“¿Quién es la cabra llamada Sylvia?” Digámoslo de entrada: Sylvia es “ese oscuro objeto de deseo” de Buñuel o de Dalí o de Lacan. Y aquí radica la fuerza del guión de La cabra, de Edward Albee, que ha subido a escena en Buenos Aires. Porque, cuando se trata del deseo, el objeto está oculto: la cabra sirve de excusa imaginaria para sostener lo real a partir de lo simbólico: las palabras que montarán la dimensión lúdica.
En “Albee y la primacía de la palabra”, Victor Winstock sostiene que “en La cabra conviven la dimensión lúcida, extática, oculta, extraordinaria de los mitos y la convención gris, mediana, patente, ordinaria de lo cotidiano. En esa convivencia delicadamente equilibrada reside el secreto de su éxito. Martin y Stevie son tan extraordinarios como Edipo y Yocasta, pero también son tan ordinarios como Helmer y Nora –la pareja protagonista de Casa de muñecas, de Henrik Ibsen–. Las euménides y el Minotauro deambulan invisibles por la mansión de los Gray: lo que vemos es una familia feliz, sabia y rica; lo que vemos es la crema y nata del mejor perfil del sueño americano... y luego vemos cómo se derrumba. Este es el verdadero sueño americano; no es el mundo color de rosa que habitan el Chavo y la Chava de La obra del bebé, sino el sueño de los grandes pensadores estadounidenses: somos testigos de la hipocresía y la catástrofe que derrumban el mundo de Henry David Thoreau, Martin Luther King y Susan Sontag. Estamos en el terreno de la erudición; aquí no cabe el vulgo, sólo hay lugar para la aristocracia del saber. Incluso el amigo Ross es culto y noble a pesar de sí mismo, por encima de la mezquindad y la impertinencia que lo impulsan hacia la traición. Por eso La cabra no entra en la horma de la categoría tragicómica; porque la ordinariez se eleva al ámbito místico”.
¿Qué sucede con quienes rodean a un sujeto pegado a su oscuro objeto de deseo cuando esa “elección” no coincide con los parámetros o los valores esperados? ¿Qué sucede con el propio sujeto, sujetado por ese deseo? La problemática trágica que descubre Freud, por vía de lo inconsciente, es que el sujeto no tiene un deseo, sino que el deseo tiene a un sujeto, tomado por el deseo. ¿Qué decimos después de cometer un fallido? “¿Yo dije eso? Yo quería decir otra cosa...” Cierto: El yo no quería decirlo; pero la otra escena –por la cual es tomado– lo enunció. Por eso dijo Freud que “el yo no es amo de su propia casa”; por eso todo conocimiento es paranoico: viene desde el otro. Y aquí retomamos al Dalí de Lacan y a La cabra de Albee.
La obra de Albee presenta la devastación de los axiomas rígidos que una sociedad tiene en función de los ideales, de las premisas ideológicas, de las señales que el otro da desde el origen. Nos confronta con nuestras propias miserias; nos recuerda que el deseo es sexual, que tenemos hambre de sexo; que el sexo –el deseo– nos toma y es violento. Nos habla de cómo una “elección sexual de objeto” puede transformar una condición pequeñoburguesa en un caos de contrasentidos; en un futuro absurdo, en un hoy inadecuado. ¿Inadecuado para quién? ¿Quién puede estar autorizado a tirar la primera piedra? ¿Quién puede dictaminar la manera de goce con que un sujeto pudo haber sido tomado, más cuando no sea que esté violando el campo del semejante? En todo caso, la ley del deseo priva sobre el ideal, muchas veces con sarcasmo o ironía.
Agrega Victor Winstock: “En su Anatomía de la crítica, Northrop Frye demuestra cómo en la tragedia moderna la ironía ocupa cada vez más un lugar preponderante: la tragedia es inevitable en el marco del destino según la concepción griega, como lo es también en el universo isabelino; pero es probablemente evitable en la América de fin de milenio. La ironía no sólo permite a Albee ascender a lo trágico sin desprenderse del naturalismo, sino que otorga la distancia óptima al espectador para identificarse con Martin Gray sin derrumbarse con él”.
Sylvia, la Cabra, sirve para que repensemos que las palabras no pueden subsumir lo sexual; que existe un hiato entre sexualidad y significante; que no todo puede ser dicho; y que los humanos empecinados en “corregir” –narcisismo mediante– la “elección” de otros no lograrán más que la fortificación del yo, la rebeldía, el aislamiento y –ya cuando los escudos se gastan– el renunciamiento. Sirve para que podamos entender, muy a pesar de nuestros imperativos ideales, que el goce es particular, que cada sujeto ha podido hacer de su laleo un discurso relativamente conveniente para sobrevivir.
* Marcelo A. Pérez Psicoanalista.
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