuestiones que después se trabajaron en la filosofía contemporánea. Borges es un gran inspirador de libertad, un gran creador de conceptos. Hay algo que él dice que me inspiró mucho (que quizá sea inventado): en Oriente se trabaja la filosofía como si todo fuera simultáneo. Como si Henri Bergson, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1927, dialogara con Aristóteles, que nació en el año 384 antes de Cristo: esa imagen de la filosofía como red de ideas y no tanto de autores hace que se dé una especie de simultaneidad. A mí es el personaje de la tradición que más me inspira. Por otra parte, el hecho de no estar en los centros de producción del saber canonizado nos da una libertad para apropiarse de ciertas cuestiones que nos sirven para pensar nuestro tiempo.
Varela: Yo creo que la filosofía es histórica y política. Platón escribe en la Grecia antigua porque es un noble al que la ciudad en la que vive, Atenas, se le viene abajo. Y efectivamente, se le viene abajo. Es la escritura de un desesperado. Cuando Platón piensa se reduce al mundo de las ideas, pero él dialoga con el alfarero, con el tejedor. Los ejemplos de Platón son de la vida cotidiana, y tiene un problema muy serio que son los sofistas. Si alguien en la Argentina se ocupa de un problema, importan las condiciones. Martínez Estrada dice un montón de cosas en Radiografía de la pampa , un libro de 1933, pero lo que me pregunto es por qué lo escribe, a qué problemas está respondiendo. Qué conceptos está habilitando para pensar el problema. El gran problema que tenemos aquellos que estamos dedicados a la filosofía es creer que aquello que leemos en los libros son sistemas para administrar vidas. Ha pasado con Foucault. Uno corre esos riesgos, justamente porque es un país periférico.
Cangi: Acuerdo con esta condición fundamental política que está en la base del concepto, no como un dato empírico sino como incluso uno trascendental. Si la filosofía es inventiva es porque hay algo en el concepto. Sin rivales y sin algo que liberar no hay filosofía. Mientras nosotros estábamos muy atentos en nuestra tradición a leer a la teoría francesa, Foucault, Derrida y Deleuze, autores centrales en las tres últimas décadas del siglo XX, ellos estaban muy atentos en leer a Borges, y sin Borges no hubieran construido buena parte de sus libros fundamentales. Con esto quiero decir que hay un curioso legado de la historia: donde nosotros hacíamos el esfuerzo de lejanía por otros medios, esa lejanía volvía como una íntima cercanía. En ese sentido, seguramente, Foucault, Derrida y Deleuze no pensaban el Borges que leía a Lugones y Macedonio, y tampoco resonaba en ellos Sarmiento. Pero seguramente sí resonaban en mí, en el interior de Foucault, Derrida y Deleuze los ecos de Sarmiento, Lugones y Borges. Ahí hay una condición de apropiación. Pero cuando uno dice Borges también dice aquellos que han intentado desmontar a Borges y pienso en Osvaldo Lamborghini, el autor de El fiord . Digo, Osvaldo Lamborghini estaba mucho más cerca de Foucault que del propio Borges, o bien Néstor Perlongher, el poeta de Hule , se encontraba escribiendo una literatura lumpen de nuestra época mucho más cerca de Deleuze que de Borges. Como Foucault, Deleuze y Derrida fueron capaces de inventar con Borges, nosotros hemos sido capaces de inventar con Foucault, Deleuze y Derrida una salida de Borges.
Soares: Me gustaría pensar si se puede desmarcar la filosofía argentina de la herencia política. Porque hay toda una tradición argentina que asoció al filósofo argentino con lo político, como José Ramos Mejía y los positivistas, entre 1880 y 1910. En la materia de Pensamiento argentino y latinoamericano de la carrera de filosofía los textos que se estudian son todos políticos. Me gustaría pensar en esa posibilidad, en la raíz borgiana y también en Leónidas Lamborghini, el poeta de Odiseo confinado , que para mí es un derridiano que trabaja con la deconstrucción, desde otras condiciones. Allí hay posibilidades de pensar o desmarcar a la filosofía en Argentina de su raíz esencialmente política a la que está condenada.
¿Cómo ven el rol del filósofo en relación a su tradición?
Tatián: Yo diría que depende el contexto; en relación a lo que decía Lucas, yo diría que la pregunta es si hay objetividad en la filosofía. Yo creo que en este momento en Argentina y en Latinoamérica hay un hecho filosófico objetivo que es la política. Un conjunto de transformaciones profundas en diversos países que tienen tradiciones filosóficas y que proporcionan una tarea filosófica muy importante. En el sentido de Marx: “lo filosófico es la política”. Ahí hay una especie de objetividad en sentido amplio. ¿Cómo hablar de filosofía hoy en Argentina? Ese es otro problema objetivo. Descifrar cuál es el idioma de los argentinos hoy es una tarea fundamental. Tal vez tres de los más grandes escritores argentinos como Macedonio, Juan L. Ortiz y Borges, expresan estados de felicidad de la lengua. Y uno podría preguntarse qué le hizo la dictadura militar al idioma de los argentinos, cuáles son las marcas. Yo creo que ese estado de felicidad se ha perdido. El filósofo debería dotar a la vida colectiva de una conversación muchas veces incómoda. La filosofía no es una propiedad privada de los investigadores en filosofía, sino de todos.
Varela: A mí me gusta mucho la idea de Sócrates del filósofo como un tábano que debe aguijonear. Me gusta ver al filósofo como alguien incómodo. Me parece que hay muchos ámbitos de comodidad, en cambio el filósofo está situado en otro lado, uno puede ver que Kant era inactual a pesar de estar hablando de la modernidad, o que Nietzsche también lo era y él era muy consciente de eso y sus libros quedaban adentro de un sótano. Y está ese lazo amoroso que es la escritura de Platón, esa suerte de oración fúnebre a su amor por Sócrates, a su forma de vida. Me parece que la filosofía tiene ese trazo en sí, de tener que mostrarse incómoda en su época.
Cangi: Creo, como Diego, que se ha abierto un acontecimiento singular en la historia política latinoamericana. Estoy de acuerdo en que sin desacomodamiento, sin una diferencia singular, no hay filosofía. Y en ese sentido, me gusta la idea que marcaba Diego de dotar a la vida colectiva de una conversación. En ese sentido, hay dos problemas fundamentales para nuestra tradición que son: cómo el miedo se filtra en la lengua y como la deuda infinita la atraviesa. Dos problemas que impiden el acto de expresión. Muchas veces nuestra práctica política puede ser fatigosa cuando se piensa en términos de representación o lógicas de partidos y estructuras, sin embargo, me parece que la política está entrando en los cuerpos y logrando algo en la lengua. Pero no todo lo que pasa en la lengua, pasa en los cuerpos. Esa reserva que pasa en los cuerpos, es una reserva de libertad, es esencialmente política, y busca canales de expresión potentes; en ese sentido creo que el filósofo tiene que estar a la altura de los canales de expresión de la resistencia: esa es la inactualidad del pensamiento y el tábano en el cuello.
Varela: Con lo que eso significa, porque la inactualidad es incómoda. Para el que la vive, no para el que la lee. Yo creo que el filósofo tiene que conjurar el sentido pastoril. Nietzsche decía: “no ser un pastor”. Foucault lo traduce en “no hablar en nombre de otros”.
Es un ejercicio arduo.
Varela: Muy arduo. Porque la filosofía es un trabajo muy solitario.
Tatián: En eso hay una superposición con la política me parece, no hacer por otros, sino con otros. No hablar por otros sino con otros. Eso me parece que es perder la condición pastoral que la filosofía ha tenido como tentación en muchos momentos de su historia. Y nos lleva a algo que marca Pierre Hadot, historiador y filósofo francés especializado en filosofía antigua, al decir que la filosofía es una forma de vida, y que tiene relación con una pregunta que me interesa mucho: ¿Qué es veracidad en el pensamiento? La veracidad es básicamente una manera de vivir, los griegos pensaban la filosofía como guerra entre formas de vida. Porque no hay una manera de vivir sino muchas. Y ahí está la conversación humana. En ese sentido, creo que la filosofía como forma de vida es algo esencial a la veracidad de la filosofía, y no es veraz una filosofía por seria que pueda ser que no impacta en una manera de vivir que muchas veces no es conveniente.
Soares: Me parece que sí, que un modo para pensar el rol de la filosofía y el filósofo, es pensarlo como modo de vida, pero hay algo donde la historia de la filosofía no avanza, que es la idea de problematicidad total, ahí hay algo del tábano. Pero no sólo refutación, para mí la filosofía es refutación y parto. Contemplación y transformación, es decir, un lado sísmico y un lado de transvaloración. Ahí no hay ningún tipo de progreso. La filosofía es un trabajo crítico sobre la manera de ver para tratar de pensar de otra manera, para abrir un perspectivismo y ver lo obvio, las mismas cosas –ni siquiera lo profundo, en lo que no creo– desde otro lugar.
Pierre Hadot me lleva al último Foucault que habla de la filosofía como estética de la existencia. ¿Para ustedes hacer filosofía implica necesariamente un modo de vida filosófico?
Tatián: Es una pregunta muy difícil, pero yo en principio estaría de acuerdo siempre y cuando despojemos la pregunta de todo narcisismo. Me interesa mucho la dimensión comunitaria o comunista de la filosofía, esa vocación por lo real y por los otros, la pasión por los otros. Entonces, sí, estoy de acuerdo, pero el concepto de Foucault de “estética de la existencia” no me gusta, porque significa una autorreferencialidad, yo concibo la filosofía de otra manera, contaminada, y por supuesto con valentía.
Varela: Siempre el riesgo cuando uno piensa estas cosas es encontrar una dieta. Para nosotros esta idea es central porque se nos han acabado otras formas de preocuparnos más integrales, como la política o la religión. Pareciera que el siglo XX ha traducido en un refugio individual la experiencia de la filosofía: la figura del superhombre de Nietzsche, al soberano de Bataille, al anarca de Jünger o la estética de la existencia que es pensar en términos políticos relaciones singulares. Ahí me parece que hay que traducir acá. Eso me lleva a pensar que no necesariamente hay una línea directa entre la filosofía y la vida: tuve amigos filósofos que se han suicidado absurdamente por detalles, otros que viven inmensamente mal leyendo a Platón u otros que dedican toda su vida a Husserl. ¿Cómo es una vida enteramente dedicada a Husserl o a un autor específico? Me parece que la filosofía no produce efectos por ósmosis. Hay una tarea de despojo, como decía Pappo: “Son muchos pensamientos para una sola cosa”. Y de última, cuando te das cuenta, también como decía él: “Me sigue gustando el cabaret”. Creo que la filosofía tiene una potencia que es devastadora y que a mí me vuelve feliz leer a los filósofos.
Cangi: A mí me parece que si uno puede encontrar en la cosa más concreta, en el cabaret o en la idea más abstracta, algo que lo vuelve feliz, allí hay un ethos . Sin experimentar no hay cómo decir. Un ethos puede y nunca es una moral. Esa tensión es irreductible; apoyo la idea de Diego de la palabra “comunista”, pero necesitaríamos una estricta precisión. Lo común es aquello que es pre-individual o trans-individual, pero nunca individual. Si lo común se individualiza se constituye en una moral. Lo común es lo que me excede por todas partes .
Un ethos siempre rompe la vida profesoral. Yo creo que una clase es más un concierto de rock que otra cosa. Es decir, es algo que uno experimenta en vivo, sobre un largo proceso clandestino, oscuro y bien solitario, pero una clase no es un lugar de exposición del saber. Un lugar de exposición del saber es precisamente un lugar pastoril. No hay nada que me incomode más que cuando alguien viene a mostrar su saber. Ahora si viene a problematizar algo que lo constituye me parece que tiene una potencia extraordinaria. Y en ese sentido, creo que eso sí nos diferencia y distancia en cierta medida de las otras generaciones de la filosofía argentina.
Soares: En mi caso se traduce como un ethos de la transmisión la escritura. Ahí es donde se traduce la vida filosófica. Yo en las clases busco esos chispazos que son difíciles de lograr entre quien da la clase y quien escucha. Otra forma de ver qué es un modo de vida es que yo miro la mía con el prisma de los filósofos que más me gustan. Eso también me parece que traduce la conexión entre modo de pensar y modo de vivir.
¿Sienten que hay una marca generacional que los distingue?
Tatián: creo que hay que afrontar el tema de la gratitud, me parece que estamos en un momento de muchísima ingratitud y de alguna manera la filosofía es un coloquio con los muertos. La pregunta por la transmisión generacional es clave. La muerte de León Rozitchner a principios de septiembre fue una gran pérdida para la cultura argentina; pero hay otros nombres como los de José María Aricó, Oscar del Barco y el grupo de Córdoba que también lograron pensar en sentido fuerte. El mundo no comienza con nosotros y cometemos un gran error si no nos hacemos cargo y miramos con gratitud lo que ha sido pensado antes. Spinoza en el siglo XVII dijo que existe el poder de afectar y ser afectado. ¿Qué es el poder de ser afectados? Es la disposición de estar a la altura de alguien o de un libro. Como fuere que cada uno trabaje, académicamente o públicamente, creo que es importante que cada uno se deje afectar.
Varela: Yo pensaba qué caracterizó a mi generación que quedó medio de costado, porque hicimos el secundario con Videla. Nosotros tuvimos que vivir con el miedo y con una generación que se perdió, de la que no se sabía demasiado. Para mí era normal hablar de “proceso” y no dictadura. Hubo que hacer un esfuerzo del lenguaje y comprender. Creíamos que vivir con dolor era normal. Entonces, cuando uno despierta a esta aventura del pensar encuentra períodos que te vinculan hacia atrás pero con el fracaso de un pensamiento político que leímos, no que vivimos. Y luego viene la posmodernidad y el fin de los relatos, y después el piercing, esa es la historia que nos tocó, el tema es cómo uno compone un pensamiento generacional. En mi caso la fuente de la que me nutro es el Seminario de los Jueves de Tomás Abraham, por varias razones. Primero porque la filosofía es una celebración a la que asisto hace veinticinco años. Y tenemos serias discusiones filosóficas que nunca ponen en juicio la amistad. Soportamos las diferencias. Eso es un ejercicio: no comulgar con el otro y soportar la diferencia es un problema en el que la filosofía es buena.
Cangi: Yo creo como Gustavo que esa es una marca definitiva porque hubo que inventarse a nuestros precursores. La filosofía argentina tiene modos de hacerse que no dejan de ensayar pero tienen una potencia que le es propia y allí hay dos faros capitales: León Rozitchner y Oscar del Barco. Dos faros en la constitución de la filosofía argentina, a los que llegué después de un largo recorrido, es decir, no fueron mis lecturas inmediatas. Al mismo tiempo cuando entré en sus libros me costaron mucho por lo que estaba macerado, parecía un tiempo que no era el nuestro. La lejanía de Spinoza, Bergson o Nietzsche nos resultaba más digerible que la cercanía de Rozitchner o Del Barco, pero además hay algo en ese pensamiento del que nosotros hemos sido radicalmente separados. Hay gente de su generación que no reconoce a sus contemporáneos y yo tengo una inmensa gratitud en reconocerlos, como a Gustavo o Diego a quienes leo, pero también a Christian Ferrer. Creo que su tarea ha sido capital en la tradición local. Personalmente, tanto el pensamiento de Christian Ferrer como el de Néstor Perlongher llegaron a mí con potencia. O bien fue fundamental la obra de Milita Molina para pensar a Nietzsche. Creo que esa condición de la gratitud me parece capital para recuperar una tradición que nos es propia, y poder decir: tenemos una filosofía argentina, y quienes la hicieron no son precisamente los que mejor comulgaron con la academia.
Exceso y donación de Oscar del Barco es un libro capital e imposible, pero también es dramático e imprescindible La cosa y la cruz de León Rozitchner. Por ese libro, Rozitchner queda afuera del Conicet. Pero al mismo tiempo no negaré que es imprescindible para mí Tomás Abraham de otro modo. Fuimos marcados y separados de esa tradición. Marcados por la voz del miedo y separados de los que podían haber sido los mentores en los cuáles podíamos habernos apoyado para discutir, debatir o distanciarnos.
Soares: Mi problema y el de muchos colegas es cómo tramitar la relación con el afuera, con los discursos filosóficos. En mi generación todo pasa por cómo hibridar los discursos, en ese sentido me marcó lo que me dijo Nicolás Casullo cuando terminé la carrera: “Tratá de mantener un pie adentro y un pie afuera”. Como él era un genio le hice caso, pero también para poder cumplimentar los discursos: llevar adentro la frescura del afuera, y trasladar hacia afuera el rigor de la academia. Y lo mismo en relación a la escritura. No la prosa metalúrgica del paper sino tratar de meter algo de la erótica que tiene el ensayo. Creo que la cifra de nuestra generación es el proceso de mezcla, de hibridación.
Lejos de la “prosa metalúrgica del paper” y cerca de Borges que concibió la filosofía como un género literario, cuatro ensayistas nacidos en los años 60 y 70 hablan de cómo filosofar hoy en la Argentina, de la tradición y de por qué sus clases son como conciertos de rock.
Por Luis Diego Fernandez
Es sábado al mediodía y cuatro filósofos se reúnen en una librería de Palermo para dialogar. Ellos son Adrián Cangi, Gustavo Varela, Diego Tatián y Lucas Soares. Las relaciones en esta generación –nacidos durante la década del sesenta o principios de los setenta– marcan más puntos en común que divergencias. Todos ellos, además de su labor docente, realizan actividades artísticas: Cangi, el cine; Varela, el tango; Tatián, la literatura y Soares, la poesía.
Pareciera ser una generación con herencias y divergencias nítidas con respecto a la anterior, y que da cuenta de la hibridación de estilos en la escritura, que le dice no “a la prosa metalúrgica del paper ” y prefiere tentar “algo de la erótica del ensayo”. Una filosofía inventiva, que apunta a “dotar la vida colectiva de una comunicación muchas veces incómoda”, y denuncia “un momento de muchísima ingratitud”, en el que la filosofía se transforma en ocasiones en “un coloquio con los muertos”, a la vez que marca un posicionamiento político, y la necesidad de hacer de una clase “un concierto de rock: algo que uno experimenta en vivo”, más que un espacio de exhibición del saber. Sobre estos y otros temas dialogaron con Ñ .
¿Sienten que hay elementos en común entre la filosofía y las otras actividades artísticas que hacen?
Diego Tatián: Hay una discusión central que está alojada en la práctica filosófica, entre una filosofía sensible y una filosofía académica o profesionalizada. Son dos maneras de trabajar que desde mi óptica no son incompatibles. A mí lo primero me interesa mucho, una filosofía permeada por la literatura, el arte, el ensayo en general. En mi caso, la literatura y la filosofía son dos formas como hechos de lenguaje diferenciados, pero que están articuladas como una investigación en sentido amplio y común.
Gustavo Varela: Para mí la música es constitutiva de mi práctica cotidiana incluso para poder pensar. Yo soy músico y eso me habilitó con la filosofía a tratar de unir ambos continentes. Pero no de una manera causal sino azarosa. Yo escribo sobre tango. En realidad no me interesa tanto el tango, me interesa la historia política argentina y ver cómo aparece eso en una serie de expresiones de la cultura popular. La filosofía es una forma muy concreta de mirar y las herramientas que nos dan los filósofos europeos para poder pensar son muy eficaces. En mi caso, tomo la obra de Michel Foucault para poder pensar y hacer una arqueología o genealogía del tango, desplazándome de los modos habituales, como la tristeza del porteño y otros valores que no me importan demasiado. Es cómodo para mí trabajar con un ámbito externo a la filosofía. Cuando hago filosofía pura me siento un poco agobiado.
Adrián Cangi: Así como hay una historia de la filosofía sistemática, hay una inventiva. Uno puede pensar en un constructor de sistemas como Hegel o en un filósofo a martillazos como Nietzsche. A mí me gusta mucho la frase de Deleuze: “Salir de la filosofía por la filosofía”. Eso requiere consistencia ligada a una tradición y por otro lado, unos niveles de ruptura interna que no responden a sistemas orgánicos ni modos sistemáticos, que requieren alianzas con otras cosas. Para mí, Nietzsche antes que nada es un gran escritor. Y el escribir es inseparable de la tradición filosófica. Cuando pienso el cine pienso una técnica del presente. Para mí el cine no es un modo de narrar historias sino un modo de hacer visible, audible y sensible aquello que escapa a las historias dominantes. Cuando hago cine no lo hago nunca filosóficamente. Porque no hay forma de que una imagen ilustre un concepto. Si lo hace, lo destruye. De la misma manera en que la filosofía cuando usa el cine para ilustrarse se reduce a su peor condición. Por lo tanto, pienso la filosofía en un sentido inventivo, innovador. Ni la filosofía puede hacerse por el cine ni el cine por la filosofía.
Lucas Soares: Yo cuando empecé a estudiar filosofía ya escribía poesía. Creo que cuando me metí en la carrera la fascinación que encontré con la filosofía antigua fue porque ahí no había una distinción entre poesía y filosofía. Pienso en los presocráticos y en Platón. Me fasciné con esa refundición que hicieron los griegos. Lo que hice con el tiempo fue mixturar los registros. Ocuparme de un presocrático como Anaximandro y todas las interpretaciones que se hicieron. Fue como un encuentro entre la poesía que venía escribiendo antes y la filosofía. Y ver ese proceso de refundición entre poesía y filosofía sigue en otros autores que me interesan mucho, como los alemanes Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Entonces, la cuestión fue como ensamblar la filosofía antigua con la moderna y contemporánea.
¿Cómo se posicionan con la tradición del pensamiento argentino?
Tatián: Si queremos ver la filosofía en el lugar en que nos tocó nacer podemos encontrar estímulos en las obras de autores del siglo XIX y XX, como Sarmiento, Alberdi, Martínez Estrada o Macedonio Fernández, pero es una vertiente que confluye con la tradición de la filosofía europea y no hay que acudir a tentaciones sacrificiales. Creo que es sumamente útil una reflexión como la que hizo Borges en El escritor argentino y la tradición en los años 30, del siglo pasado. Borges decía que teníamos que sacarnos el problema de la tradición: todo lo que los argentinos hagamos con desparpajo e inventiva va a ser inexorablemente argentino. No se trata de un argentinismo ex profeso . La pregunta es qué somos capaces de pensar acá, dónde estamos. Y lo que resulta de eso será inevitablemente argentino.
Soares: En mi caso Borges es también la principal inspiración porque concibe la filosofía como un género literario. Se anticipa a cuestiones que después se trabajaron en la filosofía contemporánea. Borges es un gran inspirador de libertad, un gran creador de conceptos. Hay algo que él dice que me inspiró mucho (que quizá sea inventado): en Oriente se trabaja la filosofía como si todo fuera simultáneo. Como si Henri Bergson, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1927, dialogara con Aristóteles, que nació en el año 384 antes de Cristo: esa imagen de la filosofía como red de ideas y no tanto de autores hace que se dé una especie de simultaneidad. A mí es el personaje de la tradición que más me inspira. Por otra parte, el hecho de no estar en los centros de producción del saber canonizado nos da una libertad para apropiarse de ciertas cuestiones que nos sirven para pensar nuestro tiempo.
Varela: Yo creo que la filosofía es histórica y política. Platón escribe en la Grecia antigua porque es un noble al que la ciudad en la que vive, Atenas, se le viene abajo. Y efectivamente, se le viene abajo. Es la escritura de un desesperado. Cuando Platón piensa se reduce al mundo de las ideas, pero él dialoga con el alfarero, con el tejedor. Los ejemplos de Platón son de la vida cotidiana, y tiene un problema muy serio que son los sofistas. Si alguien en la Argentina se ocupa de un problema, importan las condiciones. Martínez Estrada dice un montón de cosas en Radiografía de la pampa , un libro de 1933, pero lo que me pregunto es por qué lo escribe, a qué problemas está respondiendo. Qué conceptos está habilitando para pensar el problema. El gran problema que tenemos aquellos que estamos dedicados a la filosofía es creer que aquello que leemos en los libros son sistemas para administrar vidas. Ha pasado con Foucault. Uno corre esos riesgos, justamente porque es un país periférico.
Cangi: Acuerdo con esta condición fundamental política que está en la base del concepto, no como un dato empírico sino como incluso uno trascendental. Si la filosofía es inventiva es porque hay algo en el concepto. Sin rivales y sin algo que liberar no hay filosofía. Mientras nosotros estábamos muy atentos en nuestra tradición a leer a la teoría francesa, Foucault, Derrida y Deleuze, autores centrales en las tres últimas décadas del siglo XX, ellos estaban muy atentos en leer a Borges, y sin Borges no hubieran construido buena parte de sus libros fundamentales. Con esto quiero decir que hay un curioso legado de la historia: donde nosotros hacíamos el esfuerzo de lejanía por otros medios, esa lejanía volvía como una íntima cercanía. En ese sentido, seguramente, Foucault, Derrida y Deleuze no pensaban el Borges que leía a Lugones y Macedonio, y tampoco resonaba en ellos Sarmiento. Pero seguramente sí resonaban en mí, en el interior de Foucault, Derrida y Deleuze los ecos de Sarmiento, Lugones y Borges. Ahí hay una condición de apropiación. Pero cuando uno dice Borges también dice aquellos que han intentado desmontar a Borges y pienso en Osvaldo Lamborghini, el autor de El fiord . Digo, Osvaldo Lamborghini estaba mucho más cerca de Foucault que del propio Borges, o bien Néstor Perlongher, el poeta de Hule , se encontraba escribiendo una literatura lumpen de nuestra época mucho más cerca de Deleuze que de Borges. Como Foucault, Deleuze y Derrida fueron capaces de inventar con Borges, nosotros hemos sido capaces de inventar con Foucault, Deleuze y Derrida una salida de Borges.
Soares: Me gustaría pensar si se puede desmarcar la filosofía argentina de la herencia política. Porque hay toda una tradición argentina que asoció al filósofo argentino con lo político, como José Ramos Mejía y los positivistas, entre 1880 y 1910. En la materia de Pensamiento argentino y latinoamericano de la carrera de filosofía los textos que se estudian son todos políticos. Me gustaría pensar en esa posibilidad, en la raíz borgiana y también en Leónidas Lamborghini, el poeta de Odiseo confinado , que para mí es un derridiano que trabaja con la deconstrucción, desde otras condiciones. Allí hay posibilidades de pensar o desmarcar a la filosofía en Argentina de su raíz esencialmente política a la que está condenada.
¿Cómo ven el rol del filósofo en relación a su tradición?
Tatián: Yo diría que depende el contexto; en relación a lo que decía Lucas, yo diría que la pregunta es si hay objetividad en la filosofía. Yo creo que en este momento en Argentina y en Latinoamérica hay un hecho filosófico objetivo que es la política. Un conjunto de transformaciones profundas en diversos países que tienen tradiciones filosóficas y que proporcionan una tarea filosófica muy importante. En el sentido de Marx: “lo filosófico es la política”. Ahí hay una especie de objetividad en sentido amplio. ¿Cómo hablar de filosofía hoy en Argentina? Ese es otro problema objetivo. Descifrar cuál es el idioma de los argentinos hoy es una tarea fundamental. Tal vez tres de los más grandes escritores argentinos como Macedonio, Juan L. Ortiz y Borges, expresan estados de felicidad de la lengua. Y uno podría preguntarse qué le hizo la dictadura militar al idioma de los argentinos, cuáles son las marcas. Yo creo que ese estado de felicidad se ha perdido. El filósofo debería dotar a la vida colectiva de una conversación muchas veces incómoda. La filosofía no es una propiedad privada de los investigadores en filosofía, sino de todos.
Varela: A mí me gusta mucho la idea de Sócrates del filósofo como un tábano que debe aguijonear. Me gusta ver al filósofo como alguien incómodo. Me parece que hay muchos ámbitos de comodidad, en cambio el filósofo está situado en otro lado, uno puede ver que Kant era inactual a pesar de estar hablando de la modernidad, o que Nietzsche también lo era y él era muy consciente de eso y sus libros quedaban adentro de un sótano. Y está ese lazo amoroso que es la escritura de Platón, esa suerte de oración fúnebre a su amor por Sócrates, a su forma de vida. Me parece que la filosofía tiene ese trazo en sí, de tener que mostrarse incómoda en su época.
Cangi: Creo, como Diego, que se ha abierto un acontecimiento singular en la historia política latinoamericana. Estoy de acuerdo en que sin desacomodamiento, sin una diferencia singular, no hay filosofía. Y en ese sentido, me gusta la idea que marcaba Diego de dotar a la vida colectiva de una conversación. En ese sentido, hay dos problemas fundamentales para nuestra tradición que son: cómo el miedo se filtra en la lengua y como la deuda infinita la atraviesa. Dos problemas que impiden el acto de expresión. Muchas veces nuestra práctica política puede ser fatigosa cuando se piensa en términos de representación o lógicas de partidos y estructuras, sin embargo, me parece que la política está entrando en los cuerpos y logrando algo en la lengua. Pero no todo lo que pasa en la lengua, pasa en los cuerpos. Esa reserva que pasa en los cuerpos, es una reserva de libertad, es esencialmente política, y busca canales de expresión potentes; en ese sentido creo que el filósofo tiene que estar a la altura de los canales de expresión de la resistencia: esa es la inactualidad del pensamiento y el tábano en el cuello.
Varela: Con lo que eso significa, porque la inactualidad es incómoda. Para el que la vive, no para el que la lee. Yo creo que el filósofo tiene que conjurar el sentido pastoril. Nietzsche decía: “no ser un pastor”. Foucault lo traduce en “no hablar en nombre de otros”.
Es un ejercicio arduo.
Varela: Muy arduo. Porque la filosofía es un trabajo muy solitario.
Tatián: En eso hay una superposición con la política me parece, no hacer por otros, sino con otros. No hablar por otros sino con otros. Eso me parece que es perder la condición pastoral que la filosofía ha tenido como tentación en muchos momentos de su historia. Y nos lleva a algo que marca Pierre Hadot, historiador y filósofo francés especializado en filosofía antigua, al decir que la filosofía es una forma de vida, y que tiene relación con una pregunta que me interesa mucho: ¿Qué es veracidad en el pensamiento? La veracidad es básicamente una manera de vivir, los griegos pensaban la filosofía como guerra entre formas de vida. Porque no hay una manera de vivir sino muchas. Y ahí está la conversación humana. En ese sentido, creo que la filosofía como forma de vida es algo esencial a la veracidad de la filosofía, y no es veraz una filosofía por seria que pueda ser que no impacta en una manera de vivir que muchas veces no es conveniente.
Soares: Me parece que sí, que un modo para pensar el rol de la filosofía y el filósofo, es pensarlo como modo de vida, pero hay algo donde la historia de la filosofía no avanza, que es la idea de problematicidad total, ahí hay algo del tábano. Pero no sólo refutación, para mí la filosofía es refutación y parto. Contemplación y transformación, es decir, un lado sísmico y un lado de transvaloración. Ahí no hay ningún tipo de progreso. La filosofía es un trabajo crítico sobre la manera de ver para tratar de pensar de otra manera, para abrir un perspectivismo y ver lo obvio, las mismas cosas –ni siquiera lo profundo, en lo que no creo– desde otro lugar.
Pierre Hadot me lleva al último Foucault que habla de la filosofía como estética de la existencia. ¿Para ustedes hacer filosofía implica necesariamente un modo de vida filosófico?
Tatián: Es una pregunta muy difícil, pero yo en principio estaría de acuerdo siempre y cuando despojemos la pregunta de todo narcisismo. Me interesa mucho la dimensión comunitaria o comunista de la filosofía, esa vocación por lo real y por los otros, la pasión por los otros. Entonces, sí, estoy de acuerdo, pero el concepto de Foucault de “estética de la existencia” no me gusta, porque significa una autorreferencialidad, yo concibo la filosofía de otra manera, contaminada, y por supuesto con valentía.
Varela: Siempre el riesgo cuando uno piensa estas cosas es encontrar una dieta. Para nosotros esta idea es central porque se nos han acabado otras formas de preocuparnos más integrales, como la política o la religión. Pareciera que el siglo XX ha traducido en un refugio individual la experiencia de la filosofía: la figura del superhombre de Nietzsche, al soberano de Bataille, al anarca de Jünger o la estética de la existencia que es pensar en términos políticos relaciones singulares. Ahí me parece que hay que traducir acá. Eso me lleva a pensar que no necesariamente hay una línea directa entre la filosofía y la vida: tuve amigos filósofos que se han suicidado absurdamente por detalles, otros que viven inmensamente mal leyendo a Platón u otros que dedican toda su vida a Husserl. ¿Cómo es una vida enteramente dedicada a Husserl o a un autor específico? Me parece que la filosofía no produce efectos por ósmosis. Hay una tarea de despojo, como decía Pappo: “Son muchos pensamientos para una sola cosa”. Y de última, cuando te das cuenta, también como decía él: “Me sigue gustando el cabaret”. Creo que la filosofía tiene una potencia que es devastadora y que a mí me vuelve feliz leer a los filósofos.
Cangi: A mí me parece que si uno puede encontrar en la cosa más concreta, en el cabaret o en la idea más abstracta, algo que lo vuelve feliz, allí hay un ethos . Sin experimentar no hay cómo decir. Un ethos puede y nunca es una moral. Esa tensión es irreductible; apoyo la idea de Diego de la palabra “comunista”, pero necesitaríamos una estricta precisión. Lo común es aquello que es pre-individual o trans-individual, pero nunca individual. Si lo común se individualiza se constituye en una moral. Lo común es lo que me excede por todas partes .
Un ethos siempre rompe la vida profesoral. Yo creo que una clase es más un concierto de rock que otra cosa. Es decir, es algo que uno experimenta en vivo, sobre un largo proceso clandestino, oscuro y bien solitario, pero una clase no es un lugar de exposición del saber. Un lugar de exposición del saber es precisamente un lugar pastoril. No hay nada que me incomode más que cuando alguien viene a mostrar su saber. Ahora si viene a problematizar algo que lo constituye me parece que tiene una potencia extraordinaria. Y en ese sentido, creo que eso sí nos diferencia y distancia en cierta medida de las otras generaciones de la filosofía argentina.
Soares: En mi caso se traduce como un ethos de la transmisión la escritura. Ahí es donde se traduce la vida filosófica. Yo en las clases busco esos chispazos que son difíciles de lograr entre quien da la clase y quien escucha. Otra forma de ver qué es un modo de vida es que yo miro la mía con el prisma de los filósofos que más me gustan. Eso también me parece que traduce la conexión entre modo de pensar y modo de vivir.
¿Sienten que hay una marca generacional que los distingue?
Tatián: creo que hay que afrontar el tema de la gratitud, me parece que estamos en un momento de muchísima ingratitud y de alguna manera la filosofía es un coloquio con los muertos. La pregunta por la transmisión generacional es clave. La muerte de León Rozitchner a principios de septiembre fue una gran pérdida para la cultura argentina; pero hay otros nombres como los de José María Aricó, Oscar del Barco y el grupo de Córdoba que también lograron pensar en sentido fuerte. El mundo no comienza con nosotros y cometemos un gran error si no nos hacemos cargo y miramos con gratitud lo que ha sido pensado antes. Spinoza en el siglo XVII dijo que existe el poder de afectar y ser afectado. ¿Qué es el poder de ser afectados? Es la disposición de estar a la altura de alguien o de un libro. Como fuere que cada uno trabaje, académicamente o públicamente, creo que es importante que cada uno se deje afectar.
Varela: Yo pensaba qué caracterizó a mi generación que quedó medio de costado, porque hicimos el secundario con Videla. Nosotros tuvimos que vivir con el miedo y con una generación que se perdió, de la que no se sabía demasiado. Para mí era normal hablar de “proceso” y no dictadura. Hubo que hacer un esfuerzo del lenguaje y comprender. Creíamos que vivir con dolor era normal. Entonces, cuando uno despierta a esta aventura del pensar encuentra períodos que te vinculan hacia atrás pero con el fracaso de un pensamiento político que leímos, no que vivimos. Y luego viene la posmodernidad y el fin de los relatos, y después el piercing, esa es la historia que nos tocó, el tema es cómo uno compone un pensamiento generacional. En mi caso la fuente de la que me nutro es el Seminario de los Jueves de Tomás Abraham, por varias razones. Primero porque la filosofía es una celebración a la que asisto hace veinticinco años. Y tenemos serias discusiones filosóficas que nunca ponen en juicio la amistad. Soportamos las diferencias. Eso es un ejercicio: no comulgar con el otro y soportar la diferencia es un problema en el que la filosofía es buena.
Cangi: Yo creo como Gustavo que esa es una marca definitiva porque hubo que inventarse a nuestros precursores. La filosofía argentina tiene modos de hacerse que no dejan de ensayar pero tienen una potencia que le es propia y allí hay dos faros capitales: León Rozitchner y Oscar del Barco. Dos faros en la constitución de la filosofía argentina, a los que llegué después de un largo recorrido, es decir, no fueron mis lecturas inmediatas. Al mismo tiempo cuando entré en sus libros me costaron mucho por lo que estaba macerado, parecía un tiempo que no era el nuestro. La lejanía de Spinoza, Bergson o Nietzsche nos resultaba más digerible que la cercanía de Rozitchner o Del Barco, pero además hay algo en ese pensamiento del que nosotros hemos sido radicalmente separados. Hay gente de su generación que no reconoce a sus contemporáneos y yo tengo una inmensa gratitud en reconocerlos, como a Gustavo o Diego a quienes leo, pero también a Christian Ferrer. Creo que su tarea ha sido capital en la tradición local. Personalmente, tanto el pensamiento de Christian Ferrer como el de Néstor Perlongher llegaron a mí con potencia. O bien fue fundamental la obra de Milita Molina para pensar a Nietzsche. Creo que esa condición de la gratitud me parece capital para recuperar una tradición que nos es propia, y poder decir: tenemos una filosofía argentina, y quienes la hicieron no son precisamente los que mejor comulgaron con la academia.
Exceso y donación de Oscar del Barco es un libro capital e imposible, pero también es dramático e imprescindible La cosa y la cruz de León Rozitchner. Por ese libro, Rozitchner queda afuera del Conicet. Pero al mismo tiempo no negaré que es imprescindible para mí Tomás Abraham de otro modo. Fuimos marcados y separados de esa tradición. Marcados por la voz del miedo y separados de los que podían haber sido los mentores en los cuáles podíamos habernos apoyado para discutir, debatir o distanciarnos.
Soares: Mi problema y el de muchos colegas es cómo tramitar la relación con el afuera, con los discursos filosóficos. En mi generación todo pasa por cómo hibridar los discursos, en ese sentido me marcó lo que me dijo Nicolás Casullo cuando terminé la carrera: “Tratá de mantener un pie adentro y un pie afuera”. Como él era un genio le hice caso, pero también para poder cumplimentar los discursos: llevar adentro la frescura del afuera, y trasladar hacia afuera el rigor de la academia. Y lo mismo en relación a la escritura. No la prosa metalúrgica del paper sino tratar de meter algo de la erótica que tiene el ensayo. Creo que la cifra de nuestra generación es el proceso de mezcla, de hibridación.
Cuasicristales, osadía, tesón y belleza
Shechtman dice: "Si encuentras algo radicalmente nuevo, defiéndelo"
JUAN MANUEL GARCÍA RUIZ 12 OCT 2011
Un sorprendente descubrimiento sobre el universo y su dinámica, las claves del sistema inmunitario y una simetría de cristales que tiró por tierra las teorías vigentes, merecen este año los galardones de mayor prestigio en ciencias. Cinco especialistas españoles explican los méritos de sus distinguidos colegas en física, química y medicina
Belleza es sinónimo de simetría, de orden, y de eso va la cristalografía. Los cristales no son otra cosa que apilamientos ordenados de pedacitos idénticos de materia (átomos, moléculas, macromoléculas ...). No vemos ese orden íntimo porque esos pedacitos de materia son demasiado pequeños para nuestros ojos, e incluso para nuestros microscopios, pero podemos reconocer el resultado de ese orden regular en las subyugantes y angulosas formas externas de los cristales. Y podemos notarlo a diario por las propiedades derivadas de ese orden interno: en alimentos que comemos, en medicinas que tomamos, en dispositivos tecnológicos que usamos, o en los huesos que nos mantienen erguidos. Casi todo está basado en cristales.
El mundo que tenemos ahí afuera cada vez se revela menos clasificable
más información
Con galaxias y a lo loco ¿Cuántos tipos de cristales existen? Es decir, ¿de cuantas formas distintas puede ordenarse la materia? Aunque parezcan ilimitadas, lo cierto es que son muy pocas las opciones para rellenar ordenadamente un espacio repitiendo periódicamente una misma pieza. Por ejemplo, si queremos rellenar una superficie lo podemos hacer con rectángulos, con triángulos, con cuadrados o con hexágonos, pero no con pentágonos. Por eso no venden losetas pentagonales, o si las venden, se combinan con los rombos necesarios para rellenar los inevitables huecos entre pentágonos. Desde el siglo XIX, la cristalografía goza de una preciosa demostración de que hay únicamente 17 formas distintas de alicatar una superficie, formas que se pueden disfrutar visitando la Alhambra, ya que eran conocidas por los geómetras árabes. Y también se demuestra que sólo existen 230 formas distintas de empaquetar periódicamente un volumen con unidades idénticas. Ni una más, ni una menos.
Los cristalógrafos comprobamos ese orden cuando iluminamos un cristal con un haz de electrones, neutrones o rayos X. Entonces el cristal genera (difractando la luz) bellas constelaciones de puntos que muestran la simetría del ordenamiento. Y siempre esas constelaciones coinciden, como manda la teoría, con una de las 230 formas distintas de empaquetamiento. Siempre con simetría de orden uno, dos, tres, cuatro o seis. Nunca con ejes de rotación de orden cinco, ni más de seis.
Hace 29 años, durante una estancia sabática en Estados Unidos, el israelí Daniel Shechtman realizaba uno más de los estudios de difracción que se hacen a diario, cuando observó que su constelación de puntos tenía una simetría de orden cinco: ¡pentágonos! Un científico que no mereciera un Nobel habría pensado que había cometido un error, y se hubiera olvidado de ello. Dan Shechtman no. Lo revisó una y otra vez y se lo contó a sus colegas de laboratorio. Ellos le dijeron que eso era imposible y que él debería saberlo. Repitió los experimentos, comprobó una y otra vez los resultados y trató de publicarlos sin éxito. Los publicó dos años después con ayuda de otros colegas.
Les asaetearon con duras críticas, incluyendo la de cristalógrafos y químicos tan excelsos como Linus Pauling, dos veces laureado con el Nobel. ¡Cómo iba a ser errónea una teoría cerrada y probada durante más de un siglo! Le resultó difícil seguir investigando, pero no cejó en el empeño.
Más tarde, otros colegas descubrieron muchos más casos similares que también rompían la simetría canónica de la cristalografía. La explicación estaba en algo que los matemáticos habían encontrado unos años antes: que las superficies y los volúmenes pueden rellenarse completamente siguiendo pautas regulares pero no necesariamente, periódicamente perfectas. Por ejemplo, pueden hacerlo con simetría de dilatación, siguiendo pautas como la serie de Fibonacci, ligada al famoso número de oro, para algunos el canon geométrico de belleza.
Lo que Shechtman había encontrado eran los primeros materiales que -contra todo pronóstico- estaban ordenados cuasi periódicamente, es decir, los cuasicristales. Ya se le busca a este descubrimiento aplicaciones como materiales antiadherentes, aislantes y en la fabricación de aceros de alta tecnología. Pero eso cuenta poco en este caso. Lo que importa es que la tenacidad de este israelí ha roto una teoría considerada cerrada, intachable e intocable, mostrando que aún le queda larga vida a la cristalografía y que el mundo que tenemos ahí afuera, cada vez se revela menos discreto, menos compartimentado y clasificable y más continuo de lo que parecía.
Este Nobel de Química es un premio a la mera curiosidad, el motor de todo descubrimiento. Y también una llamada de atención para los jóvenes científicos. Como el propio Shechtman aconseja, "si encuentras algo radicalmente nuevo, defiéndelo". Te lloverán las críticas, y serán más duras cuanto más heterodoxo sea tu hallazgo. Si estás en lo cierto, al final te darán la razón. Y si no, todos habremos aprendido mucho en el camino.
Juan Manuel García Ruiz es investigador del CSIC y director del Master on Crystallography and Crystallization del CSIC y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.
JUAN MANUEL GARCÍA RUIZ 12 OCT 2011
Un sorprendente descubrimiento sobre el universo y su dinámica, las claves del sistema inmunitario y una simetría de cristales que tiró por tierra las teorías vigentes, merecen este año los galardones de mayor prestigio en ciencias. Cinco especialistas españoles explican los méritos de sus distinguidos colegas en física, química y medicina
Belleza es sinónimo de simetría, de orden, y de eso va la cristalografía. Los cristales no son otra cosa que apilamientos ordenados de pedacitos idénticos de materia (átomos, moléculas, macromoléculas ...). No vemos ese orden íntimo porque esos pedacitos de materia son demasiado pequeños para nuestros ojos, e incluso para nuestros microscopios, pero podemos reconocer el resultado de ese orden regular en las subyugantes y angulosas formas externas de los cristales. Y podemos notarlo a diario por las propiedades derivadas de ese orden interno: en alimentos que comemos, en medicinas que tomamos, en dispositivos tecnológicos que usamos, o en los huesos que nos mantienen erguidos. Casi todo está basado en cristales.
El mundo que tenemos ahí afuera cada vez se revela menos clasificable
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Con galaxias y a lo loco ¿Cuántos tipos de cristales existen? Es decir, ¿de cuantas formas distintas puede ordenarse la materia? Aunque parezcan ilimitadas, lo cierto es que son muy pocas las opciones para rellenar ordenadamente un espacio repitiendo periódicamente una misma pieza. Por ejemplo, si queremos rellenar una superficie lo podemos hacer con rectángulos, con triángulos, con cuadrados o con hexágonos, pero no con pentágonos. Por eso no venden losetas pentagonales, o si las venden, se combinan con los rombos necesarios para rellenar los inevitables huecos entre pentágonos. Desde el siglo XIX, la cristalografía goza de una preciosa demostración de que hay únicamente 17 formas distintas de alicatar una superficie, formas que se pueden disfrutar visitando la Alhambra, ya que eran conocidas por los geómetras árabes. Y también se demuestra que sólo existen 230 formas distintas de empaquetar periódicamente un volumen con unidades idénticas. Ni una más, ni una menos.
Los cristalógrafos comprobamos ese orden cuando iluminamos un cristal con un haz de electrones, neutrones o rayos X. Entonces el cristal genera (difractando la luz) bellas constelaciones de puntos que muestran la simetría del ordenamiento. Y siempre esas constelaciones coinciden, como manda la teoría, con una de las 230 formas distintas de empaquetamiento. Siempre con simetría de orden uno, dos, tres, cuatro o seis. Nunca con ejes de rotación de orden cinco, ni más de seis.
Hace 29 años, durante una estancia sabática en Estados Unidos, el israelí Daniel Shechtman realizaba uno más de los estudios de difracción que se hacen a diario, cuando observó que su constelación de puntos tenía una simetría de orden cinco: ¡pentágonos! Un científico que no mereciera un Nobel habría pensado que había cometido un error, y se hubiera olvidado de ello. Dan Shechtman no. Lo revisó una y otra vez y se lo contó a sus colegas de laboratorio. Ellos le dijeron que eso era imposible y que él debería saberlo. Repitió los experimentos, comprobó una y otra vez los resultados y trató de publicarlos sin éxito. Los publicó dos años después con ayuda de otros colegas.
Les asaetearon con duras críticas, incluyendo la de cristalógrafos y químicos tan excelsos como Linus Pauling, dos veces laureado con el Nobel. ¡Cómo iba a ser errónea una teoría cerrada y probada durante más de un siglo! Le resultó difícil seguir investigando, pero no cejó en el empeño.
Más tarde, otros colegas descubrieron muchos más casos similares que también rompían la simetría canónica de la cristalografía. La explicación estaba en algo que los matemáticos habían encontrado unos años antes: que las superficies y los volúmenes pueden rellenarse completamente siguiendo pautas regulares pero no necesariamente, periódicamente perfectas. Por ejemplo, pueden hacerlo con simetría de dilatación, siguiendo pautas como la serie de Fibonacci, ligada al famoso número de oro, para algunos el canon geométrico de belleza.
Lo que Shechtman había encontrado eran los primeros materiales que -contra todo pronóstico- estaban ordenados cuasi periódicamente, es decir, los cuasicristales. Ya se le busca a este descubrimiento aplicaciones como materiales antiadherentes, aislantes y en la fabricación de aceros de alta tecnología. Pero eso cuenta poco en este caso. Lo que importa es que la tenacidad de este israelí ha roto una teoría considerada cerrada, intachable e intocable, mostrando que aún le queda larga vida a la cristalografía y que el mundo que tenemos ahí afuera, cada vez se revela menos discreto, menos compartimentado y clasificable y más continuo de lo que parecía.
Este Nobel de Química es un premio a la mera curiosidad, el motor de todo descubrimiento. Y también una llamada de atención para los jóvenes científicos. Como el propio Shechtman aconseja, "si encuentras algo radicalmente nuevo, defiéndelo". Te lloverán las críticas, y serán más duras cuanto más heterodoxo sea tu hallazgo. Si estás en lo cierto, al final te darán la razón. Y si no, todos habremos aprendido mucho en el camino.
Juan Manuel García Ruiz es investigador del CSIC y director del Master on Crystallography and Crystallization del CSIC y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.
Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el substrato de nueva idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimulos. Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón."
Raúl Scalabrini Ortiz
La pesada carga del hombre blanco
Por José Pablo Feinmann
¿Por qué es pesada esa “carga”? Porque hay en ella una gran dosis de sacrificio. El hombre blanco da todo de sí para llevar la civilización a los territorios primitivos, bárbaros. La barbarie es lo Otro de esa civilización, su antinomia. No es la cultura, no son las costumbres de los pueblos refinados, no son los libros, no es la visión de la historia como un progreso constante del género humano. No podría serlo porque esos pueblos no tienen historia. Sólo pasan a tenerla cuando el hombre blanco, asumiendo su pesada carga, los incorpora a la suya y los lleva por sus caminos, que sí, son los de la historia. En suma, la pesada carga del hombre blanco es la carga del colonialismo. Entrar en los pueblos atrasados, llevarles la cultura, incorporarlos a la línea incontenible del progreso humano, a la línea de la historia, entregarles como gran regalo la civilización que con tanto sacrificio la modernidad occidental ha conseguido atesorar.
Rudyard Kipling fue el gran poeta de esta epopeya. Nació en Bombay en 1865, se dedicará a la literatura y hasta llegará a ganar el Premio Nobel. Tiene dos poemas célebres por cantar la epopeya del homo colonialista. Uno es célebre, aunque ya un poco olvidado: If (traducido al castellano por el condicional Si). El otro, más complejo, arduo de traducir, pero casi tan célebre como el If es La pesada carga del hombre blanco (White Man’s Burden). Los dos son poderosos, magníficos. El If, en forma de pergamino, fue colgado en innumerables hogares a lo largo y a lo ancho de este mundo. ¿Era la visión que Kipling tenía del homo colonialista? No cabía duda de esto. ¿Era el superhombre nietzscheano? Bien pudo serlo. Era, en todo caso, un hombre que ninguno de nosotros jamás sería. Pero, ¿quién no soñó serlo? No ser el homo colonialista. Quitemos las connotaciones políticas, quitemos al conquistador británico y a su reina, la codicia irrefrenable del Imperio, su rapiña, su sagacidad para llevar a cabo todos sus planes, para dominar el mundo desde una pequeña isla. Tratemos de leer (o releer) el poema como el de un poeta que nos incita a ser más de lo que somos, que nos incita a la perfección, no a la maldad, sino al diseño admirable de nuestro modo de ser en el mundo. Escribe Kipling: “Si sabes conservar la cabeza/ cuando todos los que te rodean/ pierden las suyas y te culpan de ello”. Sigue: “Si sabes confiar en ti mismo/ cuando todos dudan de ti/ pero te haces también cargo de sus dudas/ Si sabes esperar y no cansarte en la espera/ si siendo objeto de mentiras no te ocupas de mentir/ o siendo odiado no te entregas al odio/ si te sabes encontrar con el éxito y el fracaso/ y tratar a esos dos impostores por igual/ Si sabes hacer un montón con tus ganancias/ y arriesgarlas en una jugada de cara o cruz/ y perder y volver a empezar desde el principio/ y no pronunciar una palabra sobre tu pérdida/ Si sabes (...) seguir cuando no queda nada en ti/ excepto la voluntad que te dice: ¡avanza!/ Si sabes llenar el inexorable minuto/ con el poderoso valor de sesenta segundos/ tuya es la tierra y todas las cosas que hay en ella/ y lo que es más: ¡eres un hombre, hijo mío!” (Nota: Hay cientos de traducciones del If. Si se empieza a compararlas todas ninguna nos dejará satisfechos. Elegí una y la retoqué, saqué y agregué levemente un par de cosas. Busquen ustedes la suya. Además, no lo transcribí completo.)
El otro poema de Kipling es explícito sobre todo por su título. Luego es complejo, no tan claro como el If, menos cristalino, menos poderoso, pero igualmente perfecto en su forma literaria. Pero es el poema que dice más explícitamente que cualquier discurso o proclama lo que el hombre blanco siente cuando entra en un territorio bárbaro. “Aquí estamos. Les traemos la cultura, la civilización, el lenguaje, los buenos modales, algunas escuelas, algunos maestros, y llegamos con fusiles, cañones, espadas, látigos, con todo lo necesario si no aceptan someterse a nuestra pesada carga. No nos gusta que nuestro sacrificio sea ignorado, o peor aún: recibido con desdén, con odio. Adviertan ya mismo, en el mismo instante en que nos vean llegar, la enorme suerte que tienen, la modernidad, el capitalismo occidental, la rueda de la historia ha llegado hasta ustedes. Los haremos parte de ella. Esa fortuna tienen. Dejarán de vegetar fuera de la historia. Porque ustedes, sin nosotros, son pueblos sin historia. Nosotros se la traemos. Les traemos nada menos que eso: la Historia. Sólo les pedimos que trabajen para nosotros. Pero los haremos progresar. Caminarán hacia el mismo porvenir que nosotros. Porque es el único. Solos, retrocederían otra vez hasta la edad de los monos y los dinosaurios. De nuestra mano les aguarda el porvenir. Sólo exigimos sumisión y trabajo duro. Algunas vez soltaremos sus manos y serán libres. Entre tanto, crecerán vigilados por nosotros. Porque ustedes, los bárbaros, sólo pueden crecer, avanzar, formar parte del progreso, de la historia humana, si se aferran a nuestra mano, la de la civilización”.
Kipling lo dice en White Man’s Burden: “Lleven la carga del hombre blanco/ envíen adelante a los mejores entre ustedes/ para servir, con equipo de combate/ a naciones tumultuosas y salvajes/ Esos recién conquistados y descontentos pueblos/ mitad demonios y mitad niños/ Lleven la carga del hombre blanco/ las salvajes guerras por la paz/ llenen la boca del Hambre/ y ordenen el cese de la enfermedad/ y cuando el objetivo esté más cerca/ en pro de los demás/ contemplen a la pereza y a la ignorancia/ llevar la esperanza de todos ustedes hacia la nada”. He aquí por qué es pesada la carga del hombre blanco. Porque es inútil. Pesimismo terrible el de Kipling. Esas “naciones tumultuosas y salvajes”, esos “descontentos pueblos”, “mitad demonios, mitad niños”, jamás reconocerán, agobiados por su pereza y por su ignorancia, la esperanza que en ellos depositó el hombre blanco, sometida ahora al abismo, a la nada.
Sin embargo, algún placer o magnífico beneficio habrá de encontrar el hombre blanco en su pesada carga porque la ha llevado y aún la lleva. Aún penetra en tierras que no le pertenecen. Aún dice que asume su cruzada civilizadora. Aún mata en nombre del progreso o de la democracia (palabra que ha reemplazado a “progreso”). Aún su voluntad, incesantemente, le dice: “¡Avanza!”
¿Por qué es pesada esa “carga”? Porque hay en ella una gran dosis de sacrificio. El hombre blanco da todo de sí para llevar la civilización a los territorios primitivos, bárbaros. La barbarie es lo Otro de esa civilización, su antinomia. No es la cultura, no son las costumbres de los pueblos refinados, no son los libros, no es la visión de la historia como un progreso constante del género humano. No podría serlo porque esos pueblos no tienen historia. Sólo pasan a tenerla cuando el hombre blanco, asumiendo su pesada carga, los incorpora a la suya y los lleva por sus caminos, que sí, son los de la historia. En suma, la pesada carga del hombre blanco es la carga del colonialismo. Entrar en los pueblos atrasados, llevarles la cultura, incorporarlos a la línea incontenible del progreso humano, a la línea de la historia, entregarles como gran regalo la civilización que con tanto sacrificio la modernidad occidental ha conseguido atesorar.
Rudyard Kipling fue el gran poeta de esta epopeya. Nació en Bombay en 1865, se dedicará a la literatura y hasta llegará a ganar el Premio Nobel. Tiene dos poemas célebres por cantar la epopeya del homo colonialista. Uno es célebre, aunque ya un poco olvidado: If (traducido al castellano por el condicional Si). El otro, más complejo, arduo de traducir, pero casi tan célebre como el If es La pesada carga del hombre blanco (White Man’s Burden). Los dos son poderosos, magníficos. El If, en forma de pergamino, fue colgado en innumerables hogares a lo largo y a lo ancho de este mundo. ¿Era la visión que Kipling tenía del homo colonialista? No cabía duda de esto. ¿Era el superhombre nietzscheano? Bien pudo serlo. Era, en todo caso, un hombre que ninguno de nosotros jamás sería. Pero, ¿quién no soñó serlo? No ser el homo colonialista. Quitemos las connotaciones políticas, quitemos al conquistador británico y a su reina, la codicia irrefrenable del Imperio, su rapiña, su sagacidad para llevar a cabo todos sus planes, para dominar el mundo desde una pequeña isla. Tratemos de leer (o releer) el poema como el de un poeta que nos incita a ser más de lo que somos, que nos incita a la perfección, no a la maldad, sino al diseño admirable de nuestro modo de ser en el mundo. Escribe Kipling: “Si sabes conservar la cabeza/ cuando todos los que te rodean/ pierden las suyas y te culpan de ello”. Sigue: “Si sabes confiar en ti mismo/ cuando todos dudan de ti/ pero te haces también cargo de sus dudas/ Si sabes esperar y no cansarte en la espera/ si siendo objeto de mentiras no te ocupas de mentir/ o siendo odiado no te entregas al odio/ si te sabes encontrar con el éxito y el fracaso/ y tratar a esos dos impostores por igual/ Si sabes hacer un montón con tus ganancias/ y arriesgarlas en una jugada de cara o cruz/ y perder y volver a empezar desde el principio/ y no pronunciar una palabra sobre tu pérdida/ Si sabes (...) seguir cuando no queda nada en ti/ excepto la voluntad que te dice: ¡avanza!/ Si sabes llenar el inexorable minuto/ con el poderoso valor de sesenta segundos/ tuya es la tierra y todas las cosas que hay en ella/ y lo que es más: ¡eres un hombre, hijo mío!” (Nota: Hay cientos de traducciones del If. Si se empieza a compararlas todas ninguna nos dejará satisfechos. Elegí una y la retoqué, saqué y agregué levemente un par de cosas. Busquen ustedes la suya. Además, no lo transcribí completo.)
El otro poema de Kipling es explícito sobre todo por su título. Luego es complejo, no tan claro como el If, menos cristalino, menos poderoso, pero igualmente perfecto en su forma literaria. Pero es el poema que dice más explícitamente que cualquier discurso o proclama lo que el hombre blanco siente cuando entra en un territorio bárbaro. “Aquí estamos. Les traemos la cultura, la civilización, el lenguaje, los buenos modales, algunas escuelas, algunos maestros, y llegamos con fusiles, cañones, espadas, látigos, con todo lo necesario si no aceptan someterse a nuestra pesada carga. No nos gusta que nuestro sacrificio sea ignorado, o peor aún: recibido con desdén, con odio. Adviertan ya mismo, en el mismo instante en que nos vean llegar, la enorme suerte que tienen, la modernidad, el capitalismo occidental, la rueda de la historia ha llegado hasta ustedes. Los haremos parte de ella. Esa fortuna tienen. Dejarán de vegetar fuera de la historia. Porque ustedes, sin nosotros, son pueblos sin historia. Nosotros se la traemos. Les traemos nada menos que eso: la Historia. Sólo les pedimos que trabajen para nosotros. Pero los haremos progresar. Caminarán hacia el mismo porvenir que nosotros. Porque es el único. Solos, retrocederían otra vez hasta la edad de los monos y los dinosaurios. De nuestra mano les aguarda el porvenir. Sólo exigimos sumisión y trabajo duro. Algunas vez soltaremos sus manos y serán libres. Entre tanto, crecerán vigilados por nosotros. Porque ustedes, los bárbaros, sólo pueden crecer, avanzar, formar parte del progreso, de la historia humana, si se aferran a nuestra mano, la de la civilización”.
Kipling lo dice en White Man’s Burden: “Lleven la carga del hombre blanco/ envíen adelante a los mejores entre ustedes/ para servir, con equipo de combate/ a naciones tumultuosas y salvajes/ Esos recién conquistados y descontentos pueblos/ mitad demonios y mitad niños/ Lleven la carga del hombre blanco/ las salvajes guerras por la paz/ llenen la boca del Hambre/ y ordenen el cese de la enfermedad/ y cuando el objetivo esté más cerca/ en pro de los demás/ contemplen a la pereza y a la ignorancia/ llevar la esperanza de todos ustedes hacia la nada”. He aquí por qué es pesada la carga del hombre blanco. Porque es inútil. Pesimismo terrible el de Kipling. Esas “naciones tumultuosas y salvajes”, esos “descontentos pueblos”, “mitad demonios, mitad niños”, jamás reconocerán, agobiados por su pereza y por su ignorancia, la esperanza que en ellos depositó el hombre blanco, sometida ahora al abismo, a la nada.
Sin embargo, algún placer o magnífico beneficio habrá de encontrar el hombre blanco en su pesada carga porque la ha llevado y aún la lleva. Aún penetra en tierras que no le pertenecen. Aún dice que asume su cruzada civilizadora. Aún mata en nombre del progreso o de la democracia (palabra que ha reemplazado a “progreso”). Aún su voluntad, incesantemente, le dice: “¡Avanza!”
El brutal asesinato de Gadafi actualiza un viejo aforismo, “Socialismo o barbarie”
ATILIO A. BORON - El brutal asesinato de Muamar Al Gadafi a manos de una jauría de mercenarios organizados y financiados por los gobiernos “democráticos” de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña actualiza dolorosamente la vigencia de un viejo aforismo: “socialismo o barbarie.”
No sólo eso: también confirma otra tesis, ratificada una y otra vez que dice que los imperios en decadencia procuran revertir el veredicto inexorable de la historia exacerbando su agresividad y sus atropellos en medio de un clima de insoportable descomposición moral. Ocurrió con el imperio romano, luego con el español, más tarde con el otomano, después con el británico, el portugués y hoy está ocurriendo con el norteamericano.
No otra es la conclusión que puede extraerse al mirar los numerosos videos que ilustran la forma en que se “hizo justicia” con Gadafi, algo que descalifica irreparablemente a quienes se arrogan la condición de representantes de los más elevados valores de la civilización occidental. Sobre ésta cabría recordar la respuesta que diera el Mahatma Gandhi a la pregunta de un periodista, interesado en conocer la opinión del líder asiático sobre el tema: “es una buena idea”, respondió con sorna.
El imperialismo necesitaba a Gadafi muerto, lo mismo que Bin Laden. Vivos eran un peligro inmediato, porque sus declaraciones en sede judicial ya no serían tan fácil de ocultar ante la opinión pública mundial como lo fue en el caso de Sadam Hussein. Si Gadafi hablaba podría haber hecho espectaculares revelaciones, confirmando numerosas sospechas y abonando muchas intuiciones que podrían haber sido documentadas contundentemente por el líder libio, aportando nombres de testaferros imperiales, datos de contratos, comisiones y coimas pagadas a gestores, cuentas en los cuales se depositaron los fondos y muchas cosas más. Podríamos haber sabido que fue lo que Estados Unidos le ofreció a cambio de su suicida colaboración en la “lucha contra el terrorismo”, que permitió que en Libia se torturara a los sospechosos que Washington no podía atormentar en Estados Unidos. Habríamos también sabido cuánto dinero aportó para la campaña presidencial de Sarkozy y qué obtuvo a cambio; cuáles fueron los términos del arreglo con Tony Blair y la razón por la cual hizo donativos tan generosos a la London School of Economics; cómo se organizó la trata de personas para enviar jovencitas al decrépito fauno italiano, Silvio Berlusconi , y tantas cosas más. Por eso era necesario callarlo, a como diera lugar.
El último Gadafi, el que se arroja a los brazos de los imperialistas, cometió una sucesión de errores impropios de alguien que ya venía ejerciendo el poder durante treinta años, sobre todo si se tiene en cuenta que el poder enseña. Primer error: creer en la palabra de los líderes occidentales, mafiosos de cuello blanco a los cuales jamás hay que creerles porque más allá de sus rasgos individuales –deleznables salvo alguna que otra excepción- son la personificación de un sistema intrínsecamente inmoral, corrupto e irreformable. Le hubiera venido bien a Gadafi recordar aquella sentencia del Che Guevara cuando decía que “¡no se puede confiar en el imperialismo ni un tantito así!” Y él confió. Y al hacerlo cometió un segundo error: desarmarse. Si los canallas de la OTAN pudieron bombardear a piacere a Libia fue porque Gadafi había desarticulado su sistema de defensa antiaérea y ya no tenía misiles tierra-aire. “Ahora somos amigos”, le dijeron Bush, Obama, Blair, Aznar, Zapatero, Sarkozy, Berlusconi, y él les creyó. Tercer error, olvidar que como lo recuerda Noam Chomsky Estados Unidos sólo ataca a rivales débiles e inermes, o que los considera como tales. Por eso pudo atacar a Irak, cuando ya estaba desangrado por la guerra con Irán y largos años de bloqueo. Por eso no ataca a Cuba, porque según los propios reportes de la CIA ocupar militarmente a la isla le costaría un mínimo de veinte mil muertos, precio demasiado caro para cualquier presidente.
Los imperialistas le negaron a Gadafi lo que le concedieron a los jerarcas nazis que aniquilaron a seis millones de judíos. ¿Fueron sus crímenes más monstruosos que las atrocidades de los nazis? Y el Fiscal General de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, mira para otro lado cuando debería iniciar una demanda en contra del jefe de la OTAN, causante de unas 70.000 muertes de civiles libios. En una muestra de repugnante putrefacción moral la Secretaria de Estado Hillary Clinton celebró con risas y una humorada la noticia del asesinato de Gadafi. (Ver http://www.youtube.com/watch?v=Fgcd1ghag5Y)
Un poco más cautelosa fue la reacción del Tío Tom (el esclavo negro apatronado que piensa y actúa en función de sus amos blancos) que habita en la Casa Blanca, pero que ya hace unas semanas se había mostrado complacido por la eficacia de la metodología ensayada en Libia, misma que advirtió podría ser aplicada a otros líderes no dispuestos a lamerle las botas al Tío Sam. Esta ocasional victoria, preludio de una infernal guerra civil que conmoverá a Libia y todo el mundo árabe en poco tiempo más, no detendrá la caída del imperio. Mientras tanto, como lo observa un agudo filósofo italiano, Domenico Losurdo, el crimen de Sirte puso en evidencia algo impensable hasta hace pocos meses atrás: la superioridad moral de Gadafi respecto a los carniceros de Washington y Bruselas. Dijo que lucharía hasta el final, que no abandonaría a su pueblo y respetó su palabra. Con eso le basta y sobra para erguirse por encima de sus victimarios.
aaboron@gmail.com
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No sólo eso: también confirma otra tesis, ratificada una y otra vez que dice que los imperios en decadencia procuran revertir el veredicto inexorable de la historia exacerbando su agresividad y sus atropellos en medio de un clima de insoportable descomposición moral. Ocurrió con el imperio romano, luego con el español, más tarde con el otomano, después con el británico, el portugués y hoy está ocurriendo con el norteamericano.
No otra es la conclusión que puede extraerse al mirar los numerosos videos que ilustran la forma en que se “hizo justicia” con Gadafi, algo que descalifica irreparablemente a quienes se arrogan la condición de representantes de los más elevados valores de la civilización occidental. Sobre ésta cabría recordar la respuesta que diera el Mahatma Gandhi a la pregunta de un periodista, interesado en conocer la opinión del líder asiático sobre el tema: “es una buena idea”, respondió con sorna.
El imperialismo necesitaba a Gadafi muerto, lo mismo que Bin Laden. Vivos eran un peligro inmediato, porque sus declaraciones en sede judicial ya no serían tan fácil de ocultar ante la opinión pública mundial como lo fue en el caso de Sadam Hussein. Si Gadafi hablaba podría haber hecho espectaculares revelaciones, confirmando numerosas sospechas y abonando muchas intuiciones que podrían haber sido documentadas contundentemente por el líder libio, aportando nombres de testaferros imperiales, datos de contratos, comisiones y coimas pagadas a gestores, cuentas en los cuales se depositaron los fondos y muchas cosas más. Podríamos haber sabido que fue lo que Estados Unidos le ofreció a cambio de su suicida colaboración en la “lucha contra el terrorismo”, que permitió que en Libia se torturara a los sospechosos que Washington no podía atormentar en Estados Unidos. Habríamos también sabido cuánto dinero aportó para la campaña presidencial de Sarkozy y qué obtuvo a cambio; cuáles fueron los términos del arreglo con Tony Blair y la razón por la cual hizo donativos tan generosos a la London School of Economics; cómo se organizó la trata de personas para enviar jovencitas al decrépito fauno italiano, Silvio Berlusconi , y tantas cosas más. Por eso era necesario callarlo, a como diera lugar.
El último Gadafi, el que se arroja a los brazos de los imperialistas, cometió una sucesión de errores impropios de alguien que ya venía ejerciendo el poder durante treinta años, sobre todo si se tiene en cuenta que el poder enseña. Primer error: creer en la palabra de los líderes occidentales, mafiosos de cuello blanco a los cuales jamás hay que creerles porque más allá de sus rasgos individuales –deleznables salvo alguna que otra excepción- son la personificación de un sistema intrínsecamente inmoral, corrupto e irreformable. Le hubiera venido bien a Gadafi recordar aquella sentencia del Che Guevara cuando decía que “¡no se puede confiar en el imperialismo ni un tantito así!” Y él confió. Y al hacerlo cometió un segundo error: desarmarse. Si los canallas de la OTAN pudieron bombardear a piacere a Libia fue porque Gadafi había desarticulado su sistema de defensa antiaérea y ya no tenía misiles tierra-aire. “Ahora somos amigos”, le dijeron Bush, Obama, Blair, Aznar, Zapatero, Sarkozy, Berlusconi, y él les creyó. Tercer error, olvidar que como lo recuerda Noam Chomsky Estados Unidos sólo ataca a rivales débiles e inermes, o que los considera como tales. Por eso pudo atacar a Irak, cuando ya estaba desangrado por la guerra con Irán y largos años de bloqueo. Por eso no ataca a Cuba, porque según los propios reportes de la CIA ocupar militarmente a la isla le costaría un mínimo de veinte mil muertos, precio demasiado caro para cualquier presidente.
Los imperialistas le negaron a Gadafi lo que le concedieron a los jerarcas nazis que aniquilaron a seis millones de judíos. ¿Fueron sus crímenes más monstruosos que las atrocidades de los nazis? Y el Fiscal General de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, mira para otro lado cuando debería iniciar una demanda en contra del jefe de la OTAN, causante de unas 70.000 muertes de civiles libios. En una muestra de repugnante putrefacción moral la Secretaria de Estado Hillary Clinton celebró con risas y una humorada la noticia del asesinato de Gadafi. (Ver http://www.youtube.com/watch?v=Fgcd1ghag5Y)
Un poco más cautelosa fue la reacción del Tío Tom (el esclavo negro apatronado que piensa y actúa en función de sus amos blancos) que habita en la Casa Blanca, pero que ya hace unas semanas se había mostrado complacido por la eficacia de la metodología ensayada en Libia, misma que advirtió podría ser aplicada a otros líderes no dispuestos a lamerle las botas al Tío Sam. Esta ocasional victoria, preludio de una infernal guerra civil que conmoverá a Libia y todo el mundo árabe en poco tiempo más, no detendrá la caída del imperio. Mientras tanto, como lo observa un agudo filósofo italiano, Domenico Losurdo, el crimen de Sirte puso en evidencia algo impensable hasta hace pocos meses atrás: la superioridad moral de Gadafi respecto a los carniceros de Washington y Bruselas. Dijo que lucharía hasta el final, que no abandonaría a su pueblo y respetó su palabra. Con eso le basta y sobra para erguirse por encima de sus victimarios.
aaboron@gmail.com
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: La democracia está en juego
Jürgen Habermas 27 octubre 2011Le Monde Paris
La crisis de la eurozona hace que sea necesaria una mayor integración política de la UE. Pero el camino emprendido por los dirigentes europeos se olvida de lo que debería ser su prioridad: el bienestar de los ciudadanos, establecido en un contexto democrático. Jürgen Habermas
A corto plazo, es necesario concentrarse en la crisis. Pero más allá de ella, los actores políticos no deberían olvidar los defectos de construcción que se encuentran en las bases de la unión monetaria y que tan sólo podrán eliminarse mediante una unión política adecuada: la Unión Europea carece de las competencias necesarias para armonizar las economías nacionales, que sufren divergencias drásticas en sus capacidades de competición.
El "pacto para Europa" que se ha vuelto a reforzar, lo único que ha hecho es intensificar un defecto conocido: los acuerdos no vinculantes en el círculo de los jefes de Gobierno o bien no tienen efecto alguno, o bien no son democráticos, y por este motivo deben sustituirse por una institucionalización incuestionable de las decisiones comunes.
El Gobierno federal alemán se ha convertido en el acelerador de una falta de solidaridad que afecta a toda Europa, porque ha cerrado los ojos durante mucho tiempo a la única salida constructiva que, incluso el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung ha descrito con la lacónica fórmula de "Más Europa".
Todos los Gobiernos implicados se encuentran desamparados y paralizados ante el dilema de elegir entre los imperativos de los grandes bancos y las agencias de calificación por un lado y por otro, su temor a perder legitimidad y que les amenaza ante su población frustrada. Los continuos cambios de poca ambición y sin control revelan la falta de una perspectiva más amplia.
Las razones de la parálisis
La crisis financiera que dura desde 2008 ha fijado el mecanismo de endeudamiento estatal a costa de las generaciones futuras; y mientras, no sabemos cómo podrán conjugarse a largo plazo las políticas de austeridad, tan difíciles de imponer en política interior, con el mantenimiento de un Estado social sostenible.
Ante la gravedad de los problemas, cabría esperar que los políticos, sin demoras ni condiciones, pusieran por fin las cartas europeas sobre la mesa para explicar sin rodeos a la población la relación entre los costes a corto plazo y la auténtica utilidad, es decir, explicar el significado histórico del proyecto europeo. En lugar de ello, se confabulan con un populismo que ellos mismos han favorecido, al oscurecer un tema complejo y desagradable. En el umbral entre la unificación económica y política de Europa, la política parece contener la respiración y agachar la cabeza.
¿Por qué se produce esta parálisis? Es una perspectiva anclada en el siglo XIX que impone la respuesta conocida del demos: no existiría un pueblo europeo y por ello, una unión política merecedora de este nombre estaría edificada sobre arena. Me gustaría contrastar esta interpretación con otra: la fragmentación política en el mundo y en Europa va en contra del crecimiento sistémico de una sociedad mundial multicultural y bloquea cualquier progreso en la civilización jurídica constitucional de las relaciones de poder estatales y sociales.
Dado que hasta ahora la UE ha estado dirigida y monopolizada por las élites políticas, se ha producido una peligrosa asimetría entre la participación democrática de los pueblos en los beneficios que sus Gobiernos obtienen para sí mismos en la alejada escena de Bruselas y la indiferencia o incluso la ausencia de participación de los ciudadanos de la UE con respecto a las decisiones de su Parlamento en Estrasburgo.
Concienciar a las poblaciones nacionales
Esta observación no justifica una sustancialización de los "pueblos". El populismo de derecha es el único que sigue proyectando una caricatura de grandes asuntos nacionales que se cierran unos sobre otros y bloquean cualquier formación de voluntad que traspase las fronteras.
Cuanto más conscientes sean las poblaciones nacionales de hasta qué punto las decisiones de la UE influyen en su día a día, y cuanto más conciencien los medios de comunicación sobre ello, más aumentará el interés por hacer valer sus derechos democráticos como ciudadanos de la Unión.Hemos podido comprobar este factor de impacto en la crisis del euro. La crisis también obliga al Consejo a tomar decisiones, muy a su pesar, que pueden afectar de forma desigual a los presupuestos nacionales.
Desde el 8 de mayo de 2009, traspasó un umbral con una serie de decisiones de rescate y de posibles modificaciones de la deuda, al igual que con declaraciones de intenciones para lograr una armonización en todos los ámbitos relevantes de la competición (en política económica, fiscal, de mercado laboral, social y cultural).
Más allá de este umbral se plantean problemas sobre la justicia del reparto. Por lo tanto, según la lógica de esta exposición, los ciudadanos estatales que deben sufrir los cambios del reparto de las cargas más allá de las fronteras nacionales, son quienes deben tener la voluntad de influir democráticamente, en su función de ciudadanos de la Unión, en lo que negocian o deciden sus jefes de Gobierno en una zona jurídica gris.
Rechazo populista del proyecto europeo
Pero en lugar de ello, constatamos tácticas dilatorias por parte de los Gobiernos y entre las poblaciones, un rechazo populista del proyecto europeo en general. Este comportamiento autodestructor se explica por el hecho de que las élites políticas y los medios de comunicación vacilan a la hora de sacar conclusiones razonables del proyecto constitucional. Bajo la presión de los mercados financieros se impuso la convicción de que, durante la introducción del euro, se había desatendido una implicación económica del proyecto constitucional. La UE sólo puede afirmarse contra la especulación financiera si posee las competencias políticas de dirección que son necesarias para garantizar una convergencia de los desarrollos económicos y sociales, al menos en el corazón de Europa, es decir, entre los miembros de la zona monetaria europea.
Todos los participantes saben que este grado de "cooperación intensificada" no es posible con los tratados existentes. La consecuencia de un "gobierno económico" común, también del agrado del Gobierno alemán, significaría que la exigencia central de la capacidad de competición de todos los países de la comunidad económica europea se extendería más allá de las políticas financieras y económicas, hasta los presupuestos nacionales, y llegaría hasta el ventrículo del corazón, es decir, hasta el derecho presupuestario de los Parlamentos nacionales.
Puesto que no debe transgredirse el derecho válido de forma manifiesta, esta reforma en suspenso tan sólo es posible mediante la transferencia a la Unión de otras competencias de los Estados miembros. Angela Merkel y Nicolas Sarkozy han llegado a un acuerdo entre el liberalismo económico alemán y el estatismo francés que tiene un contenido totalmente distinto. Si no me equivoco, intentan consolidar el federalismo ejecutivo implícito en el Tratado de Lisboa en un control intergubernamental del Consejo Europeo contrario al Tratado. Con un régimen así sería posible transferir los imperativos de los mercados a los presupuestos nacionales sin ninguna legitimación democrática.
Un ejercicio de dominio post-democrático
De este modo, los jefes de Gobierno transformarían el proyecto europeo en lo contrario: la primera comunidad supranacional democráticamente legalizada se convertiría en un acuerdo efectivo, por estar velado, de ejercicio de dominio post-democrático. La alternativa se encuentra en la continuación consecuente de la legalización democrática de la UE. No se puede lograr una solidaridad ciudadana que se extienda por Europa si entre los Estados miembros, es decir, en los posibles puntos de ruptura, se consolidan desigualdades sociales entre naciones pobres y ricas.
La Unión debe garantizar lo que la Ley fundamental de la República Federal Alemana denomina (artículo 106, párrafo 2) "la homogeneidad de las condiciones de vida". Esta "homogeneidad" se refiere únicamente a una estimación de las situaciones de la vida social que sea aceptable desde el punto de vista de la justicia del reparto, no a una nivelación de las diferencias culturales. Pero la integración política basada en el bienestar social es necesaria para que la pluralidad nacional y la riqueza cultural del biotopo de la "vieja Europa" se puedan proteger de la nivelación dentro de una globalización de avance tenso.
La crisis de la eurozona hace que sea necesaria una mayor integración política de la UE. Pero el camino emprendido por los dirigentes europeos se olvida de lo que debería ser su prioridad: el bienestar de los ciudadanos, establecido en un contexto democrático. Jürgen Habermas
A corto plazo, es necesario concentrarse en la crisis. Pero más allá de ella, los actores políticos no deberían olvidar los defectos de construcción que se encuentran en las bases de la unión monetaria y que tan sólo podrán eliminarse mediante una unión política adecuada: la Unión Europea carece de las competencias necesarias para armonizar las economías nacionales, que sufren divergencias drásticas en sus capacidades de competición.
El "pacto para Europa" que se ha vuelto a reforzar, lo único que ha hecho es intensificar un defecto conocido: los acuerdos no vinculantes en el círculo de los jefes de Gobierno o bien no tienen efecto alguno, o bien no son democráticos, y por este motivo deben sustituirse por una institucionalización incuestionable de las decisiones comunes.
El Gobierno federal alemán se ha convertido en el acelerador de una falta de solidaridad que afecta a toda Europa, porque ha cerrado los ojos durante mucho tiempo a la única salida constructiva que, incluso el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung ha descrito con la lacónica fórmula de "Más Europa".
Todos los Gobiernos implicados se encuentran desamparados y paralizados ante el dilema de elegir entre los imperativos de los grandes bancos y las agencias de calificación por un lado y por otro, su temor a perder legitimidad y que les amenaza ante su población frustrada. Los continuos cambios de poca ambición y sin control revelan la falta de una perspectiva más amplia.
Las razones de la parálisis
La crisis financiera que dura desde 2008 ha fijado el mecanismo de endeudamiento estatal a costa de las generaciones futuras; y mientras, no sabemos cómo podrán conjugarse a largo plazo las políticas de austeridad, tan difíciles de imponer en política interior, con el mantenimiento de un Estado social sostenible.
Ante la gravedad de los problemas, cabría esperar que los políticos, sin demoras ni condiciones, pusieran por fin las cartas europeas sobre la mesa para explicar sin rodeos a la población la relación entre los costes a corto plazo y la auténtica utilidad, es decir, explicar el significado histórico del proyecto europeo. En lugar de ello, se confabulan con un populismo que ellos mismos han favorecido, al oscurecer un tema complejo y desagradable. En el umbral entre la unificación económica y política de Europa, la política parece contener la respiración y agachar la cabeza.
¿Por qué se produce esta parálisis? Es una perspectiva anclada en el siglo XIX que impone la respuesta conocida del demos: no existiría un pueblo europeo y por ello, una unión política merecedora de este nombre estaría edificada sobre arena. Me gustaría contrastar esta interpretación con otra: la fragmentación política en el mundo y en Europa va en contra del crecimiento sistémico de una sociedad mundial multicultural y bloquea cualquier progreso en la civilización jurídica constitucional de las relaciones de poder estatales y sociales.
Dado que hasta ahora la UE ha estado dirigida y monopolizada por las élites políticas, se ha producido una peligrosa asimetría entre la participación democrática de los pueblos en los beneficios que sus Gobiernos obtienen para sí mismos en la alejada escena de Bruselas y la indiferencia o incluso la ausencia de participación de los ciudadanos de la UE con respecto a las decisiones de su Parlamento en Estrasburgo.
Concienciar a las poblaciones nacionales
Esta observación no justifica una sustancialización de los "pueblos". El populismo de derecha es el único que sigue proyectando una caricatura de grandes asuntos nacionales que se cierran unos sobre otros y bloquean cualquier formación de voluntad que traspase las fronteras.
Cuanto más conscientes sean las poblaciones nacionales de hasta qué punto las decisiones de la UE influyen en su día a día, y cuanto más conciencien los medios de comunicación sobre ello, más aumentará el interés por hacer valer sus derechos democráticos como ciudadanos de la Unión.Hemos podido comprobar este factor de impacto en la crisis del euro. La crisis también obliga al Consejo a tomar decisiones, muy a su pesar, que pueden afectar de forma desigual a los presupuestos nacionales.
Desde el 8 de mayo de 2009, traspasó un umbral con una serie de decisiones de rescate y de posibles modificaciones de la deuda, al igual que con declaraciones de intenciones para lograr una armonización en todos los ámbitos relevantes de la competición (en política económica, fiscal, de mercado laboral, social y cultural).
Más allá de este umbral se plantean problemas sobre la justicia del reparto. Por lo tanto, según la lógica de esta exposición, los ciudadanos estatales que deben sufrir los cambios del reparto de las cargas más allá de las fronteras nacionales, son quienes deben tener la voluntad de influir democráticamente, en su función de ciudadanos de la Unión, en lo que negocian o deciden sus jefes de Gobierno en una zona jurídica gris.
Rechazo populista del proyecto europeo
Pero en lugar de ello, constatamos tácticas dilatorias por parte de los Gobiernos y entre las poblaciones, un rechazo populista del proyecto europeo en general. Este comportamiento autodestructor se explica por el hecho de que las élites políticas y los medios de comunicación vacilan a la hora de sacar conclusiones razonables del proyecto constitucional. Bajo la presión de los mercados financieros se impuso la convicción de que, durante la introducción del euro, se había desatendido una implicación económica del proyecto constitucional. La UE sólo puede afirmarse contra la especulación financiera si posee las competencias políticas de dirección que son necesarias para garantizar una convergencia de los desarrollos económicos y sociales, al menos en el corazón de Europa, es decir, entre los miembros de la zona monetaria europea.
Todos los participantes saben que este grado de "cooperación intensificada" no es posible con los tratados existentes. La consecuencia de un "gobierno económico" común, también del agrado del Gobierno alemán, significaría que la exigencia central de la capacidad de competición de todos los países de la comunidad económica europea se extendería más allá de las políticas financieras y económicas, hasta los presupuestos nacionales, y llegaría hasta el ventrículo del corazón, es decir, hasta el derecho presupuestario de los Parlamentos nacionales.
Puesto que no debe transgredirse el derecho válido de forma manifiesta, esta reforma en suspenso tan sólo es posible mediante la transferencia a la Unión de otras competencias de los Estados miembros. Angela Merkel y Nicolas Sarkozy han llegado a un acuerdo entre el liberalismo económico alemán y el estatismo francés que tiene un contenido totalmente distinto. Si no me equivoco, intentan consolidar el federalismo ejecutivo implícito en el Tratado de Lisboa en un control intergubernamental del Consejo Europeo contrario al Tratado. Con un régimen así sería posible transferir los imperativos de los mercados a los presupuestos nacionales sin ninguna legitimación democrática.
Un ejercicio de dominio post-democrático
De este modo, los jefes de Gobierno transformarían el proyecto europeo en lo contrario: la primera comunidad supranacional democráticamente legalizada se convertiría en un acuerdo efectivo, por estar velado, de ejercicio de dominio post-democrático. La alternativa se encuentra en la continuación consecuente de la legalización democrática de la UE. No se puede lograr una solidaridad ciudadana que se extienda por Europa si entre los Estados miembros, es decir, en los posibles puntos de ruptura, se consolidan desigualdades sociales entre naciones pobres y ricas.
La Unión debe garantizar lo que la Ley fundamental de la República Federal Alemana denomina (artículo 106, párrafo 2) "la homogeneidad de las condiciones de vida". Esta "homogeneidad" se refiere únicamente a una estimación de las situaciones de la vida social que sea aceptable desde el punto de vista de la justicia del reparto, no a una nivelación de las diferencias culturales. Pero la integración política basada en el bienestar social es necesaria para que la pluralidad nacional y la riqueza cultural del biotopo de la "vieja Europa" se puedan proteger de la nivelación dentro de una globalización de avance tenso.
“Podemos ser felices con muchas menos cosas de las que nos quieren vender”
Jorge Consiglio:"Pequeñas Intenciones", la última novela de Jorge Consiglio, cuenta la vida de un personaje gris del conurbano. O tal vez no tan gris. En esta entrevista el escritor protege a sus personajes mínimos como defensa contra el mundo del consumo.
Por Andrés Hax
Los personajes del escritor Jorge Consiglio (Buenos Aires, 1962) tienen un fuerte parentesco con Meursault, el antihéroe existencialista de El extranjero, de Albert Camus. Sus vidas son ordenadas, viven en cuartos chicos y prolijos, y sus placeres nacen de la sensualidad cotidiana: ducharse, comerse un buen plato de comida o simplemente mirar cómo la luz del atardecer cambia el color de un muro de cemento. Pero al mismo tiempo, en todas sus actividades —que podrían interpretarse como banales— hay una angustia subyacente y amenazante. También existe la posibilidad de interpretar las acciones cotidianas de los personajes de Consiglio como gloriosas. En el sentido de que cualquier acto conciente frente al nihilismo y la inevitabilidad de la muerte es un acto heroico.
Este es el caso con el protagonista de Pequeñas Intenciones, la novela que acaba de publicar Consiglio, que arranca así:
“Desde que pasó lo que me pasó tuve problemas con cualquier distancia. Ahora que estamos en una habitación chiquitita, de mala muerte, es un esfuerzo para mí ir hasta las ventanas y cerrar los postigos. Tengo un andar de tres metros, y sin embargo me cuesta. Doy un paso firme con la pierna derecha y en seguida arrastro la rigidez de la izquierda.”
Aquí se detecta también una indiscutible afinidad con los personajes de Samuel Beckett, frecuentemente limitados por sus dolencias y los pequeñas cuartos que habitan (y exploran, con algo entre la neurosis autodestructiva y el ritual místico). Pero las obras de Consiglio, y Pequeñas intenciones en particular, no son derivativas. Tienen su propia voz. Son mundos propios.
En Pequeñas intenciones conocemos a un narrador que habla en primera persona y que vive en una pequeña casa en Haedo —en el conurbano bonaerense— que heredó de su padre, con un hermano deficiente mental. Ambos subsisten con una pequeña pensión que también heredaron de su padre. El protagonista hace pequeñas changas ya que “se da maña” para arreglar artefactos electrónicos. Si algún día se comen un gato del barrio, preparado con ternura y expertise gastronómica es una pequeña cosa. No es para hacer escándalo.
Pero lo que nos muestra esta novela de Consiglio, si nos dejamos llevar sin prejuicios, es que el mundo más pequeño es una especie de milagro. Y el placer más pequeño —ducharse con una manguera en el patio mirando las estrellas— también es un milagro.
Nos reunimos con Consiglio en un bar en la calle Carlos Pellegrini, cerca del bajo, para charlar sobre su vida como escritor y este último libro.
A primera lectura es un poco tétrica la novela….
Es cierto que tiene elementos sombríos, el personaje. Sin embargo yo creo que en un conjunto —esto es mi punto de vista— la novela es bastante luminosa. Y te explico por qué: este personaje es un sobreviviente absoluto. Pero absoluto. Es un tipo que genera una estrategia de supervivencia que está al margen de la estrategia oficial de la supervivencia.
Hay una forma social en la que vos te tenés que comportar: ser feliz, disfrutar, etcétera, etcétera… Pero también, hay formas alternativas. Eso es lo que me seduce del personaje.
Yo veo una intensidad de disfrute que es más poderosa cuando está en el margen… Con muchas menos cosas de las que nos quieren vender podemos llegar a ser enormemente felices, y quizás más intensamente felices que tragándonos el sapo de “¡te hace falta ahora esto!” y con ese tiempo de espera por conseguir esto vivís demorando la intensidad vital del presente.
Igual, pasan cosas en la novela que son bastante cruentas, como el episodio de comer gatos…
Pero incluso en eso cruento hay algo de belleza. Yo creo que esta extremación —no se si existe el término extremación— pero este llevar al extremo ciertos recursos se ha convertido en parte de mi ficción. Me parece que es la forma en que le escapo al realismo inmediato, a un realismo socialista que no me interesa laburar. O sea, extremando ciertos recursos…. Yo creo que trabajo una base realista y la quiebro a través de la perversión. O una perversión sexual o una perversión a través de lo cruento. De aplicar la muerte. De generar dolor.
Usted es poeta también. ¿Cómo influye eso en su prosa novelística?
Trato de prestarle atención a dos cosas, y en eso soy muy minucioso o muy obsesivo. En principio, escuchar el ritmo del texto. A tratar de prestarle atención a un ritmo interno, a un sonido, a una música de la palabra que tiene que ver con la sintaxis mínima y no con la oración. Y en segundo lugar, con trabajar con ciertas imágenes. Es decir, no solo una cuestión de mera sintaxis o elección de adjetivos, sino también una elección de qué es lo que cuento. De describir una lluvia, o describir a un personaje, o describir ciertas situaciones… Pero tengo que tener cuidado con esto. Tengo que tener cuidado de que todos estos elementos propios del lirismo no quiebren el tono y lo vuelvan demasiado afectado y rompan el verosímil.
Por último ¿me cuenta cómo elige sus títulos? Y este en particular: Pequeñas intenciones.
Me da la impresión que busco es una síntesis del texto, de un clima, de un tono… En este caso lo que pensé era que este título era el mejor retrato de ese mundo que se arma el personaje. El tipo se arma su pequeñísimo mundo y con ese mundo es autosuficiente y se permite la felicidad en un margen. Era adecuado establecer un título que quizás discuta con el sentido total del texto, pero que refleje sí un clima o una aspiración del personaje.
Por Andrés Hax
Los personajes del escritor Jorge Consiglio (Buenos Aires, 1962) tienen un fuerte parentesco con Meursault, el antihéroe existencialista de El extranjero, de Albert Camus. Sus vidas son ordenadas, viven en cuartos chicos y prolijos, y sus placeres nacen de la sensualidad cotidiana: ducharse, comerse un buen plato de comida o simplemente mirar cómo la luz del atardecer cambia el color de un muro de cemento. Pero al mismo tiempo, en todas sus actividades —que podrían interpretarse como banales— hay una angustia subyacente y amenazante. También existe la posibilidad de interpretar las acciones cotidianas de los personajes de Consiglio como gloriosas. En el sentido de que cualquier acto conciente frente al nihilismo y la inevitabilidad de la muerte es un acto heroico.
Este es el caso con el protagonista de Pequeñas Intenciones, la novela que acaba de publicar Consiglio, que arranca así:
“Desde que pasó lo que me pasó tuve problemas con cualquier distancia. Ahora que estamos en una habitación chiquitita, de mala muerte, es un esfuerzo para mí ir hasta las ventanas y cerrar los postigos. Tengo un andar de tres metros, y sin embargo me cuesta. Doy un paso firme con la pierna derecha y en seguida arrastro la rigidez de la izquierda.”
Aquí se detecta también una indiscutible afinidad con los personajes de Samuel Beckett, frecuentemente limitados por sus dolencias y los pequeñas cuartos que habitan (y exploran, con algo entre la neurosis autodestructiva y el ritual místico). Pero las obras de Consiglio, y Pequeñas intenciones en particular, no son derivativas. Tienen su propia voz. Son mundos propios.
En Pequeñas intenciones conocemos a un narrador que habla en primera persona y que vive en una pequeña casa en Haedo —en el conurbano bonaerense— que heredó de su padre, con un hermano deficiente mental. Ambos subsisten con una pequeña pensión que también heredaron de su padre. El protagonista hace pequeñas changas ya que “se da maña” para arreglar artefactos electrónicos. Si algún día se comen un gato del barrio, preparado con ternura y expertise gastronómica es una pequeña cosa. No es para hacer escándalo.
Pero lo que nos muestra esta novela de Consiglio, si nos dejamos llevar sin prejuicios, es que el mundo más pequeño es una especie de milagro. Y el placer más pequeño —ducharse con una manguera en el patio mirando las estrellas— también es un milagro.
Nos reunimos con Consiglio en un bar en la calle Carlos Pellegrini, cerca del bajo, para charlar sobre su vida como escritor y este último libro.
A primera lectura es un poco tétrica la novela….
Es cierto que tiene elementos sombríos, el personaje. Sin embargo yo creo que en un conjunto —esto es mi punto de vista— la novela es bastante luminosa. Y te explico por qué: este personaje es un sobreviviente absoluto. Pero absoluto. Es un tipo que genera una estrategia de supervivencia que está al margen de la estrategia oficial de la supervivencia.
Hay una forma social en la que vos te tenés que comportar: ser feliz, disfrutar, etcétera, etcétera… Pero también, hay formas alternativas. Eso es lo que me seduce del personaje.
Yo veo una intensidad de disfrute que es más poderosa cuando está en el margen… Con muchas menos cosas de las que nos quieren vender podemos llegar a ser enormemente felices, y quizás más intensamente felices que tragándonos el sapo de “¡te hace falta ahora esto!” y con ese tiempo de espera por conseguir esto vivís demorando la intensidad vital del presente.
Igual, pasan cosas en la novela que son bastante cruentas, como el episodio de comer gatos…
Pero incluso en eso cruento hay algo de belleza. Yo creo que esta extremación —no se si existe el término extremación— pero este llevar al extremo ciertos recursos se ha convertido en parte de mi ficción. Me parece que es la forma en que le escapo al realismo inmediato, a un realismo socialista que no me interesa laburar. O sea, extremando ciertos recursos…. Yo creo que trabajo una base realista y la quiebro a través de la perversión. O una perversión sexual o una perversión a través de lo cruento. De aplicar la muerte. De generar dolor.
Usted es poeta también. ¿Cómo influye eso en su prosa novelística?
Trato de prestarle atención a dos cosas, y en eso soy muy minucioso o muy obsesivo. En principio, escuchar el ritmo del texto. A tratar de prestarle atención a un ritmo interno, a un sonido, a una música de la palabra que tiene que ver con la sintaxis mínima y no con la oración. Y en segundo lugar, con trabajar con ciertas imágenes. Es decir, no solo una cuestión de mera sintaxis o elección de adjetivos, sino también una elección de qué es lo que cuento. De describir una lluvia, o describir a un personaje, o describir ciertas situaciones… Pero tengo que tener cuidado con esto. Tengo que tener cuidado de que todos estos elementos propios del lirismo no quiebren el tono y lo vuelvan demasiado afectado y rompan el verosímil.
Por último ¿me cuenta cómo elige sus títulos? Y este en particular: Pequeñas intenciones.
Me da la impresión que busco es una síntesis del texto, de un clima, de un tono… En este caso lo que pensé era que este título era el mejor retrato de ese mundo que se arma el personaje. El tipo se arma su pequeñísimo mundo y con ese mundo es autosuficiente y se permite la felicidad en un margen. Era adecuado establecer un título que quizás discuta con el sentido total del texto, pero que refleje sí un clima o una aspiración del personaje.
Manipular
MANUEL VICENT 30 OCT 2011
Brazo en alto con la mano extendida fue el saludo ritual que adoptaron los fascistas y los nazis, un gesto que procedía de los antiguos romanos, en señal de amistad. Cuando en Roma dos desconocidos se encontraban para hablar, antes levantaban la mano y acto seguido se la estrechaban para demostrar que no llevaban ningún arma. El puño en alto muy apretado fue un signo que adoptó la Internacional para significar la unidad del proletariado, muy lejos de cualquier intención de violencia o amenaza. Ambos gestos, acompañados de gritos, himnos y banderas, sirvieron para cohesionar un ideal político, un sentimiento colectivo, un sueño compartido. Cuando cayeron los fascismos y la revolución soviética pasó a la historia, el puño y la mano extendida dejaron de tener sentido, pero hoy el gesto en que se reconocen las nuevas tribus sociales no ha abandonado la mano. Actualmente media humanidad se halla bajo el imperio de los dedos que se mueven como cinco rabos de lagartija sobre el pequeño teclado de Internet y del teléfono móvil. A través de esos apéndices del cuerpo se liberan los siete vuelcos que da al día el corazón humano, la ceguera de los fanáticos, los avances de la ciencia, la codicia de los especuladores, el rebuzno de los idiotas, el movimiento de capitales, la información instantánea, simultánea y planetaria, junto con todos los sueños de los locos. Nunca la manipulación ha tenido un significado etimológico más apropiado. Con los dedos de la mano a través de un teclado se ha cohesionado hoy el movimiento global de los indignados. Basta con apretar una tecla y las plazas de medio mundo se llenan de jóvenes, de momento sin himno, ni bandera y ni gritos de rigor que marquen un destino en lo universal a su desazón convulsa, como en los años treinta lo hizo el brazo en alto con la palma abierta o con el puño muy apretado. Se dice que la indignación de los jóvenes contiene mucha emoción y ningún pensamiento. Una ideología no se cohesiona ni se expande si no lo hace sobre un campo magnético generado por la estética. Si esto se llega a producir, entonces la indignación de los jóvenes caerá en poder de poetas y visionarios para convertirse en un ideal de belleza que pondrá al mundo de nuevo patas arriba. Solo con los dedos de la mano.
Brazo en alto con la mano extendida fue el saludo ritual que adoptaron los fascistas y los nazis, un gesto que procedía de los antiguos romanos, en señal de amistad. Cuando en Roma dos desconocidos se encontraban para hablar, antes levantaban la mano y acto seguido se la estrechaban para demostrar que no llevaban ningún arma. El puño en alto muy apretado fue un signo que adoptó la Internacional para significar la unidad del proletariado, muy lejos de cualquier intención de violencia o amenaza. Ambos gestos, acompañados de gritos, himnos y banderas, sirvieron para cohesionar un ideal político, un sentimiento colectivo, un sueño compartido. Cuando cayeron los fascismos y la revolución soviética pasó a la historia, el puño y la mano extendida dejaron de tener sentido, pero hoy el gesto en que se reconocen las nuevas tribus sociales no ha abandonado la mano. Actualmente media humanidad se halla bajo el imperio de los dedos que se mueven como cinco rabos de lagartija sobre el pequeño teclado de Internet y del teléfono móvil. A través de esos apéndices del cuerpo se liberan los siete vuelcos que da al día el corazón humano, la ceguera de los fanáticos, los avances de la ciencia, la codicia de los especuladores, el rebuzno de los idiotas, el movimiento de capitales, la información instantánea, simultánea y planetaria, junto con todos los sueños de los locos. Nunca la manipulación ha tenido un significado etimológico más apropiado. Con los dedos de la mano a través de un teclado se ha cohesionado hoy el movimiento global de los indignados. Basta con apretar una tecla y las plazas de medio mundo se llenan de jóvenes, de momento sin himno, ni bandera y ni gritos de rigor que marquen un destino en lo universal a su desazón convulsa, como en los años treinta lo hizo el brazo en alto con la palma abierta o con el puño muy apretado. Se dice que la indignación de los jóvenes contiene mucha emoción y ningún pensamiento. Una ideología no se cohesiona ni se expande si no lo hace sobre un campo magnético generado por la estética. Si esto se llega a producir, entonces la indignación de los jóvenes caerá en poder de poetas y visionarios para convertirse en un ideal de belleza que pondrá al mundo de nuevo patas arriba. Solo con los dedos de la mano.
Flotar sobre el conocimiento
Por Esteban Magnani
La Biblia de Gutenberg fue la consolidacion del libro (o codice), una tecnologia que desplazo a otra: el rollo.
“¡Oh rey!, le dijo Teut, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.”
Fedro, Platón, 370 a.C.
Nicholas Carr es un periodista de cierta reputación, especializado en tecnología; es colaborador de The Guardian, entre otros medios conocidos, y autor de un best-seller que además está nominado para los premios Pulitzer. Su título es bastante directo: Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet a nuestros cerebros? Sería fácil alinear a Carr (algo que, para ser justos, él mismo acepta como posibilidad) entre los reaccionarios a las nuevas tecnologías, cuya tradición posiblemente se inicie en el Fedro de Platón. Allí, el dios Teut le cuenta al rey Tamus que ha inventado, entre otras cosas, la escritura que “hará a los egipcios más sabios”. Tamus le responde: “Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida”.
Carr acepta que puede ser que, al igual que ocurrió con la invención de la escritura, sea más lo que se gana que lo que se pierde, pero se aboca a describir la mitad del vaso vacío. Insiste que él, al igual que muchos colegas suyos, ha perdido la capacidad de concentrarse en profundidad en la lectura. La causa de semejante pérdida sería que cada vez se lee más en Internet, con la consiguiente dispersión sistemática entre temas que se multiplican hasta el infinito. En un artículo llamado “¿Google nos está volviendo estúpidos?”, afirma que “la lectura profunda que me resultaba natural se ha vuelto una lucha”.
EL MEDIO Y EL MENSAJE
Carr se apoya en Marshall McLuhan, quien explica que “los efectos de la tecnología no ocurren a nivel de opiniones y conceptos” sino que más bien “alteran patrones de percepción lentamente y sin ninguna resistencia”. A nivel neurológico lo que ocurre es que, como los circuitos cerebrales son muy maleables, se adaptan a los usos que les damos, reforzándolos. Por ejemplo, los sectores del cerebro que se usan para leer ideogramas no son los mismos que para la lectura alfabética. Un cerebro con ciertas partes más desarrolladas “ve” el mundo de una manera, de la misma manera que, por ejemplo, un fisicoculturista camina distinto que un pintor.
Incluso –especula Carr– es probable que no sean los mismos circuitos los que se usan para leer en papel y en una pantalla. Es decir, que la lectura superficial, permanentemente interrumpida por la digresión del hipertexto, refuerza ese tipo de conducta que se naturaliza, mientras que se pierde capacidad de una lectura profunda, a la que se dedica menos tiempo. Ya no leemos: saltamos, nos movemos, escaneamos y abrimos innumerables ventanas que nunca terminaremos de leer. Un estudio realizado sobre jóvenes nacidos junto a Internet, cita Carr, indica que ellos ya ni siquiera leen de arriba hacia abajo si no que escanean la página buscando trozos de información relevantes. Lo que parece anunciar Carr es –una vez más...– la inminente muerte del libro que implica una forma de lectura lineal.
Incluso el medio afecta cómo elaboramos el mensaje: un interesante ejemplo es cómo cambió la forma de escribir de Friedrich Nietzsche a partir de la compra de una máquina de escribir para superar sus problemas de visión. En un intercambio epistolar, debate con un amigo acerca de cómo su escritura se ha vuelto más telegráfica y perdido poesía. “No sólo somos lo que leemos. Somos cómo leemos”, explica a Carr la psicóloga evolutiva y especialista en el tema, Maryanne Wolf.
En principio, la hipótesis resulta razonable: casi cualquier usuario de Internet evita el esfuerzo de recordar lo que está a un par de bits de distancia. Entonces, ¿antes recordábamos más? Es posible, si se tiene en cuenta que la memoria se ejercita menos. Pero Carr lleva las cosas un poco más allá. Cita un estudio realizado en la Biblioteca Británica durante 5 años en el que se encontraron cambios en los hábitos de lectura: la gente pasaba de una fuente a la otra, sin volver casi nunca a la anterior. Los investigadores de la University College London aseguraban que estaba emergiendo una “lectura horizontal a través de títulos” en los que se buscaban “resultados rápidos y exitosos”. Así las cosas, concluye Carr (ahora sí más pesimista), se pierde la capacidad de interpretar los textos para transformar a los lectores en meros “decodificadores”. Ya nadie leerá, insiste, La guerra y la paz de Tolstoi.
Superficiales... sirve para discutir y acotar algo que estaba en al aire para muchos usuarios de Internet, quienes perciben cambios en su relación con la palabra escrita y su propia memoria. Incluso el Nobel Mario Vargas Llosa escribió un largo artículo cuyo título hace casi innecesario el resumen: “Más información, menos conocimiento”. Baste un extracto: “Cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”. Al igual que el rey Tamus, Vargas Llosa concluye que hay más relevancia en lo que se pierde que en lo que se gana.
PERO, ¿QUE SE GANA?
En un interesante artículo del biólogo y periodista español José Cervera se reconocía que es posible que algo se pierda y que algo se gane (podría decirse que ésa podría ser una definición de “cambio”). “El problema no es la falta de profundidad del pensamiento sino la creciente esterilidad de los abismos del saber”, asegura Cervera, para quien hay una tautología en el argumento de Carr que asocia acríticamente profundo=bueno y superficial=malo. ¿Es tan fácil llegar a esta conclusión? Para Cervera, lo que no se está viendo es lo que sí se gana: la lectura horizontal (o superficial) permite la interconexión entre campos que antes estaban aislados. Es más: uno de los problemas fundamentales del conocimiento en el siglo XXI es el exceso de especialización. Antonio Machado decía a través de su personaje Juan de Mairena: “¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!”. De alguna manera, Internet favorece la conexión de lo que antes estaba aislado.
De hecho, este artículo mismo permite conectar cosas que no hubieran sido posibles sin Internet para buscar citas, seleccionar y recortar las mejores frases relacionadas con este tema; los artículos e incluso los fragmentos del libro disponibles en la red resultaron fundamentales para su confección. El resultado es algo nuevo que permite construir puentes imprevistos. Como Carr mismo reconoce, su tarea como periodista era mucho más engorrosa y menos productiva cuando tenía que pasar horas en una biblioteca para reunir las citas que ahora le llevan escasos minutos. Gracias a eso él puede escribir con mucha más eficiencia artículos o incluso libros que, según cree (paradójicamente), nadie estará en condiciones de leer si tienen más de tres párrafos.
EL PARAISO PERDIDO
Pero el argumento de Carr también tiene, hay que decirlo, cierto tufillo de intelectual aristocrático. Asegurar que ya nadie va a tener paciencia como para leer La guerra y la paz suena un poco elitista. ¿Cuánta gente leyó la novela de Tolstoi en las últimas décadas? ¿Qué le hace pensar que de no existir Internet la tendencia sería a que cada vez más gente lo haga? Por el contrario, parecería que al menos la literatura puede llegar a mucha más gente pese a que, como indica Vargas Llosa, la inmensa mayoría no la leerá. ¿Qué se podría esperar si leer un 1 por ciento de todos los libros que hay en Internet llevaría innumerables vidas? La cantidad de información disponible se ha multiplicado brutalmente y la alta literatura ha quedado en esa maraña, pero más accesible para quien la busque.
En definitiva, el problema de Carr recuerda al que tuvieron los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer, quienes al huir del régimen nazi hacia los EE.UU. escriben su obra maestra Dialéctica del Iluminismo, de 1944. Allí critican la liviandad de la sociedad de consumo de ese país tan rico y, a su juicio, tan ignorante. La crítica implacable parece motivada por la desilusión de ver que las masas obreras enriquecidas y con más tiempo libre del planeta se vuelcan a la diversión superficial en lugar de hacerlo al consumo del gran arte.
En resumen, si bien probablemente Internet no favorezca la lectura de La guerra y la paz entre las masas, no parece ser éste el obstáculo estadístico principal para que aumente el número de sus lectores. Internet, al menos por ahora, si bien puede tener una incidencia en la forma de pensar de ciertos sectores ilustrados, no modifica la vida intelectual de las mayorías, cuyas preocupaciones son más básicas. Incluso hay un sector que probablemente comienza a acceder a la cultura letrada gracias a Internet y tal vez –sólo tal vez– algunos de ellos lleguen también a interesarse por la alta literatura.
En cualquier caso, ante lo nuevo siempre es mucho más fácil saber lo que se está perdiendo (porque se lo puede ver) que imaginar lo que se ganará. Los religiosos de los tiempos de Gutenberg temían que la imprenta socavara la fe de las mayorías. Obviamente hoy sabemos que así fue y que además se democratizó el conocimiento y la posibilidad de acceder a él como nunca antes había ocurrido. ¿O alguien sigue estando en contra de la alfabetización porque afecta la cultura oral?
Lo nuevo, por definición, tiene consecuencias desconocidas que se van plasmando en la realidad. Anticiparlas o, peor aun, imaginarlas tomando la propia experiencia como si fuera representativa, puede contribuir a mantenernos en la superficie del problema.
La Biblia de Gutenberg fue la consolidacion del libro (o codice), una tecnologia que desplazo a otra: el rollo.
“¡Oh rey!, le dijo Teut, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.”
Fedro, Platón, 370 a.C.
Nicholas Carr es un periodista de cierta reputación, especializado en tecnología; es colaborador de The Guardian, entre otros medios conocidos, y autor de un best-seller que además está nominado para los premios Pulitzer. Su título es bastante directo: Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet a nuestros cerebros? Sería fácil alinear a Carr (algo que, para ser justos, él mismo acepta como posibilidad) entre los reaccionarios a las nuevas tecnologías, cuya tradición posiblemente se inicie en el Fedro de Platón. Allí, el dios Teut le cuenta al rey Tamus que ha inventado, entre otras cosas, la escritura que “hará a los egipcios más sabios”. Tamus le responde: “Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida”.
Carr acepta que puede ser que, al igual que ocurrió con la invención de la escritura, sea más lo que se gana que lo que se pierde, pero se aboca a describir la mitad del vaso vacío. Insiste que él, al igual que muchos colegas suyos, ha perdido la capacidad de concentrarse en profundidad en la lectura. La causa de semejante pérdida sería que cada vez se lee más en Internet, con la consiguiente dispersión sistemática entre temas que se multiplican hasta el infinito. En un artículo llamado “¿Google nos está volviendo estúpidos?”, afirma que “la lectura profunda que me resultaba natural se ha vuelto una lucha”.
EL MEDIO Y EL MENSAJE
Carr se apoya en Marshall McLuhan, quien explica que “los efectos de la tecnología no ocurren a nivel de opiniones y conceptos” sino que más bien “alteran patrones de percepción lentamente y sin ninguna resistencia”. A nivel neurológico lo que ocurre es que, como los circuitos cerebrales son muy maleables, se adaptan a los usos que les damos, reforzándolos. Por ejemplo, los sectores del cerebro que se usan para leer ideogramas no son los mismos que para la lectura alfabética. Un cerebro con ciertas partes más desarrolladas “ve” el mundo de una manera, de la misma manera que, por ejemplo, un fisicoculturista camina distinto que un pintor.
Incluso –especula Carr– es probable que no sean los mismos circuitos los que se usan para leer en papel y en una pantalla. Es decir, que la lectura superficial, permanentemente interrumpida por la digresión del hipertexto, refuerza ese tipo de conducta que se naturaliza, mientras que se pierde capacidad de una lectura profunda, a la que se dedica menos tiempo. Ya no leemos: saltamos, nos movemos, escaneamos y abrimos innumerables ventanas que nunca terminaremos de leer. Un estudio realizado sobre jóvenes nacidos junto a Internet, cita Carr, indica que ellos ya ni siquiera leen de arriba hacia abajo si no que escanean la página buscando trozos de información relevantes. Lo que parece anunciar Carr es –una vez más...– la inminente muerte del libro que implica una forma de lectura lineal.
Incluso el medio afecta cómo elaboramos el mensaje: un interesante ejemplo es cómo cambió la forma de escribir de Friedrich Nietzsche a partir de la compra de una máquina de escribir para superar sus problemas de visión. En un intercambio epistolar, debate con un amigo acerca de cómo su escritura se ha vuelto más telegráfica y perdido poesía. “No sólo somos lo que leemos. Somos cómo leemos”, explica a Carr la psicóloga evolutiva y especialista en el tema, Maryanne Wolf.
En principio, la hipótesis resulta razonable: casi cualquier usuario de Internet evita el esfuerzo de recordar lo que está a un par de bits de distancia. Entonces, ¿antes recordábamos más? Es posible, si se tiene en cuenta que la memoria se ejercita menos. Pero Carr lleva las cosas un poco más allá. Cita un estudio realizado en la Biblioteca Británica durante 5 años en el que se encontraron cambios en los hábitos de lectura: la gente pasaba de una fuente a la otra, sin volver casi nunca a la anterior. Los investigadores de la University College London aseguraban que estaba emergiendo una “lectura horizontal a través de títulos” en los que se buscaban “resultados rápidos y exitosos”. Así las cosas, concluye Carr (ahora sí más pesimista), se pierde la capacidad de interpretar los textos para transformar a los lectores en meros “decodificadores”. Ya nadie leerá, insiste, La guerra y la paz de Tolstoi.
Superficiales... sirve para discutir y acotar algo que estaba en al aire para muchos usuarios de Internet, quienes perciben cambios en su relación con la palabra escrita y su propia memoria. Incluso el Nobel Mario Vargas Llosa escribió un largo artículo cuyo título hace casi innecesario el resumen: “Más información, menos conocimiento”. Baste un extracto: “Cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”. Al igual que el rey Tamus, Vargas Llosa concluye que hay más relevancia en lo que se pierde que en lo que se gana.
PERO, ¿QUE SE GANA?
En un interesante artículo del biólogo y periodista español José Cervera se reconocía que es posible que algo se pierda y que algo se gane (podría decirse que ésa podría ser una definición de “cambio”). “El problema no es la falta de profundidad del pensamiento sino la creciente esterilidad de los abismos del saber”, asegura Cervera, para quien hay una tautología en el argumento de Carr que asocia acríticamente profundo=bueno y superficial=malo. ¿Es tan fácil llegar a esta conclusión? Para Cervera, lo que no se está viendo es lo que sí se gana: la lectura horizontal (o superficial) permite la interconexión entre campos que antes estaban aislados. Es más: uno de los problemas fundamentales del conocimiento en el siglo XXI es el exceso de especialización. Antonio Machado decía a través de su personaje Juan de Mairena: “¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!”. De alguna manera, Internet favorece la conexión de lo que antes estaba aislado.
De hecho, este artículo mismo permite conectar cosas que no hubieran sido posibles sin Internet para buscar citas, seleccionar y recortar las mejores frases relacionadas con este tema; los artículos e incluso los fragmentos del libro disponibles en la red resultaron fundamentales para su confección. El resultado es algo nuevo que permite construir puentes imprevistos. Como Carr mismo reconoce, su tarea como periodista era mucho más engorrosa y menos productiva cuando tenía que pasar horas en una biblioteca para reunir las citas que ahora le llevan escasos minutos. Gracias a eso él puede escribir con mucha más eficiencia artículos o incluso libros que, según cree (paradójicamente), nadie estará en condiciones de leer si tienen más de tres párrafos.
EL PARAISO PERDIDO
Pero el argumento de Carr también tiene, hay que decirlo, cierto tufillo de intelectual aristocrático. Asegurar que ya nadie va a tener paciencia como para leer La guerra y la paz suena un poco elitista. ¿Cuánta gente leyó la novela de Tolstoi en las últimas décadas? ¿Qué le hace pensar que de no existir Internet la tendencia sería a que cada vez más gente lo haga? Por el contrario, parecería que al menos la literatura puede llegar a mucha más gente pese a que, como indica Vargas Llosa, la inmensa mayoría no la leerá. ¿Qué se podría esperar si leer un 1 por ciento de todos los libros que hay en Internet llevaría innumerables vidas? La cantidad de información disponible se ha multiplicado brutalmente y la alta literatura ha quedado en esa maraña, pero más accesible para quien la busque.
En definitiva, el problema de Carr recuerda al que tuvieron los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer, quienes al huir del régimen nazi hacia los EE.UU. escriben su obra maestra Dialéctica del Iluminismo, de 1944. Allí critican la liviandad de la sociedad de consumo de ese país tan rico y, a su juicio, tan ignorante. La crítica implacable parece motivada por la desilusión de ver que las masas obreras enriquecidas y con más tiempo libre del planeta se vuelcan a la diversión superficial en lugar de hacerlo al consumo del gran arte.
En resumen, si bien probablemente Internet no favorezca la lectura de La guerra y la paz entre las masas, no parece ser éste el obstáculo estadístico principal para que aumente el número de sus lectores. Internet, al menos por ahora, si bien puede tener una incidencia en la forma de pensar de ciertos sectores ilustrados, no modifica la vida intelectual de las mayorías, cuyas preocupaciones son más básicas. Incluso hay un sector que probablemente comienza a acceder a la cultura letrada gracias a Internet y tal vez –sólo tal vez– algunos de ellos lleguen también a interesarse por la alta literatura.
En cualquier caso, ante lo nuevo siempre es mucho más fácil saber lo que se está perdiendo (porque se lo puede ver) que imaginar lo que se ganará. Los religiosos de los tiempos de Gutenberg temían que la imprenta socavara la fe de las mayorías. Obviamente hoy sabemos que así fue y que además se democratizó el conocimiento y la posibilidad de acceder a él como nunca antes había ocurrido. ¿O alguien sigue estando en contra de la alfabetización porque afecta la cultura oral?
Lo nuevo, por definición, tiene consecuencias desconocidas que se van plasmando en la realidad. Anticiparlas o, peor aun, imaginarlas tomando la propia experiencia como si fuera representativa, puede contribuir a mantenernos en la superficie del problema.
La trampa del 'Dios quiere que seas rico'
BARBARA EHRENREICH ANALIZA LOS PELIGROS DEL PENSAMIENTO POSITIVo
◦Pasó muchos meses trabajando como limpiadora y reflejó esa vida ganada entre empleos mal pagados en Nickel and dimed; en Bait and Switch retrató las experiencias de las personas con estudios universitarios y experiencia profesional que quedaron atrapadas en el desempleo o en trabajos infracualificados; dio cuenta en This land is their land de las crecientes desigualdades en la tierra de las oportunidades. Obras de ese categoría, junto con sus artículos en la revista Time o en el New York Times, hicieron de Barbara Ehrenreich una de las periodistas estadounidenses más prestigiosas.
El último libro de Ehrenreich, quien estará en el CCCB barcelonés el 2 de noviembre para hablar del mundo tras el 11 S, es Sonríe o muere (Editorial Turner), un intenso recorrido por la tendencia social más en boga, la del pensamiento positivo. Bajo esa denominación se esconde una visión del mundo altamente popular entre la sociedad estadounidense y particularmente vigente en el entorno de los negocios que Ehrenreich cataloga como la continuación del calvinismo por nuevos medios.
Para esta doctrina, las cosas malas que nos ocurren están causadas por una actitud negativa, mientras que las buenas llegan a nosotros porque hemos sabido atraerlas gracias a una forma positiva de pensar. De este modo, si alguien quiere hacerse rico, lo único que tiene que hacer es creer en ello a pies juntillas y repetirse todos los días que las cosas van a ir bien; lo que, pasado el tiempo, producirá un estado de ánimo gracias al cual se conseguirán toda clase de riquezas. De igual modo, si una persona no logra convertirse en un magnate será, sin género de duda, porque se ha dejado dominar por los pensamientos negativos. El 'positive thinking', pues, es una tarea exigente que obliga a la introspección continua y al examen riguroso de uno mismo. Nunca hay que dejarse vencer por ideas derrotistas, incluso (especialmente) cuando se corresponden con la realidad.
La enfermedad es producto de tu negatividad
Pero este tipo de creencia mágica alcanza más allá de las pretensiones de dinero o éxito: nuestra salud depende por completo de que sepamos tener la disposición mental adecuada. El caso extremo es el del cáncer, cuya cura pasa por activar un tipo de mentalidad que confíe plenamente en vencer a la enfermedad. Es cierto que, como asegura Ehrenreich, “no hay apoyo empírico a la idea de que el pensamiento positivo ayude a prevenir o a curar el cáncer, además de que las exhortaciones a ser optimista y positivo puedan ser una carga para las personas con cáncer u otras enfermedades graves”, pero eso no es un problema para quienes defienden la teoría, ya que esas dudas no son más que la prueba de que no se es suficientemente optimista. Es verdad que “en general, la muerte no es el resultado de no ser positivo", pero esas son objeciones de segundo orden para los creyentes convencidos.
Ese mismo razonamiento se aplicó a la economía con resultados catastróficos, especialmente porque, por algún extraño motivo, acabaron mezclándose creencias religiosas con imperiosas exhortaciones al gasto. Como dice Ehrenreich, que las iglesias cristianas comenzaran a predicar que “Dios quiere que vivas como un rico” no deja de resultar peculiar. Según esta lectura del cristianismo, Dios había decidido que la gente tenía que ser próspera: aun siendo un negro pobre o un inmigrante sin papeles tenías derecho a todo, empezando por una buena casa. Bastaba con pensar en positivo. Eso les decían sus predicadores, quienes les llevaban de la mano a las oficinas de generosos bancos que estaban dispuestos a darles esa hipoteca que hasta entonces les había sido negada.
Es cierto que tenían difícil devolverlo, algo que siempre argumentaban quienes iban a solicitar el préstamo, pero sus asesores espirituales les incitaban a apartar esas feas ideas de su mente. Les aseguraban que “mientras el enemigo te dice que nunca llegarás a nada, Dios te dice que puedes conseguirlo todo gracias a Jesús” o que “si el enemigo te dice que habrá problemas demasiado graves, Dios te ayudará a resolverlos”.
Como afirma Ehrenreich, estas prácticas “allanaron el camino a la crisis financiera de 2007-2008”, pero no sólo porque convencieran a los pobres para que contrajeran deudas que no iban a poder pagar, sino porque potenciaron el optimismo irracional reinante en el sector financiero, donde “la alta dirección despidió a aquellos que se atrevieron a hacer preguntas o plantear dudas acerca de estas hipotecas. Para 2005, no había nadie en ninguna compañía que pusiera en duda la afirmación de que los precios de las casas seguirían subiendo siempre”.
Las burbujas del buen rollo
Las grandes empresas del sector, asegura Ehrenreich, se habían convertido en una isla de buen rollo. Todo el mundo decía que las cosas marchaban bien y que iban a funcionar aún mejor. Y si a alguien se le ocurría abrir la boca para decir lo contrario, era rápidamente despedido. Para el mundo del pensamiento positivo, asegura Ehrenreich, los demás no están ahí fuera para darnos baños de realidad, sino para animarnos y halagarnos. En otro caso, si se les ocurre invocar hechos que perturben nuestra felicidad, y más aún si resultan ciertos, se les tachará de quejicas, de gente que rompe el buen ambiente y que debe ser apartada. Eso ocurrió en Lehman Brothers, al igual que en el resto del sector.
Como cuenta en Sonríe o muere, hubo muchos directivos que se creyeron Dios, que vivían en una burbuja de lujo (viajando en un avión privado, desplazándose en limusinas, comiendo en salones reservados y durmiendo en hoteles de cinco estrellas) en la que no dejaron penetrar el más mínimo atisbo de realidad. Y si alguien se atrevía a abrir la puerta, le despedían. Los análisis críticos, éticos y racionales son grandes enemigos del positive thinking, asegura la autora, que siempre está pendiente de los peligros que trae darle demasiadas vueltas a la cabeza. Para los gurús del 'positive thinking', la razón pinta poco: “creer en nuestros instintos es lo correcto”.
El tercer uso del pensamiento positivo, y el que ha conseguido que se dispare su popularidad, está relacionado con el hecho de que las ocupaciones actuales se desempeñan gestionando y manejando a otras personas y no objetos o máquinas, como en el pasado. “Se nos anima a hacer una marca de nosotros mismos para luego salir a vendernos”. Vivimos en un instante donde los trabajos de cuello blanco están decreciendo, donde la clase media va hacia abajo y donde las perspectivas de futuro laboral que una vez se soñaron están desapareciendo. En ese escenario, la ideología del pensamiento positivo es muy reconfortante, ya que lleva a pensar que todo lo malo que ocurre es porque se ha hecho algo mal, y creer eso significa que bastaría con realizar las acciones correctas para que todo comience a funcionar de nuevo, algo que implicaría el control absoluto sobre el propio destino. En realidad, asegura Ehrenreich, “el positive thinking es una forma genérica de control social, que transmite un mensaje muy claro: no te quejes, porque todo lo malo que sucede es culpa tuya”. Precisamente por eso, "muchos estados represivos, como la Unión Soviética, han alentado o impuesto el pensamiento positivo, donde la gente era castigada por ser derrotista".
◦Pasó muchos meses trabajando como limpiadora y reflejó esa vida ganada entre empleos mal pagados en Nickel and dimed; en Bait and Switch retrató las experiencias de las personas con estudios universitarios y experiencia profesional que quedaron atrapadas en el desempleo o en trabajos infracualificados; dio cuenta en This land is their land de las crecientes desigualdades en la tierra de las oportunidades. Obras de ese categoría, junto con sus artículos en la revista Time o en el New York Times, hicieron de Barbara Ehrenreich una de las periodistas estadounidenses más prestigiosas.
El último libro de Ehrenreich, quien estará en el CCCB barcelonés el 2 de noviembre para hablar del mundo tras el 11 S, es Sonríe o muere (Editorial Turner), un intenso recorrido por la tendencia social más en boga, la del pensamiento positivo. Bajo esa denominación se esconde una visión del mundo altamente popular entre la sociedad estadounidense y particularmente vigente en el entorno de los negocios que Ehrenreich cataloga como la continuación del calvinismo por nuevos medios.
Para esta doctrina, las cosas malas que nos ocurren están causadas por una actitud negativa, mientras que las buenas llegan a nosotros porque hemos sabido atraerlas gracias a una forma positiva de pensar. De este modo, si alguien quiere hacerse rico, lo único que tiene que hacer es creer en ello a pies juntillas y repetirse todos los días que las cosas van a ir bien; lo que, pasado el tiempo, producirá un estado de ánimo gracias al cual se conseguirán toda clase de riquezas. De igual modo, si una persona no logra convertirse en un magnate será, sin género de duda, porque se ha dejado dominar por los pensamientos negativos. El 'positive thinking', pues, es una tarea exigente que obliga a la introspección continua y al examen riguroso de uno mismo. Nunca hay que dejarse vencer por ideas derrotistas, incluso (especialmente) cuando se corresponden con la realidad.
La enfermedad es producto de tu negatividad
Pero este tipo de creencia mágica alcanza más allá de las pretensiones de dinero o éxito: nuestra salud depende por completo de que sepamos tener la disposición mental adecuada. El caso extremo es el del cáncer, cuya cura pasa por activar un tipo de mentalidad que confíe plenamente en vencer a la enfermedad. Es cierto que, como asegura Ehrenreich, “no hay apoyo empírico a la idea de que el pensamiento positivo ayude a prevenir o a curar el cáncer, además de que las exhortaciones a ser optimista y positivo puedan ser una carga para las personas con cáncer u otras enfermedades graves”, pero eso no es un problema para quienes defienden la teoría, ya que esas dudas no son más que la prueba de que no se es suficientemente optimista. Es verdad que “en general, la muerte no es el resultado de no ser positivo", pero esas son objeciones de segundo orden para los creyentes convencidos.
Ese mismo razonamiento se aplicó a la economía con resultados catastróficos, especialmente porque, por algún extraño motivo, acabaron mezclándose creencias religiosas con imperiosas exhortaciones al gasto. Como dice Ehrenreich, que las iglesias cristianas comenzaran a predicar que “Dios quiere que vivas como un rico” no deja de resultar peculiar. Según esta lectura del cristianismo, Dios había decidido que la gente tenía que ser próspera: aun siendo un negro pobre o un inmigrante sin papeles tenías derecho a todo, empezando por una buena casa. Bastaba con pensar en positivo. Eso les decían sus predicadores, quienes les llevaban de la mano a las oficinas de generosos bancos que estaban dispuestos a darles esa hipoteca que hasta entonces les había sido negada.
Es cierto que tenían difícil devolverlo, algo que siempre argumentaban quienes iban a solicitar el préstamo, pero sus asesores espirituales les incitaban a apartar esas feas ideas de su mente. Les aseguraban que “mientras el enemigo te dice que nunca llegarás a nada, Dios te dice que puedes conseguirlo todo gracias a Jesús” o que “si el enemigo te dice que habrá problemas demasiado graves, Dios te ayudará a resolverlos”.
Como afirma Ehrenreich, estas prácticas “allanaron el camino a la crisis financiera de 2007-2008”, pero no sólo porque convencieran a los pobres para que contrajeran deudas que no iban a poder pagar, sino porque potenciaron el optimismo irracional reinante en el sector financiero, donde “la alta dirección despidió a aquellos que se atrevieron a hacer preguntas o plantear dudas acerca de estas hipotecas. Para 2005, no había nadie en ninguna compañía que pusiera en duda la afirmación de que los precios de las casas seguirían subiendo siempre”.
Las burbujas del buen rollo
Las grandes empresas del sector, asegura Ehrenreich, se habían convertido en una isla de buen rollo. Todo el mundo decía que las cosas marchaban bien y que iban a funcionar aún mejor. Y si a alguien se le ocurría abrir la boca para decir lo contrario, era rápidamente despedido. Para el mundo del pensamiento positivo, asegura Ehrenreich, los demás no están ahí fuera para darnos baños de realidad, sino para animarnos y halagarnos. En otro caso, si se les ocurre invocar hechos que perturben nuestra felicidad, y más aún si resultan ciertos, se les tachará de quejicas, de gente que rompe el buen ambiente y que debe ser apartada. Eso ocurrió en Lehman Brothers, al igual que en el resto del sector.
Como cuenta en Sonríe o muere, hubo muchos directivos que se creyeron Dios, que vivían en una burbuja de lujo (viajando en un avión privado, desplazándose en limusinas, comiendo en salones reservados y durmiendo en hoteles de cinco estrellas) en la que no dejaron penetrar el más mínimo atisbo de realidad. Y si alguien se atrevía a abrir la puerta, le despedían. Los análisis críticos, éticos y racionales son grandes enemigos del positive thinking, asegura la autora, que siempre está pendiente de los peligros que trae darle demasiadas vueltas a la cabeza. Para los gurús del 'positive thinking', la razón pinta poco: “creer en nuestros instintos es lo correcto”.
El tercer uso del pensamiento positivo, y el que ha conseguido que se dispare su popularidad, está relacionado con el hecho de que las ocupaciones actuales se desempeñan gestionando y manejando a otras personas y no objetos o máquinas, como en el pasado. “Se nos anima a hacer una marca de nosotros mismos para luego salir a vendernos”. Vivimos en un instante donde los trabajos de cuello blanco están decreciendo, donde la clase media va hacia abajo y donde las perspectivas de futuro laboral que una vez se soñaron están desapareciendo. En ese escenario, la ideología del pensamiento positivo es muy reconfortante, ya que lleva a pensar que todo lo malo que ocurre es porque se ha hecho algo mal, y creer eso significa que bastaría con realizar las acciones correctas para que todo comience a funcionar de nuevo, algo que implicaría el control absoluto sobre el propio destino. En realidad, asegura Ehrenreich, “el positive thinking es una forma genérica de control social, que transmite un mensaje muy claro: no te quejes, porque todo lo malo que sucede es culpa tuya”. Precisamente por eso, "muchos estados represivos, como la Unión Soviética, han alentado o impuesto el pensamiento positivo, donde la gente era castigada por ser derrotista".
Y vos, ¿cómo te llamás?
“Nadie escapa al nombre propio”
Y vos, ¿cómo te llamás?
Dar nombre a un niño “tiene algo de sagrado; es un bien que no ha de poder darse ni venderse, que se otorga para ser guardado”, observa el autor de esta nota; señala cómo en la elección del nombre “se entrecruzan los sueños de los padres respecto del niño que quisieran tener”, y advierte que, sobre esa base, “el niño imprimirá con su cuño su propio texto y hará suyo su nombre propio”.
Por Juan Eduardo Tesone *
Eco y Narciso, por John William Waterhouse.Nadie escapa al nombre propio. El nombre es a la vez un derecho del niño y una institución, la única institución que individualiza en un acto de reconocimiento, relacionada con las funciones simbólicas de la maternidad y paternidad. Nombrar es hacer entrar al niño en el orden de las relaciones humanas. Elegir, dar un nombre a un niño, es hacerle una donación de una historia imaginaria y simbólica familiar. Esa donación lo inserta en la continuidad de una filiación, lo inscribe en los linajes materno y paterno, hilo de Ariadna transgeneracional que le indica un camino, pero no lo traza de antemano, dado que el nombre hace de ese sujeto un ser irremplazable que no se confunde con ningún otro miembro del linaje.
Esa donación incluye algo de sagrado; es un bien que no ha de poder darse ni venderse, se otorga para ser guardado. En la elección del nombre del niño, primera inscripción simbólica del ser humano, aparece, en filigrana, el deseo de los padres. Cuando nace, el niño no es una tabla rasa, no está virgen de toda inscripción. Lo precede un ante-texto, que es también intertexto parental. El nombre deviene la traza escrita de la encrucijada del deseo de los padres. Sobre este pre-texto, el niño vendrá a inscribir su propio texto, a apropiarse de su propio nombre. Conviene entonces recorrer ese libro familiar, reconocer ese manuscrito de letras cursivas ligadas por lazos que atraviesan varias generaciones, para permitir al niño hacer suyo su nombre propio. Revitalizar nuestro propio nombre es siempre una tarea inacabada.
En el pensamiento griego, el destino es una figura compuesta, en la cual pueden destacarse tres aspectos: a) Moira, inflexible predeterminación de una existencia, palabras pronunciadas de antemano a las cuales deberá plegarse toda la historia; b) Tukhé, el encuentro (bueno o malo), el azar; c) Daîmon, el personaje interno al sujeto, ignorado de él mismo, que guía sus pasos independientemente de su voluntad. El nombre reúne los tres aspectos; condensa la necesidad y el azar; deja al sujeto la posibilidad de reapropiarse de su nombre de pila, enriquecido por las incertidumbres del azar.
En la elección del nombre de pila hay siempre un acto de creación que se recrea constantemente, a medida que el niño podrá hacer suyo su nombre. Sólo en el curso de ese proceso el nombre se convertirá realmente en nombre propio. Si en algún momento el niño hiciera un síntoma, el nombre de pila podría ser tomado como un criptograma, cuyo desciframiento se puede revelar útil para liberar al niño de un punto de anclaje necesario, sin duda, para su filiación, pero que a veces puede amarrarlo a una patología. Se atribuye un nombre a un niño, pero a veces se atribuye un niño a un nombre.
Los dos elementos del sistema onomástico moderno, común en Occidente, son el apellido y el nombre de pila. Que el apellido haya adquirido una importancia mayor en nuestro actual sistema no debe hacernos olvidar de que, en realidad, es de aparición reciente. La utilización del nombre comienza a aparecer hacia el año mil, y tan sólo durante el Renacimiento se extenderá su uso a toda Europa. Recién entonces prevalece la fórmula: nombre de pila más apellido. Sin extendernos sobre la evolución en la antroponimia moderna del uso del nombre de familia, conviene destacar que entonces (con excepción del sistema de nominación romano) había tan sólo un nombre. Ese nombre único correspondía, en líneas generales, a nuestro nombre de pila actual y no era transmisible de generación en generación. A cada niño se atribuía un nombre diferente y creado libremente por sus genitores. Las motivaciones podían estar influidas por un acontecimiento histórico de la comunidad, las características del parto o los rasgos del niño, la relación con los ancestros o, prevalentemente, por la expresión de los deseos que concernían al niño. Muy a menudo el nombre era inédito (los homónimos eran poco frecuentes) de modo que la creación simbólica de ese nombre dotaba al niño de una originalidad comparable con el patrimonio genético.
En las sociedades occidentales, el sentido de los nombres de pila se ha opacado, en la medida en que son elegidos a partir de una lista previamente existente. No es el caso en la mayoría de los pueblos de la Antigüedad o en el Africa tribal, donde el sentido de los nombres es relativamente transparente, ya que son una libre creación de quienes lo aplican, generalmente los padres, a veces con la contribución de su entorno familiar y social.
Me parece, sin embargo, que en nuestras sociedades el sentido no ha desaparecido. No me refiero al sentido literal de los nombres de pila, del cual hablan los diccionarios. Hablo de las motivaciones personales de los padres y de las condiciones mitopoiéticas de la elección del nombre de pila, que a mi juicio han pasado al registro inconsciente. Antes de nuestra llegada al mundo, una compleja red de relaciones familiares nos precede y determina, en tanto varias generaciones confluyen, de manera inconsciente, en la elección del nombre de pila del niño.
Nacido el niño, la función princeps de la familia es darle un lugar generador de alteridad. Y es por intermedio de la interpelación de su nombre de pila como el niño se va reconociendo como ser-separado-de sus padres. Responde a su nombre de pila aun antes de lograr decir “yo”.
Si el acto de nombrar puede desdoblarse en transmisión del apellido y elección del nombre de pila ¿no sería fundamentalmente a través de este último como se expresa el deseo parental? Si hay una fuerza determinante –significante–, ¿acaso no se expresa en las razones inconscientes de dicha elección? Un nombre nunca es indiferente, implica una serie de relaciones entre el que lo lleva y la fuente de la cual procede. En este sentido, el nombre de pila sólo es un nombre “propio” si se inserta en una historia simbólica familiar y social. En la elección del nombre de pila hay una inscripción y una transcripción del deseo parental. El nombre es el sedimento móvil de un mito familiar en suspensión que compromete al niño. Es el armazón, el cimiento, el zócalo de su futura identidad.
En el nombre de pila, sobredeterminado, se condensan y entrecruzan las cadenas asociativas de los sueños de los padres respecto del niño que quisieran tener. El significante de nuestro nombre contiene, en una alquimia fundadora, el deseo de nuestros padres. Sobre el ante-texto, que es también inter-texto, el niño imprimirá con su cuño su propio texto, y hará suyo su nombre propio. J. Derrida (Freud y la escena de la escritura) sugiere pensar la vida como una huella con fuerza determinante, que opera antes de que el ser exista como presencia. Si se acepta esta propuesta, se puede concebir el ante-texto que es el nombre de pila, ya no como una estatua inmóvil, tallada en la piedra una vez y para siempre, sino como una escultura cinética, que admitirá nuevas orientaciones en su movimiento, asumiendo diferentes formas en incesantes reformulaciones.
Según Ouaknin y Rotnemer (Le grand livre des prénoms bibliques et hébraïques, Paris, Albin Michel, 1993), el nombre tiene esencialmente tres funciones: de identificación, de filiación y de proyecto. J. Clerget (Le nom et la nomination, Toulouse, ed. Erès) señala que el acto de nombrar hace un agujero en el Uno del narcisismo omnipotente: ante el llamado de la ninfa Eco, enamorada, Narciso permanece indiferente, haciendo caso omiso a sus gemidos; ser llamado no hace agujero en Narciso, que prefiere morir ahogado antes que responder al llamado de su nombre.
* Autor de En las huellas del nombre propio (Ed. Letra Viva), que recibió el segundo Premio Nacional 2011 de la Secretaría de Cultura de Nación en la categoría “Ensayo psicológico”. Texto extractado del trabajo “El nombre propio en la encrucijada transgeneracional”, que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.
Y vos, ¿cómo te llamás?
Dar nombre a un niño “tiene algo de sagrado; es un bien que no ha de poder darse ni venderse, que se otorga para ser guardado”, observa el autor de esta nota; señala cómo en la elección del nombre “se entrecruzan los sueños de los padres respecto del niño que quisieran tener”, y advierte que, sobre esa base, “el niño imprimirá con su cuño su propio texto y hará suyo su nombre propio”.
Por Juan Eduardo Tesone *
Eco y Narciso, por John William Waterhouse.Nadie escapa al nombre propio. El nombre es a la vez un derecho del niño y una institución, la única institución que individualiza en un acto de reconocimiento, relacionada con las funciones simbólicas de la maternidad y paternidad. Nombrar es hacer entrar al niño en el orden de las relaciones humanas. Elegir, dar un nombre a un niño, es hacerle una donación de una historia imaginaria y simbólica familiar. Esa donación lo inserta en la continuidad de una filiación, lo inscribe en los linajes materno y paterno, hilo de Ariadna transgeneracional que le indica un camino, pero no lo traza de antemano, dado que el nombre hace de ese sujeto un ser irremplazable que no se confunde con ningún otro miembro del linaje.
Esa donación incluye algo de sagrado; es un bien que no ha de poder darse ni venderse, se otorga para ser guardado. En la elección del nombre del niño, primera inscripción simbólica del ser humano, aparece, en filigrana, el deseo de los padres. Cuando nace, el niño no es una tabla rasa, no está virgen de toda inscripción. Lo precede un ante-texto, que es también intertexto parental. El nombre deviene la traza escrita de la encrucijada del deseo de los padres. Sobre este pre-texto, el niño vendrá a inscribir su propio texto, a apropiarse de su propio nombre. Conviene entonces recorrer ese libro familiar, reconocer ese manuscrito de letras cursivas ligadas por lazos que atraviesan varias generaciones, para permitir al niño hacer suyo su nombre propio. Revitalizar nuestro propio nombre es siempre una tarea inacabada.
En el pensamiento griego, el destino es una figura compuesta, en la cual pueden destacarse tres aspectos: a) Moira, inflexible predeterminación de una existencia, palabras pronunciadas de antemano a las cuales deberá plegarse toda la historia; b) Tukhé, el encuentro (bueno o malo), el azar; c) Daîmon, el personaje interno al sujeto, ignorado de él mismo, que guía sus pasos independientemente de su voluntad. El nombre reúne los tres aspectos; condensa la necesidad y el azar; deja al sujeto la posibilidad de reapropiarse de su nombre de pila, enriquecido por las incertidumbres del azar.
En la elección del nombre de pila hay siempre un acto de creación que se recrea constantemente, a medida que el niño podrá hacer suyo su nombre. Sólo en el curso de ese proceso el nombre se convertirá realmente en nombre propio. Si en algún momento el niño hiciera un síntoma, el nombre de pila podría ser tomado como un criptograma, cuyo desciframiento se puede revelar útil para liberar al niño de un punto de anclaje necesario, sin duda, para su filiación, pero que a veces puede amarrarlo a una patología. Se atribuye un nombre a un niño, pero a veces se atribuye un niño a un nombre.
Los dos elementos del sistema onomástico moderno, común en Occidente, son el apellido y el nombre de pila. Que el apellido haya adquirido una importancia mayor en nuestro actual sistema no debe hacernos olvidar de que, en realidad, es de aparición reciente. La utilización del nombre comienza a aparecer hacia el año mil, y tan sólo durante el Renacimiento se extenderá su uso a toda Europa. Recién entonces prevalece la fórmula: nombre de pila más apellido. Sin extendernos sobre la evolución en la antroponimia moderna del uso del nombre de familia, conviene destacar que entonces (con excepción del sistema de nominación romano) había tan sólo un nombre. Ese nombre único correspondía, en líneas generales, a nuestro nombre de pila actual y no era transmisible de generación en generación. A cada niño se atribuía un nombre diferente y creado libremente por sus genitores. Las motivaciones podían estar influidas por un acontecimiento histórico de la comunidad, las características del parto o los rasgos del niño, la relación con los ancestros o, prevalentemente, por la expresión de los deseos que concernían al niño. Muy a menudo el nombre era inédito (los homónimos eran poco frecuentes) de modo que la creación simbólica de ese nombre dotaba al niño de una originalidad comparable con el patrimonio genético.
En las sociedades occidentales, el sentido de los nombres de pila se ha opacado, en la medida en que son elegidos a partir de una lista previamente existente. No es el caso en la mayoría de los pueblos de la Antigüedad o en el Africa tribal, donde el sentido de los nombres es relativamente transparente, ya que son una libre creación de quienes lo aplican, generalmente los padres, a veces con la contribución de su entorno familiar y social.
Me parece, sin embargo, que en nuestras sociedades el sentido no ha desaparecido. No me refiero al sentido literal de los nombres de pila, del cual hablan los diccionarios. Hablo de las motivaciones personales de los padres y de las condiciones mitopoiéticas de la elección del nombre de pila, que a mi juicio han pasado al registro inconsciente. Antes de nuestra llegada al mundo, una compleja red de relaciones familiares nos precede y determina, en tanto varias generaciones confluyen, de manera inconsciente, en la elección del nombre de pila del niño.
Nacido el niño, la función princeps de la familia es darle un lugar generador de alteridad. Y es por intermedio de la interpelación de su nombre de pila como el niño se va reconociendo como ser-separado-de sus padres. Responde a su nombre de pila aun antes de lograr decir “yo”.
Si el acto de nombrar puede desdoblarse en transmisión del apellido y elección del nombre de pila ¿no sería fundamentalmente a través de este último como se expresa el deseo parental? Si hay una fuerza determinante –significante–, ¿acaso no se expresa en las razones inconscientes de dicha elección? Un nombre nunca es indiferente, implica una serie de relaciones entre el que lo lleva y la fuente de la cual procede. En este sentido, el nombre de pila sólo es un nombre “propio” si se inserta en una historia simbólica familiar y social. En la elección del nombre de pila hay una inscripción y una transcripción del deseo parental. El nombre es el sedimento móvil de un mito familiar en suspensión que compromete al niño. Es el armazón, el cimiento, el zócalo de su futura identidad.
En el nombre de pila, sobredeterminado, se condensan y entrecruzan las cadenas asociativas de los sueños de los padres respecto del niño que quisieran tener. El significante de nuestro nombre contiene, en una alquimia fundadora, el deseo de nuestros padres. Sobre el ante-texto, que es también inter-texto, el niño imprimirá con su cuño su propio texto, y hará suyo su nombre propio. J. Derrida (Freud y la escena de la escritura) sugiere pensar la vida como una huella con fuerza determinante, que opera antes de que el ser exista como presencia. Si se acepta esta propuesta, se puede concebir el ante-texto que es el nombre de pila, ya no como una estatua inmóvil, tallada en la piedra una vez y para siempre, sino como una escultura cinética, que admitirá nuevas orientaciones en su movimiento, asumiendo diferentes formas en incesantes reformulaciones.
Según Ouaknin y Rotnemer (Le grand livre des prénoms bibliques et hébraïques, Paris, Albin Michel, 1993), el nombre tiene esencialmente tres funciones: de identificación, de filiación y de proyecto. J. Clerget (Le nom et la nomination, Toulouse, ed. Erès) señala que el acto de nombrar hace un agujero en el Uno del narcisismo omnipotente: ante el llamado de la ninfa Eco, enamorada, Narciso permanece indiferente, haciendo caso omiso a sus gemidos; ser llamado no hace agujero en Narciso, que prefiere morir ahogado antes que responder al llamado de su nombre.
* Autor de En las huellas del nombre propio (Ed. Letra Viva), que recibió el segundo Premio Nacional 2011 de la Secretaría de Cultura de Nación en la categoría “Ensayo psicológico”. Texto extractado del trabajo “El nombre propio en la encrucijada transgeneracional”, que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.
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