sábado, 19 de mayo de 2012

Carne que ha visto el tiempo

Del cine clásico, preocupado por mostrar actrices lozanas, al de hoy, de juventudes plásticas, parece no haber diferencia. Pero, ¿qué sucede detrás de la tensión entre mostrar o no una piel con arrugas?

Una de las imágenes inolvidables de 2011 va a ser el plano en el que Juliette Binoche se maquilla y arregla frente a la cámara como si fuera un espejo en Copia certificada . Como pasa siempre con las películas de Abbas Kiarostami, la simplicidad es perfecta y engañosa. Parece una idea sencilla, pero hace estallar el cine. Más allá de lo que significa esta escena dentro de la secuencia de la película, más allá de lo que vemos desde el espejo y escuchamos fuera de campo, de todo lo que está pasando al mismo tiempo, si hay algo que hace que esa imagen sea tan fuerte, es Binoche. Ese plano se puede mirar una y otra vez. Es claro que se trata de una mujer hermosa. Pero hay algo más. La piel, los aros, el maquillaje, la luz, la fiesta de casamiento que se escucha desde el jardín trasero, la sonrisa, todo es luminoso. Pero no es eso lo que hace que queramos volver a verla. Es algo mucho más chico, sólo de un detalle: los ojos. Hay algo profundamente conmovedor en los ojos de Juliette Binoche en ese plano. La cámara/espejo de Kiarostami nos permite ver a su personaje y a la vez ir más allá, o más acá. Puestos cara a cara frente a esta mujer, el personaje de Copia certificada se volatiliza una vez más. Lo que vemos en esos ojos no es su actuación, son unas ligeras arrugas que asoman en su piel perfecta. Esas arrugas son las que completan el plano, las que le dan peso, las que cierran el sentido de la escena. Esas arrugas son de Juliette Binoche.
Hay algo fascinante en ver en la pantalla (cuanto más grande, mejor) arrugas en las caras de los actores. No se trata de que las arrugas expresen personalidad o experiencia/sabiduría. Mentira. Una cara tersa puede tener más personalidad que cualquier otra y si se deja una ciruela bajo una campana de vidrio también se hace pasa. El espectador no puede saber si una frente arrugada es el resultado de los años sin cirugía, de una vida de preocupaciones o de malos genes, pero cualquier arruga significa por lo menos algo: la derrota de la carne. La piel, eso de la carne que nosotros vemos, la superficie de los que nos rodean, está vencida, dejó de cumplir un poco su función protectora, pierde esa soberbia de bebé recién nacido que cree que el mundo es rozagante y fresco. Una arruga es la victoria del tiempo, la victoria que va a ocurrir necesariamente. El ser del hombre es ser en el tiempo, dijo Heidegger. El ser del hombre está en la arruga.

La cámara despiadada
El crítico francés André Bazin, uno de los padres fundadores de la revista Cahiers du Cinéma, decía en su fundamental “Ontología de la imagen fotográfica” (en ¿Qué es el cine? ): “El cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. El filme no se limita a conservarnos el objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos de una era remota […] Por primera vez, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio”.
Es una idea que supo dividir aguas: la fotografía (y, por extensión, el cine) captura de forma objetiva la luz que atraviesa la lente. Entre lo que es frente al artista, aquello que existe en el mundo, y lo que queda en la obra terminada no media la mano del pintor, su pincel, sino un mecanismo que captura haces de luz por reacciones químicas. Así, lo real queda atrapado casi de forma directa, a veces incluso contra la voluntad creadora.
El tiempo y las diferentes teorías se han encargado de desmentir o relativizar las ideas de Bazin, pero hay un núcleo de verdad en esta nueva realidad que Bazin supo describir que sobrevive a todas las discusiones. El cine roba la duración para nosotros.Y la arruga es la garante del cine como arte realista. Bazin se esconde en una arruga: la película puede ser mala, la estilización puede ser flagrante, la actuación puede ser espantosa, pero un doblez en la superficie de la cara de un actor es evidencia irrefutable de por lo menos algo: esa carne ha visto el tiempo. Los ojos son la fuente del oficio del actor, pero la arruga simplemente es.
Una arruga presta realidad y, por eso, hay pocas cosas más falsas en cine que el mal maquillaje: un actor que intenta hacerse pasar por viejo con capas de látex sobre la piel y arrugas pintadas con delineador pierde credibilidad. Era lo que pasaba, por ejemplo, con los actores en J. Edgar (2011), de Clint Eastwood. Una gran película con muy buenas actuaciones puede verse en apuros por una cuestión tan mínima como el maquillaje. ¿Por qué? Porque el maquillaje hacía la arruga. Como decía Bazin, la cámara (despiadada) captura lo que se pone frente a ella: en este caso (como en todo el cine de ficción) un actor que interpreta un papel. Pero si en vez de ver al personaje, el espectador en su butaca mira lo extraña que se ve la superficie de la piel de un actor, la ilusión se rompe y la ficción no cuaja. El mayor peligro para la película de Eastwood era interno: quedar ahogada por una falsa arruga.

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